de tales modelos, y en apariencia sólo podía vérselos en esta sociedad como sujetos aptos para que entretuvieran con sus cantos y bailes, asesoraran un poco en materia de rezos y oraciones, sobre todo las de usos terapéuticos —sin alejarse hasta los extremos de la hechicería, de la que muchos gitanos eran acusados—, y acaso pudiera tenerse alguna aventura con las gitanas sin compromiso alguno de matrimonio. Parecería entonces que La gitanilla se goza en pintarnos como bella y atractiva una forma de vida reprobada por lo mejor de la sociedad de su tiempo.
Podemos imaginar, por lo menos, dos motivos para que Cervantes quisiera describir como algo tan positivo a ese modus vivendi: uno, que al ser sus relatos lo que también se hallaba en el significado de entonces para la palabra novela, es decir narraciones de asuntos nuevos o novedosos para sus lectores, estas Ejemplares se consagraran a estimular la imaginación de un lector común, aristócrata o burgués o con aspiraciones a tales estamentos, llevándolos a universos de ficción que dieran alguna imagen de verosimilitud realista pero, al mismo tiempo, representaran mundos exóticos, adecuados para vivir en ellos aventuras extraordinarias, sobre todo contrastadas con la vida urbana domesticada y aburrida. En Cervantes hay los casos extremos: el espacio más cerrado de la ciudad más moderna puede ser exótico y aventurero, como las casas del Celoso extremeño o de Monipodio, o las calles y campos recorridos por el perro Berganza, pero es más exótico pintar lugares distantes y distintos de la península Ibérica de entonces, como el Londres de La española inglesa, la Nicosia de El amante liberal, o los muchos puntos viajados o citados por el Licenciado Vidriera —entre los citados, por cierto, la ciudad de México, eterno sueño de viaje de Cervantes… Entonces, el espacio de la vida gitana podía ser todo lo exótico que se soñara, sin necesidad de salir de España.
Y puede haber, de hecho existe, un segundo motivo para que Cervantes encontrara el lado positivo de la vida gitana. Este motivo es el más profundamente cervantino, porque reproduce la manera constante como don Miguel se propone ver, describir y mover a todos aquellos de sus personajes que representan las conductas o las ideas que se salen de la norma impuesta por esa casta hispánica dominante: en un medio donde el ideal es la vida sedentaria, en las casas y palacios de la gran sociedad, parece más atractivo vivir al aire libre, y viajando de campo en campo y de ciudad en ciudad. En un medio que premia los matrimonios virtuosos como contratos dinásticos y económicos entre iguales sociales, se antoja mejor trato el de dos espíritus libres que se unen por sus voluntades sin forzar, y se ponen a prueba para asegurarse de sus mutuas correspondencias antes del enlace definitivo. En un medio con gran amor y ambición por los bienes terrenales y por la posesión de objetos y dineros, suena más sano el régimen de propiedad colectiva de pocos bienes y la repartición equitativa entre todos. Aquí radica parte de la magia artística de Cervantes: o nos está diciendo que la vida gitana es superior a la vida hidalga urbana en todos los planos, tanto el económico como el espiritual, aunque las apariencias sentencien lo contrario, o nos está diciendo que una vida ideal sería parecida a eso que él imagina que puede ser la vida gitana, sin que le conste que así hubiera sido la vida gitana real de su tiempo. O nos está diciendo las dos cosas, y este juego de lecturas de doble o triple sentido nos deja ya lejos de una simple historia de entretenimiento, la cual de cualquier manera sigue allí. Ya se ve que La gitanilla, como siempre en Cervantes, dice mucho más de lo que cuenta.
