Armando Palacio Valdes

Maximina


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Ésta procuraba vencer su cortedad para mostrarse cariñosa; y con gran trabajo lo conseguía. La madrastra se mostraba afable y atenta, mas sin que pudiera abandonarla aquella apariencia altiva y desdeñosa que siempre había caracterizado su persona. La joven esposa le echaba de vez en cuando rápidas y tímidas miradas. Al llegar á casa, Julia fué corriendo á enseñarle la habitación que les tenían destinada y que ella había arreglado con minucioso esmero. No faltaba un solo pormenor, ni se había visto jamás diligencia más fina para prevenir todas las necesidades de la vida de una dama, desde los ramos de flores y el estuche de costura hasta el abrochador de guantes y las horquillas. Desgraciadamente, Maximina no podía apreciar estos refinamientos de la elegancia y del buen gusto. Todo era para ella igualmente nuevo y hermoso.

      Miguel encontró á su hermana en un corredor.

      —¿Dónde está Maximina?

      —La he dejado en su cuarto quitándose el abrigo. Aguarda á su doncella, que dice que le trae las zapatillas.

      —Yo también voy á quitarme el abrigo y á cepillarme un poco—dijo el joven algo vacilante.

      Julia le soltó una carcajada en las narices y echó á correr.

      Al entrar en el cuarto se despojó efectivamente del gabán, y dirigiéndose á su mujer, que ya estaba con su trajecito gris, la estrechó fuertemente contra su corazón y la dió repetidos besos. Después, llevándola por la mano hacia una silla, la sentó sobre sus rodillas y tornó á besarla apasionadamente. Maximina estaba roja como una cereza, y aunque entendía que todo aquello debía ser así, todavía procuraba con suavidad desasirse. Miguel, que también estaba turbado, la dejó levantarse y salir de la habitación, siguiéndola poco después.

      Era domingo y precisaba oir misa. Como la brigadiera y Julia ya la habían oído, salieron solamente Maximina, Miguel y Juana, y entraron en San Ginés. La criada, que jamás había transigido con no ver al cura de pies á cabeza, rompió por entre la gente y fué á colocarse cerca del altar. Los esposos se quedaron hacia atrás. Nunca le pareció tan bien á nuestro joven el incruento sacrificio ni asistió tan á su placer á él, aunque su imaginación no volaba precisamente hacia el Gólgotha ni sus ojos iban siempre derechos al oficiante. Pero el cielo, que es muy clemente con los recién casados, le ha perdonado ya estos pecados.

      Después de almorzar, Miguel propuso dar un paseo por el Retiro. La tarde, aunque fría, estaba serena y apacible. La brigadiera no quiso acompañarles. ¡Con qué gozo pasó Julita á ocuparse en el adorno y tocado de su cuñada! Ella eligió el traje que había de ponerse, y le ayudó á vestírselo, ella la peinó á la moda, ella le puso el aderezo y las flores en el pecho, y hasta ella misma le abrochó las botas. Estaba roja de placer ejecutando estos oficios. Luego que se vieron en la calle, marchaba ebria de orgullo llevando á su cuñada en el medio, como si fuese diciendo á la gente: «¿Ven ustedes esta jovencita, más niña que yo todavía?... ¡Pues es una señora casada! Respétenla ustedes». Antes de llegar al Retiro, echando casualmente la vista atrás, acertó Miguel á ver muy lejano, muy lejano, desvaído en el ambiente de la calle de Alcalá, el perfil finísimo de Utrilla, aquel famoso cadete de marras, y dijo á su esposa con seriedad:

      —Aquí donde nos ves, Maximina, que parecemos simples particulares yendo á tomar el sol al Retiro, llevamos escolta.

      Julita se puso colorada.

      —¿Escolta? No veo nada—contestó volviendo la cabeza.

      —No es fácil. Más adelante te daré los gemelos, á ver si logras distinguirla.

      Julita la apretó la mano, diciéndola por lo bajo:

      —¡No hagas caso de ese tonto!

