Rubén Darío

Letras


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Jean Lorrain, no hay entre los mismos franceses un escritor más impregnado de París que Gómez Carrillo.

      Revolviendo nombres y categorías puede observarse: Tourguenieff estuvo siempre en la estepa, Heine en el Walhalla, Wolff y Max Nordau en el ghetto, Eusebio Blasco en Fornos, Moreas en la Morea, la señorita Vacaresco en Rumania, Cantilo y Daireaux en la Argentina, Marinetti en Milán, Bonafoux en España... Carrillo es el meteco más parisiense de París. ¡Pues bien! El mismo Carrillo comienza a reconocer que más de una vez se ha sentido desarraigado en la babilónica metrópoli. Y él no puede quejarse de París, que bien se lo pudo tragar como se tragó a Augusto de Armas y a tantos otros. París le dió su gracia verbal, su versatilidad femenina, su sonrisa y el gusto por el refinamiento de sus placeres. Carrillo vino muy joven. Habitó en el barrio latino en un tiempo en que aún existía la bohemia y se amaba la poesía y el amor buenamente. Apenas si comenzaban a causar su efecto los venenos baudelaireano y verlaineano. Carrillo alcanzó las veladas de «La Plume». Tuvo buenos compañeros. Le halagaron desde entonces; le publicaron en aquella revista su retrato—un Carrillo adolescente y muy medalla romana—y logró una, dos y no sé cuántas Mimís, en la edad más hermosa, con cuerpo y alma de estreno. Con el tiempo evolucionó, con las ventajas y desventajas del medio... No creo que pudiera nunca separarse de París, aunque haya llegado a reconocer más de una de las falsías y engaños de la adorable cortesana que lo hechizó.

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      Acabo de leer un pequeño libro del escritor dominicano Tulio M. Cestero. En estas páginas hay una sensación de París, expresada en un diálogo de transparente fondo psicológico. El autor expresa el encanto, el embrujamiento parisiense en el espíritu hispanoamericano, y el peligro del torbellino que atrae. No sé que haya permanecido largo tiempo en la ciudad luminosa. Lo que sí sé es que ha peleado ruda y bravamente en las revoluciones de su país, que es, entre los de la América revolucionaria, el país de las revoluciones. «Hemos hecho la guerra, dice, desde los días del descubrimiento. En el alma nacional lidian la tristeza del indio, el dolor del negro esclavo y la nostalgia del español aventurero, terrible herencia de odios que nos ha hecho un pueblo triste y levantisco.» Ha descrito, en prosa orgullosa y gallarda, escenas de las luchas arduas en que ha tomado parte. Deja ver ingenuidades de roca nativa, y en ellas el más puro oro cordial y diamantes generosos. Aun perfumada el alma del soplo de las patrias selvas, llega a Lutecia. Está en el bulevar. Párrafos del diálogo que he citado nos darán la impresión que buscamos:

      «Marcelo.—El bulevar... ¿Has leído la reciente novela del corrosivo ironista La Jeunesse? Cuántos pensamientos en nuestras tierras de América se orientan hacia esta congestionada arteria donde el placer y el dolor forman una ola impetuosa. Venir a París, trotar por el bulevar, es la aspiración tenazmente perseguida de los intelectuales, políticos, mercaderes y mundanos de nuestras tierras calientes. Y casi tienen razón. Es única esta vía que encierra un mundo en algunos metros; ni Picadilly, de Londres, ni Unter den Linden, de Berlín, ni Broadway, de Nueva York, producen esta impresión de onda que acaricia y flagela al mismo tiempo; es una corriente que arrastra. Sí, pero es un río formado por los apetitos, las ambiciones, los dolores, las alegrías en delirio que bajan rugientes de Montmartre, de Batignolles, del barrio latino, de más lejos aún, de los cuatro puntos cardinales del globo, y en confluencia forman esta corriente que parece mansa y es pérfida, poderosa, cuyos remansos son las terrazas de los cafés. ¡Qué gloria enfrenarla y domarla; pero qué energías formidables se necesitan! Sondear su fondo me marea, y las bascas amargan mis labios.

      Andrés.—Por el contrario, yo siento una sensación de fuerzas nuevas, alegres, un vehemente anhelo de conquistar el aplauso de esos hombres y el amor de esas mujeres; de erigirme un pedestal con las cabezas erguidas bajo las plumas o las sedas de los sombreros caros, y me digo cada vez: «París, tú serás mío».