El final de la novela, cuando las identidades se revelan por fin y el lector termina por averiguar quién es realmente Preciosa, podría hacernos pensar cómo, al fin y al cabo, Cervantes acepta que las castas existen y son de calidades distintas, puesto que la muchacha gitana no deja de mostrar sus buenos sentimientos para con sus gitanos, aunque ya no vaya a vivir entre ellos, como si debiéramos entender que esos sentimientos sólo podrían darse en una mujer por provenir realmente de alta alcurnia, ya que si hubiera sido una auténtica gitana no habría procedido con tal constancia de carácter al mejorar su suerte de manera tan espectacular. No deberíamos pensar que ésa es la conclusión última de Cervantes: más allá de que nos está contando una historia de reconocimiento, donde es fundamental ubicar muy bien las características que permiten establecer la verdadera identidad del personaje como un hecho definitivo, en La gitanilla todos los personajes que se presentan con una conducta virtuosa desde el principio, la mantienen igual hasta el final del relato, sin importar su origen social: lo mismo Preciosa, Juan/Andrés y Sancho/Clemente siempre tienen generosidad, solidaridad, franqueza y honestidad, que la Abuela gitana, pues si bien ésta había robado en un principio a Preciosa, al final prefiere exponerse a un castigo legal que podía ser muy cruel para ella, con tal de salvar la vida del mancebo enamorado y el honor de su nieta adoptiva. Y por la contraparte: Juana Carducha, la despechada pretendiente del amor de Juan/Andrés, se comporta siempre de manera equívoca y hasta reprobable, sobre todo al mentir y difamar para vengarse de su no correspondido amor, y sólo reconoce su engaño cuando, de cualquier manera, todos los problemas por ella generados se habían resuelto ya. Es muy significativo que el acto más innoble, dañino y pérfido en la historia lo cometa una joven de los cristianos viejos, y no una gitana. En suma, para Cervantes las conductas de las personas no tienen una relación directa con su extracción social, sino con su fuero interno.
Y esto es algo de lo esencialmente cervantino, porque siempre se presenta en sus obras, en todas sus obras: en este medio de autoritarismo opresivo, muy a menudo oscurantista y reaccionario, donde sólo el modo de vida de los cristianos viejos era el correcto y el que todos debían seguir, donde toda disidencia podía significar el cadalso de la decapitación o el garrote o la hoguera, don Miguel se atreve a preguntarse qué piensa un gitano, qué piensa un morisco como Ricote, qué piensa el mayor ladrón como Monipodio; qué piensan los herejes ingleses, los nórdicos Periandro y Auristela, los infieles turcos y árabes; qué piensa un loco, y no sólo el más famoso de los locos que todos conocemos, sino el Licenciado Vidriera. Es decir, Cervantes no se cierra a la amplitud y diversidad del mundo, por mucho que viva en un medio que no quiere voltear a ver al otro. Cervantes se atreve a aceptar que el otro existe, ese otro que no es como él, que es distinto y hasta contrario a él, y no sólo acepta su existencia: para él, además, es una aventura apasionante tratar de comprender a ese otro, y quiere que nosotros compartamos con sus aventuras su pasión de conocimiento.
Incluso hay un argumento más en favor de esta visión amplia, ecuménica y liberal de Cervantes para con la independencia estamental y la diversidad de las conductas humanas. Ya me he referido a este argumento, pues se trata de su vocación experimental para con el cruce y mezcla de géneros literarios, y he dejado adrede para el final la mejor comparación de estos experimentos. Sucede que Cervantes escribió La gitanilla, por lo menos, después de 1610, lo cual se infiere del papel que revela el origen de Preciosa, donde se la describe como robada en 1595, cuando tenía pocos meses de nacida, y este dato se corresponde con la actitud constante de don Miguel de manejarse con verosimilitud en la ubicación temporal de sus ficciones. Y sucede también que el dramaturgo Cervantes, siempre relegado en su vejez por las compañías de cómicos que preferían el estilo y el repertorio de su rival Lope de Vega, tenía en el cajón una comedia titulada Pedro de Urdemalas, la cual nunca se estrenó en vida de su autor y terminó por ser publicada con otras siete comedias y ocho entremeses en 1615. Es posible inferir, por varios motivos ampliamente estudiados, que esta comedia se escribió ya muy cerca de la fecha de su publicación y, con toda seguridad, después de 1610, porque en ella se menciona, como homenaje póstumo, al actor y empresario teatral Nicolás de los Ríos, fallecido en ese mismo año.
Es una experiencia muy recomendable y fascinante leer de manera paralela estos dos textos virtualmente contemporáneos: La gitanilla y Pedro de Urdemalas, porque ambos comparten muchísima sustancia literaria común. En la comedia, uno de los ejes centrales de la trama se da en la historia de Belica, una gitana que se siente con muchos aires y pretensiones de superioridad, y siempre está esperando que se le presente la oportunidad de mejorar su baja condición de gitana, con la cual nunca se halla conforme. El conde de los gitanos, es decir su jefe máximo, se llama en la comedia Maldonado —como en varias fuentes de la tradición de la época—, y en un extenso pasaje del primer acto trata de convencer —con éxito— a Pedro de Urdemalas para que se una a su comunidad, describiéndole una vida gitana libre y gozosa, con palabras y conceptos muy pero muy similares a los que el gitano viejo emplea para describirle la misma vida a Juan de Cárcamo en la novela. En