Domingo Faustino Sarmiento

Facundo


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que la rodeaban, y dijo: «Adentro está». La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido» fué la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dió el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fué ejecutado. En 1830 algunos presos políticos intentaban una evasión; todo estaba preparado: los auxiliares de fuera prevenidos; en el momento de efectuarla, uno dijo: «¿Y Calíbar?» «¡Cierto!—contestaron los otros anonadados, aterrados—. ¡Calíbar!» Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.

      ¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!

      Después del rastreador viene el baqueano, personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del Ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.

      El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza. Imagináos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van. El sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos distintos.

      En lo más obscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida, y les dice para asegurarlos: «Estamos en dereseras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al sur», y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo, y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.

      Si aun esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la obscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca, y después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general Rosas, dicen, conoce por el gusto el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.

      Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y galopando día y noche, llega al lugar designado.

      El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección. Cuando se aproxima observa los polvos, y por su espesor cuenta la fuerza: «son dos mil hombres»—dice—, «quinientos», «doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más una senda extraviada e ignorada por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera, de la Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. No la hubieran ocupado los brasileños sin su auxilio, y no la hubieran libertado sin él los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha con el general baqueano, y todo el poder de Buenos Aires, hoy con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer destruído a pedazos, por una sorpresa, por una fuerza cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo, o por otro accidente inapercibido o insignificante.

      El general Rivera principió sus estudios del terreno el año 1804, y haciendo la guerra a las autoridades entonces, como contrabandista, a los contrabandistas después como empleado, al rey en seguida como patriota, a los patriotas más tarde como montonero, a los argentinos como jefe brasilero, a éstos como general argentino, a Lavalleja como presidente, al presidente Oribe como jefe proscripto, a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.

      El Gaucho Malo: éste es un tipo de ciertas localidades, un outlaw, un squatter, un misántropo particular. Es el Ojo del Alcón, el Trampero de Cooper, con toda su ciencia del desierto, con toda su aversión a las poblaciones de los blancos, pero sin su moral natural y sin sus conexiones con los salvajes. Llámanle el Gaucho Malo, sin que este epíteto le desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde muchos años; su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio y casi con respeto. Es un personaje misterioso: mora en la pampa, son su albergue los cardales, vive de perdices y mulitas; si alguna vez quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la voltea solo, la mata, saca su bocado predilecto y abandona lo demás a las aves montesinas. De repente se presenta el Gaucho Malo en un pago de donde la partida acaba de salir, conversa pacíficamente con los buenos gauchos, que lo rodean y lo admiran; se prevee de los vicios, y si divisa la partida, monta tranquilamente en su caballo y lo apunta hacia el desierto, sin prisa, sin aparato, desdeñando volver la cabeza. La partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente sus caballos, porque el que monta el Gaucho Malo es un parejero pangaré tan célebre como su amo. Si el acaso lo echa alguna vez de improviso entre las garras de la justicia, acomete a lo más espeso de la partida, y a merced de cuatro tajadas que con su cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los soldados, se hace paso por entre ellos, y tendiéndose sobre el lomo del caballo para sustraerse a la acción de las balas que lo persiguen, endilga hacia el desierto, hasta que, poniendo espacio conveniente entre él y sus perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los poetas de los alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del héroe del desierto, y su nombradía vuela por toda la vasta campaña. A veces se presenta a la puerta de un baile campestre con una muchacha que ha robado; entra en el baile con su pareja, confúndese en las mudanzas del cielito, y desaparece sin que nadie se aperciba de ello. Otro día se presenta en la casa de la familia ofendida, hace descender de la grupa a la niña que ha seducido, y desdeñando las maldiciones de los padres que le siguen, se encamina tranquilo a su morada sin límites.

      Este hombre divorciado de la sociedad, proscrito por las leyes; este salvaje de color blanco, no es en el fondo un ser más depravado que los que habitan las poblaciones. El osado prófugo que acomete una partida entera, es inofensivo para con los viajeros. El Gaucho Malo no es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su idea, como el robo no entraba en la idea del Churriador; roba, es cierto, pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. Una vez viene al real de una tropa del interior, el patrón propone comprarle un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura, de tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un momento, y después de un rato de silencio, contesta: «No hay actualmente caballo así.» ¿Qué ha estado pensando el gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente mil estancias de la pampa, ha visto y examinado todos los caballos que hay en la provincia, con sus marcas, color,