Domingo Faustino Sarmiento

Facundo


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carne cruda y agua y cuyo pasatiempo favorito es reventar caballos en carreras forzadas. Desgraciadamente—añade el buen gringo—prefirieron su independencia nacional a nuestros algodones y muselinas»[17]. Sería bueno proponerla a la Inglaterra, por ver no más cuántas varas de lienzo y cuántas piezas de muselina daría por poseer estas llanuras de Buenos Aires.

      Por aquella extensión sin límites, tal como la hemos descrito, están esparcidas aquí y allá catorce ciudades capitales de provincia, que si hubiéramos de seguir el orden aparente, clasificáramos por su colocación geográfica: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, a las márgenes del Paraná; Mendoza, San Juan, Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, casi en línea paralela con los Andes chilenos, y Santiago, San Luis y Córdoba, al centro.

      Pero esta manera de enumerar los pueblos argentinos no conduce a ninguno de los resultados sociales que voy solicitando. La clasificación que hace a mi objeto es la que resulta de los medios de vivir del pueblo de las campañas, que es lo que influye en su carácter y espíritu. Ya he dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación alguna, puesto que no son navegados sino en una escala insignificante y sin influencia. Ahora todos los pueblos argentinos, salvo San Juan y Mendoza, viven de los productos del pastoreo; Tucumán explota, además, la agricultura, y Buenos Aires, a más de un pastoreo de millones de cabezas de ganado, se entrega a las múltiples y variadas ocupaciones de la vida civilizada.

      Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las ciudades americanas: sus calles cortadas en ángulos rectos, su población diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a Córdoba, que, edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las apariencias de una ciudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y cúpulas de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los Juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos.

      La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a más o menos distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son las que mayor número de villas han podido echar sobre la campaña, como otros tantos focos de civilización y de intereses municipales; ya esto es un hecho notable.

      El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado por allí, proscripto afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos.

      Estudiemos ahora la fisonomía exterior de las extensas campiñas que rodean las ciudades y penetremos en la vida interior de sus habitantes. Ya he dicho que en muchas provincias el límite forzoso es el desierto intermedio y sin agua. No sucede así, por lo general, con la campaña de una provincia, en la que reside la mayor parte de su población. La de Córdoba, por ejemplo, que cuenta 160.000 almas, apenas 20 están dentro del recinto de la aislada ciudad; todo el grueso de la población está en los campos, que, así como por lo común son llanos, casi por todas partes son pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de vegetación mayor, y en algunas con tanta abundancia y de tan exquisita calidad, que el prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza y San Juan, sobre todo, se exceptúan de esta peculiaridad de la superficie inculta, por lo que sus habitantes viven principalmente de los productos de la agricultura. En todo lo demás, abundando los pastos, la cría de ganado es, no la ocupación de los habitantes, sino su medio de subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve impensadamente a traer a la imaginación el recuerdo de Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas aquí y allá de las tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduíno de hoy, asoma en los campos argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo extraño.

      La tribu árabe que vaga por las soledades asiáticas vive reunida bajo el mando de un anciano de la tribu o un jefe guerrero; la sociedad existe, aunque no esté fija en un punto determinado de la tierra; las creencias religiosas, las tradiciones inmemoriales, la invariabilidad de las costumbres, el respeto a los ancianos, forman reunidos un código de leyes, de usos y prácticas de gobierno, que mantienen la moral, tal como la comprenden, el orden y la asociación de tribu. Pero el progreso está sofocado, porque no puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial del hombre y le permite extender sus adquisiciones.

      En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade; el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto que le pertenece; pero para ocuparlo ha sido necesario disolver la asociación y derramar las familias sobre una inmensa superficie. Imagináos una extensión de 2.000 leguas cuadradas cubierta toda de población, pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia unas de otras, a ocho a veces, a dos las más cercanas. El desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento; puede la fortuna levantar un soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de manifestarse con dignidad que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad. Las privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae en seguida todas las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la familia feudal, aislada, reconcentrada; y no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse y la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes.

      Ignoro si el mundo moderno presenta un género de asociación tan monstruoso como éste. Es todo lo contrario del municipio romano, que reconcentraba en un recinto toda la población y de allí salía a labrar los campos circunvecinos. Existía, pues, una organización social fuerte, y sus benéficos resultados se hacen sentir hasta hoy y han preparado la civilización moderna. Se asemeja a la antigua slobada esclavona, con la diferencia de que aquélla era agrícola y, por tanto, más susceptible de gobierno; el desparramo de la población no era tan extenso como éste. Se diferencia de la tribu nómade, en que aquélla anda en sociedad siquiera, ya que no se posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a la feudalidad de la Edad Media, en que los barones residían en el campo y desde allí hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas; pero aquí faltan el barón y el castillo feudal. Si el poder se levanta en el campo, es momentáneamente, es democrático: ni se hereda, ni puede conservarse, por falta de montañas y posiciones fuertes. De aquí resulta que aun la tribu salvaje de la pampa está organizada mejor que nuestras campañas para el desarrollo moral.

      Pero lo que presenta de notable esta sociedad, en cuanto a su aspecto social, es su afinidad con la vida antigua, con la vida espartana o romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza radical. El ciudadano libre de Esparta o de Roma echaba sobre sus esclavos el peso de la vida material, el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras que él vivía libre de cuidados en el foro, en la plaza pública, ocupándose exclusivamente de los intereses del Estado, de la paz, la guerra, las luchas de partido. El pastoreo proporciona las mismas ventajas, y la función inhumana