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Andrés Neuman
Anatomía sensible
Andrés Neuman, Anatomía sensible
Primera edición digital: octubre de 2019
ISBN epub: 978-84-8393-650-4
© Andrés Neuman, 2019
© De la fotografía de cubierta: Lucía Martínez Cabrera, 2019
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2019
Colección Voces / Literatura 285
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
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Nadie está por encima de la ropa sucia.
Cynthia Ozick
La sensibilidad pertenece a esa área de las impresiones
que precede al ego, una clase de reacción que es y no es mi reacción.
Judith Butler
Pasa de estado imperfecto a resultado espectacular en unos segundos. Haz que los elementos no deseados desaparezcan con un solo trazo.
Adobe Photoshop Elements 12
Trascendencias de la piel
Más que recubrirlo, entrega el cuerpo. Expone lo mismo que protege. La piel es lo más propio y, sin embargo, confirma la aparición ajena. Motor hipersensible, colecciona agresiones. Propaga las caricias. Y parece condenada a exagerar. Se le atribuyen aproximadamente cuatro kilogramos y dos metros cuadrados de infinito.
Además de constituir un solo, omnipresente órgano, la piel posee memoria absoluta, como un oído que sintiese el daño en todas las frecuencias. Recuerda cada día con rencor justiciero. En este sentido, representa una suerte de divinidad anatómica. Por eso la adoramos.
Intercambia líquidos, toxinas, intuiciones y afectos con el mundo exterior. Vive rozando sus límites: es su vicio ontológico. Gracias a esa insistencia sabemos que el dolor y el placer son profundidades de superficie, buceos en el reino del ahora. Que no hay frío ni calor, solo pieles que buscan abrigo o se zambullen.
Observada con lente cobra un aire de soga náutica, acaso porque nace sospechando las tormentas de la edad. En etapas ancianas, su sequedad desprende partículas de experiencia y cada mancha adquiere cierta cualidad de Altamira. Al otro extremo, la piel de bebé se nos derrite casi entre los dedos y opera un pequeño prodigio: la cosquilla la siente quien la toca.
Una sedosa nos cautivará con sus brillos de papel de regalo, pero su carácter resbaladizo tenderá a escabullirse. Mejor tracción presenta una piel áspera, por sus terrenos propicios para la escalada del tacto. Las sebosas se dejan amasar con paciencia panadera. Admiten amontonamientos, pliegues y todo género de pellizcos. Las sudorosas emergen al ritmo de las uvas bajo el agua. La falta de prestigio ha empañado su generosidad, que accede a confundir nuestra suciedad con la suya. Sumando otro relieve a su relato, la tatuada se enorgullece de refundarse. Algunos especialistas la llaman metapiel.
En materia de colores, las cegueras políticas suelen eclipsar las realidades ópticas. ¿No parece ridículo postular la hegemonía del color más tenue, el menos destacado en la escala cromática? El don de una piel clara reside en que la luz pasa a través de ella, dejando que las venas se iluminen. El de una piel oscura, en que absorbe esa misma luz, reforzando sus contornos. Otras destellan en función del horario: las aceitunadas se inspiran por las tardes, cuando el sol se hace tierra, mientras que las trigueñas agradecen las mañanas y su brío de yema de huevo.
El capitalismo no ha tardado en explotar las mudanzas de tono, desde obsesivos tratamientos blanqueadores al chamuscado ultravioleta. Nadie ignora el abismo que separa las pigmentaciones de una modelo afro o una estrella del hip-hop y las de un inmigrante cualquiera. También la claridad tiene sus gamas. Nunca serán iguales la lividez malnutrida, la palidez del estudiante y esa blancura preservada bajo parasol.
Quizá la mayor impropiedad consista en reducir la piel a su primera capa. Que es, dermatológicamente hablando, anecdótica para su estructura. Si recurrimos a un dibujo longitudinal, su aspecto puede resultar desconcertante: un colchón por el que asoman los resortes del vello; un acuario poblado de algas psicodélicas; y un apacible suelo cereal. Examinemos estos tres estratos.
En la epidermis se manifiestan los accidentes de la identidad. Unos cuantos fanáticos han creído ver jerarquías en sus índices de melanina, convirtiendo prejuicios en esencias. Ni siquiera la piel escapa al autoengaño.
Aparte de multiplicarla en grosor, la dermis la supera en sensaciones. En esta área se localiza el tejido conectivo o social. De ahí que en ella proliferen glándulas laborales y concentraciones elásticas. Acciones nerviosas y vasos sangrientos. Golpes y traumatismos. Todo eso, en síntesis, que somos más al fondo.
En los espesos yacimientos de la hipodermis aguarda otra clase de energías. La reserva del peso de las cosas. La despensa general, con una convicción de abuela de provincias. Ya no hay pose que valga en sus dominios, lo que impera aquí abajo es pura franqueza. Grasa. Vida. Verdad.
Las patologías de la piel conquistan, poro a poro, nuestra predisposición. Van trabajando la susceptibilidad hasta causarnos lesiones autorreferenciales. Ensayos clínicos realizados por los más rigurosos poetas demuestran que la dermatitis es un temperamento; la urticaria, un rubor que no cesa; el herpes, un regreso del fantasma; la psoriasis, una performance de la angustia; el vitíligo, un olvido en expansión; y el acné, una crisis ante el paso del tiempo.
Precisamente el tiempo va imprimiendo, como en código morse, su interés por la piel. Puntos, rayas. Gozos, sustos. Celebramos y tememos esos mensajes. Narramos el argumento de cada marca. Sobrevolamos archipiélagos de lunares. Y a veces, conteniendo el aire, confiamos en la elipsis de alguna extirpación.
Procedería preguntarse si en la piel hay heridas o si, en términos históricos, la piel es una herida en movimiento. Desde la trinchera que separa las batallas del pasado y la supervivencia presente, responden las cicatrices.
Magnitud de la cabeza
Para bien o para mal, aquí empieza y concluye la persona. Sus puntos de partida y sin retorno parecen concentrarse en esta aparatosa corona que desafía el equilibrio de la especie.
El pacto entre cabeza e individuo funciona con implacable reciprocidad. La primera sostiene al segundo, con frecuencia a pesar de sus emociones; y este debe soportar las múltiples cargas de aquella. Tal es el caso de las tradicionales cabezadas, que someten nuestra rectitud a la gravedad del sueño.
La cabeza puede pensarse en bloque, como un pesado todo. O bien como recipiente con ínfulas de contenido, una oquedad en torno al gran secreto. Las reglas de juego cambian cuando agita su sonajero de ideas.
Es también cómplice del trajín like/dislike de nuestro tiempo: se pasa el día asintiendo o negando. Cada uno de estos tics, en apariencia irresistibles, tiene su propia dinámica.
Los síes comprometen a los sótanos occipitales y la vértebra Atlas, que sujeta el mundo mental. No es nada fácil asentir varias veces consecutivas, ya que el trabajo de la cabeza al dejarse caer y enderezarse de nuevo resulta extenuante. El placer de la negativa se nutre en cambio de la inercia, reproduciendo sin esfuerzo los