      Marcelo.—Ilusión.

      Andrés.—París es inconquistable, indomable; olvida en la noche sus amores del alba. Es inútil empeño querer aprisionar el agua en el puño. Es en las tierras de América, que nuestros padres han regado con sangre, donde hemos de realizar la acción de nuestros sueños. A París viene todo el oro de nuestras minas, en monedas y en pensamientos; y a los que llegan fuertes, jóvenes, sanos, con la primavera en el alma, París los devuelve enfermos, viejos, rotos. Café de la Paix, Americain, Maxim’s, cocotas, sombreros, sonrisas, grupas. Marcelo ha de sentir el influjo, la atracción, y después de una noche blanca, después de una borrachera, ha de exclamar al ir en el frío de una madrugada parisiense: «Me envuelve la ola, me desarraiga, me arrastra, en el torrente, voy aguas abajo... Este cielo es un trapo sucio y no hay sol, no hay sol... el sol». Ciertamente, en París no sólo hay grupas y sonrisas de venta, y cafés alegres. Mas, entre todos los que vienen, nadie prefiere Madame Curie a Mademoiselle Liane de Pougy. Y París, sobre todo, es mujer. Es la hembra. Y Cestero se va al Congreso de La Haya y luego partirá para Santo Domingo, a pelear quizá con los revolucionarios. Pero donde, por dentro y por fuera, tendrá el sol. Su sol.

VIDA DE LAS ABEJAS

       Índice

      

ESPUÉS de haber publicado Maurice Maeterlinck su «Vida de las abejas», vió que su libro era bueno. El público y el editor fueron de su misma opinión. Así el autor prosigue en sus incursiones de poeta y de filósofo en el reino de la naturaleza. El libro sobre las flores, como el conocido sobre las abejas, está libre de toda pedantería científica. El autor declara al comenzar: «Quiero simplemente recordar aquí algunos hechos conocidos de todos los botanistas. No he hecho ningún descubrimiento, y mi modesta contribución se reduce a algunas observaciones elementales. Claro está que no tengo la intención de pasar en revista todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas. Esas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores, en las cuales se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu.» En todo naturalista diríase que hay algo de poeta. Y todo poeta encuentra motivos de meditación y de emoción en las mil formas en que se manifiesta la voluntad de vida sobre la tierra. Dos autores que fueron de los primeros en la dirección del movimiento simbolista en Francia, dos antiguos idealistas, son los que hoy producen estas obras de un género nuevo en que se junta la observación científica y la literatura: Maeterlinck y Remy de Gourmont. Con la diferencia de que el primero ha permanecido fiel al misterio, al más allá, y el segundo ha evolucionado hacia una concepción absolutamente materialista del universo. Pero ambos son escritores de su tiempo, y la «Física del amor» debe complacer a quien escribió la monografía sobre las abejas, y estas páginas excelentes sobre las flores.

      Ignoro si tuvo ocasión antes de morir, el lamentado André Theuriet, de conocer el volumen en que me ocupo. Tan sincero y apasionado «forestier» habría gozado de todo corazón con ver tratada tan sutil y delicadamente lo que llamaríamos el alma de esas cosas tan amables y tan encantadoras que representan como la gracia femenina en el mundo de las plantas. Las flores aman, las flores tienen designios, las flores luchan y vencen en contra de las disposiciones del destino. Uno rememora las concepciones de Ovidio; y se llega a imaginar que algo que se relaciona con lo humano obra en la planta después de misteriosas y extraordinarias metamorfosis.

      En el poema latino Dafne se transforma en laurel, Siringa en caña, Narciso en flor de su nombre, Driope en loto, Jacinto en flor, Mirra en árbol, Adonis en anémona, las Ménades en árboles, Ayax en jacinto, Apolo en olivo. ¿Quién no ha visto, con la ayuda del pensamiento y de la imaginación, gestos y ademanes en los árboles, coquetería, o modestia, o lujuria, o voluptuosidad, u orgullo en el imperio floral? El buen sentido de las naciones ha hecho muy justas denominaciones simbólicas, y el sencillo y antiguo «Lenguaje de las flores» contiene una crecida cantidad de correspondencias, como diría un swedenborguiano. Es el mismo Swedenborg quien dice esto: «El