agitación no hay relato: poco nos dice una cabellera estática. Hace falta verla discurriendo, posicionándose, rectificando. Sus mechones ilustran el monólogo de la espalda y sus puntas matizan la opinión del hombro.
Fuera de su hábitat, un cabello afronta las más absurdas odiseas. Tomemos, por ejemplo, ese de ahí. Se descuelga entre lianas. Se aventura por un precipicio. Ya no es del cuerpo, es del azar. Sus andanzas concluirán en los remolinos del baño o en el puerto de alguna papelera. Aunque quizá, si hay suerte, el pelo polizón se quede agazapado en una esquina, a la espera de una cabeza mejor.
Una vagina propia
Nada tan propio ni tantas veces usurpado. Su etimología la rebaja a mero envoltorio: la vaina del sable, la funda del miembro. La vagina, sin embargo, está llena de sí misma. No es el origen del mundo. Es el futuro del mundo.
Sus dimensiones resultan audazmente equívocas. Exterior e interior se contraponen con radicalidad, una pequeña entrada al refugio de lo inmenso, como si esta estructura de búnker hubiera previsto los asaltos que la aguardaban.
Cada cual varía en longitud, con marcada alternancia larga-breve, a semejanza de las vocales latinas. Las hay casi imperceptibles, un trazo en la arena. Otras proclaman enfáticas su verticalidad. La rendija telón, de bordes curvos, despliega un espectáculo en la noche apropiada.
Los labios articulan los múltiples dialectos del lenguaje vaginal. Las manifestaciones orales y manuales forman parte de su tradición. De acuerdo con las leyes de la armonía, la modulación entre mayores y menores irá en función de las digitaciones que se prefieran. Cuando afloran con desfachatez, hacen cantar a la cresta del gallo. Su sistema de pliegues tiene un mérito de origami.
Una vagina sabe navegar su propio río. Su caudal, fluctuante como la luz, los minutos o el ánimo, responde menos al ciclo lunar que a las intenciones terrenales. El resto de sus aguas se controlan por medio de los baños y demás instituciones que, a diferencia de sus pares masculinos, adiestrados para aliviarse en público, la quisieran sentadita y confinada a la privacidad.
Legumbre genital, proteína del yo misma, el clítoris concentra el quid de la cuestión, el uy de la razón y un poderoso etcétera. Su afinidad formal con la yema del dedo es una de las cumbres de la inteligencia anatómica. Sus rasgos empatan en pluralidad con sus gozos. Consideremos por ejemplo el diminuto clítoris de semilla, capaz de plantarse en cualquier campo semántico. El de perla, ofrecido en lecho bivalvo. O el de lápiz labial, también denominado lipsclit, que asoma bajo la capucha su despampanante sonrisa.
Todo indica que el himen es una membrana relativa, cuya constitución está sujeta a la moral de su tiempo. Perdura, se estira o se rasga según los intereses de sus peritos. Más que preservarlo intacto hasta su entrega al macho correspondiente, la ortodoxia pretende impedir las autoexploraciones. Quienes se orienten solas, al fin y al cabo, prescindirán de guías y guardianes.
Profundizando en nuestra materia, nos topamos con el tronco del útero y sus dos pródigas ramas, de las que pende el nido de los ovarios. Los pájaros que aloja pueden ser hipotéticos, reales, insumisos. Todos hacen bandada: en cada decisión existe vuelo.
El vello reforesta la región del pubis, fenómeno accesorio que, no obstante, cumple un papel legendario en su localización. En ciertas ocasiones, la flora de la cima venusiana adquiere un tenor selvático; en otras se conforma con unos rastrojos girando en el desierto. Sus intentos de domesticación van desde la pelusa hasta la franja, pasando por pirámides de diverso pelaje. El abuso de la jardinería puede desembocar en una decadente asepsia.
Reinventando su familia, la vagina trans brota de la elipsis. Deja lo que era para ser. Halla su identidad al fondo de una alforja donde se funden viaje y destino. Quienes la descalifican por artificial olvidan que no hay nada más natural que la voluntad humana. La sintética belleza de esta vagina se prolonga en sus ecos: ha vivido ambas caras, ha sentido el otro lado.
Amén del género, el orgasmo femenino es frase errada en número. Hablar de los orgasmos se aproxima mejor a su miríada. La controversia en torno al punto G copia las discusiones sobre la utopía; se supone que sabemos más o menos dónde está, pero no qué hacer para alcanzarla.
¿Cuánto de coito tienen las revoluciones y cuánto de masturbación? En el primer caso, se apela a un aliado dispuesto a intervenir, con todos los conflictos e intercambios que ello implica. En el segundo caso, el alboroto empieza por cada ciudadana, sin la cual no hay movimiento que triunfe. Difícilmente estas vías lleguen a la complicidad de dos vaginas que se encuentran, se reconocen y traman juntas el porvenir.
La vagina ha atravesado un parto histórico para gestar su espacio. Desde entonces no cesa de alumbrarse.
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