      Ya que estuvieron en el Retiro, el perfil de Utrilla se fué señalando mejor en la atmósfera serena, á modo de raya delicada. Maximina iba contemplando, con mezcla de sorpresa y de vergüenza, aquella balumba de caballeros y señoras que á su lado cruzaban, y que la miraban fija y descaradamente al rostro y al vestido, con esa expresión altiva é inquisitorial con que los madrileños suelen mirarse unos á otros en el paseo. Y hasta se le figuró escuchar á su espalda algunos comentarios acerca de su persona: «—El traje es rico, sí, ¡pero qué mal lo lleva esa chica! Parece una santita de aldea». No le ofendió esto, porque estaba bien convencida de su insignificancia al lado de tanto gran señor y señora; pero le causaba tristeza no hallar siquiera un rostro amigo, y se estrechaba á menudo contra su esposo, buscando refugio contra la vaga é injustificada hostilidad que en torno suyo percibía. Mas al volver los ojos á éste, observó que marchaba también con el entrecejo fruncido, reflejando en su fisonomia la misma indiferencia desdeñosa y el mismo tedio que todos los demás. Y se le apretó aún más el corazón, porque no sabía que el sentimiento á la moda en Madrid es el odio, y que si no se siente, como es de obligación, precisa aparentarlo, al menos, cuando nos hallamos en público. Pero de estos refinamientos de la civilización no era posible que estuviese enterada todavía nuestra heroína.

      Cuando hubieron dado unas cuantas vueltas, dijo Miguel á su hermana:

      —Oyes, Julita, ¿por qué no se acerca Utrilla, ahora que no va mamá con nosotros?

      —Porque yo no quiero—repuso aquélla inmediatamente y con gran decisión.

      —¿Y por qué no quieres?

      —Porque no quiero.

      Miguel la miró un instante con expresión burlona y dijo:

      —Bien... pues como quieras.

      Mientras duró el paseo, Utrilla trazó con increíble habilidad geométrica una serie de circunferencias, elipses, parábolas y otras curvas cerradas ó erráticas, de las cuales eran siempre foco nuestros amigos. Cuando volvieron á casa, tomó también la línea recta, si bien procurando en la medida de sus fuerzas que el contorno de su silueta se borrase en los confines del horizonte. Antes de retirarse, entraron en el reservado del Suizo á tomar chocolate. Estando allí, Rivera percibió, por un instante no más, el rostro del cadete pegado á los cristales.

      —Julita, ¿me permites que salga á invitar á ese muchacho á tomar chocolate?

      —¡No quiero! ¡no quiero!—exclamó la joven, poniéndose muy seria.

      —Es que me da lástima...

      —¡No quiero! ¡no quiero!—volvió á exclamar en tono casi rabioso.

      No hubo más remedio que dejarla mortificar á su gusto al desdichado hijo de Marte.

      —¿A que no sabes, Maximina—dijo al entrar en casa la cruel madrileña—cómo se llaman estos chicos que nos siguen hasta el portal?

      —¿Cómo?

      —Encerradores.

      Y subió riendo la escalera.

      Se comió en buen amor y compaña. La brigadiera hizo sol aquel día, como solía decir Miguel; habló bastante, autorizándose contar con su gracioso acento sevillano algunas anécdotas de las personas conocidas en Madrid. Pero al llegar los postres, Maximina comenzó á sentir algún desasosiego, porque se había convenido antes entre todos que aquella noche no saldrían y se retirarían temprano, no sólo por Miguel y por ella, sino también por la brigadiera y Julita, que á causa del madrugón necesitaban descanso. El problema de levantarse de la mesa y retirarse cada cual á su habitación se presentaba terrible y pavoroso para la niña de Pasajes. Por fortuna, la brigadiera estaba en vena y Julia también. La sobremesa se prolongaba sin advertirlo nadie más que ella. Según iban trascurriendo los minutos crecía su confusión y su temor, y sentía un temblor extraño que corría por el interior de su cuerpo y le impedía, bien á su pesar, tomar parte en la conversación. Y en efecto, así como lo temía, llegó un instante en que ésta comenzó á languidecer. Miguel, para ocultar también su migajita de vergüenza, procuró reanimarla, y lo consiguió por un buen cuarto de hora. Mas sin saber por qué feneció de pronto. La brigadiera bostezó dos ó tres veces. Julita levantó la vista hacia el reloj, que señalaba