Armando Palacio Valdes

Maximina


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      —¿Lo ves?... ¡Pero yo no soy una dama!... Y tú eres mi marido...

      —Tienes razón—dijo él abrazándola,—tienes razón en todo lo que dices. Haz siempre lo que te salga del corazón como ahora, y no temas equivocarte.

      La luz azulada del cok saltaba alegremente por encima de los carbones, surgiendo y desapareciendo á cada instante, cual si acudiese á escuchar las palabras de los esposos, y se retirase solícita después á comunicarlas á algún gnomo vulcanio. De vez en cuando un pedacito de escoria se desprendía de la masa incandescente, atravesaba la reja y venía rodando á parar á sus pies. Entonces Maximina aguardaba un instante á que se enfríase, la cogía entre sus dedos y la arrojaba al cenicero. No se oía más que el rumor estridente de los coches que cruzaban hacia el teatro.

      La charla de los esposos era cada vez más viva y más íntima. Maximina iba perdiendo su cortedad, gracias á los esfuerzos incesantes de Miguel, y se atrevía á dirigirle preguntas acerca de su vida pasada, á las cuales el joven respondía con verdad unas veces, otras con mentira. Sin embargo de todo ello, dedujo la niña que su marido había hecho algunas cosas malas, y se asustó.

      —¡Ay, Miguel! ¿Cómo te has atrevido á dar un beso á una mujer casada? ¿No temes que Dios te castigue?

      El rostro del joven se oscureció de pronto. Una arruga profunda, maldita, surcó su frente y se quedó un rato pensativo. Maximina le miraba con ojos extáticos, sin comprender la razón de aquel cambio de fisonomía. Al cabo, con voz un poco ronca, mirando para el fuego, dijo Miguel:

      —Si conmigo sucediese una cosa semejante, y lo averiguase, ya sé lo que había de hacer... Lo primero sería poner á mi mujer en la calle, de día ó de noche, á cualquiera hora que lo supiese...

      La pobre Maximina se conmovió ante aquella salida, tan brutal como inesperada, y exclamó:

      —Harías bien. ¡Dios mío, qué vergüenza para una mujer verse arrojada así!... ¡Cuánto más valdría morir!

      La arruga de la frente de Miguel se desvaneció. Miró á su mujer amorosamente, y comprendiendo que aquella lección había sido tan inútil como inoportuna, le dijo besándole una mano:

      —¿Por qué hemos de hablar de las maldades que acontecen en el mundo? Afortunadamente yo he hallado una tabla de salvación, que es esta mano. Á ella me agarro, seguro de ser bueno y honrado toda mi vida.

      —Debes pedir perdón á Dios.

      —Á Dios y á ti os lo pido.

      —El mío ya está concedido.

      —Y el de Dios también.

      —¿Qué sabes tú... ¡Ay, qué tonta! Ya no me acordaba que te has confesado hace unos días.

      —Eso es—dijo Miguel, que tampoco se acordaba.

      Después hablaron de los pormenores domésticos, de los muebles, de los criados que necesitaban tomar. Maximina sostenía que bastaban Juana y una cocinera. Miguel quería además otra chica para la costura y la plancha. Con este motivo manifestó á su esposa los recursos de que podía disponer.

      —Me quedan cuatro mil duros de renta; pero voy á dejar á mi hermana y á mamá mil para que puedan vivir decentemente... Con tres mil duros nosotros podemos arreglarnos perfectamente.

      —¡Oh, ya lo creo!... ¿Por qué no les dejas á tu mamá y á tu hermana la mitad? Mira, ellas están acostumbradas al lujo, y yo no... Yo con cualquier vestido me arreglo...

      —Es que no quiero que te arregles con cualquier vestido, sino con el que corresponde á tu clase.

      —¡Si supieras qué gusto tan grande me darías cediendo á tu hermana la mitad!

      —No puede ser... Hay que pensar también en los hijos.

      —Aún te queda mucho.

      —¡Tú no estás enterada de lo que se gasta en Madrid, querida!

      Después de reflexionar un instante añadió:

      —En fin, que no sea ni uno ni otro: partamos la diferencia. Les dejaré treinta mil reales, y nos quedaremos con cincuenta mil. Lo que sentiré es que me salga un cuñado pillo que se coma el capital.

      Así charlando, llegaron las diez de la noche, y decidieron irse á la cama. Miguel se levantó primero y ayudó á su esposa á ponerse en pie. Encendieron la palmatoria y se encerraron en su alcoba. Maximina bendijo, como de costumbre, la cama pronunciando una porción de oraciones aprendidas en el convento, y se entregaron tranquilamente al sueño.

      Allá hacia el amanecer, Miguel creyó oir á su lado un ruido singular, y despertó. Al instante observó que su esposa le besaba repetidas veces en el cuello, muy suavemente, con ánimo, sin duda, de no despertarle. Poco después oyó un sollozo.

      —¿Qué es eso, Maximina?—dijo volviéndose bruscamente.

      La niña, por toda contestación, se abrazó á él, y comenzó á llorar perdidamente.

      —¿Pero qué tienes?... Díme pronto, ¿qué tienes?

      Sofocada por los sollozos, comenzó á decir:

      —¡Oh, acabo de soñar unas cosas tan malas!... Soñé que me arrojabas de casa.

      —¡Pobrecilla!—exclamó Miguel cubriéndola de caricias.—Te has impresionado con lo que te he dicho esta noche... ¡Soy un estúpido!

      —No sé lo que... habrá sido... ¡Qué angustia, Virgen mía!... Creí morir... Si no despierto me muero... Pero tú no eres estúpido, no... ¡Soy yo!

      —Bien, seremos los dos... pero tranquilízate—dijo besándola.

      Al poco rato, ambos se quedaron otra vez dormidos.

       Índice

      

N la redacción reinaba silencio inusitado. No se oía más que el crujir de las plumas de acero sobre el papel. Los redactores escribían en torno de una gran mesa forrada de hule, exceptuando dos ó tres colocados frente á unas mesillas de pino en los rincones de la sala. De pronto, uno de barba poblada y gris levantó la cabeza preguntando:

      —Diga usted, Sr. de Rivera, ¿no estaba señalado para el día 18 el movimiento?

      Miguel, que escribía en una de las mesitas privilegiadas, respondió sin levantar la cabeza:

      —No me cansaré, Sr. Marroquín, de recomendar á usted la discreción. Observe usted que nuestras cabezas peligran todas, desde las más humildes como la del Sr. Merelo y García, hasta las más severas y magníficas como la de nuestro dignísimo director.

      Los redactores sonrieron. Uno de ellos preguntó:

      —¿Y qué es de Merelo? No ha venido todavía.

      —Hasta las doce no puede venir—contestó Rivera.—De diez á doce conspira siempre contra las instituciones en el café del Siglo.

      —Yo pensé que era en Levante.

      —No, en Levante es á última hora, de dos á tres.

      El primero que había hablado es aquel mismo señor Marroquín, de perdurable memoria, profesor de Miguel en el colegio de la Merced, enemigo nato del Supremo Hacedor y hombre hirsuto hasta donde un bípedo puede serlo. La razón de encontrarse allí es