ser un príncipe destronado, un periodista, un hombre de negocios, un anarquista. Unos le buscan por asuntos de bombos y otros por asuntos de bombas... Tal su ministerio.
Tiene larga fama. Hay quienes en Río Janeiro, o en Tánger, leen tales o cuales diarios por el artículo de Bonafoux. Y lleva la carga de su talento, con talento. Y la cinta de la Legión de Honor, con honor.
Et je danse dans l’herbe avec des pieds fourchus.
Pero por otro lado de su genealogía, la sangre que corría en sus venas era bien gala: descendía de Rabelais por Panurgo. Tenía de él la risa estallante, el don de las bromas enormes, la pasión de las aventuras y la alegre imprevisión. Debo agregar que no era todo lo que esa naturaleza valiente y leal había tomado al compañero bastante cobarde y bastante perverso de Pantagruel, de Epistemón y de frère Jean des Entommeures. Cómo, con ese doble origen, nació hijo de gendarme en su muy prosáico cheflieu de cantón de l’Eure, es lo que sería difícil de explicar. Sabéis que, como el mundo contemporáneo no tiene lugar para los seres fantásticos de antes, él se encontró arrojado en la existencia azarosa de los personajes de la novela cómica de Scarron: cómico errante como Destin o La Rancune; yendo de escena de provincia a escena de provincia; tan detestable actor por otra parte (no lo ocultaba él mismo) como excelente poeta».
Hugólatra, discípulo de Banville, compañero de Baudelaire, de Mendès, de los jóvenes poetas que hoy peinan canas o duermen en la tumba, Glatigny vivió en un tiempo de entusiasmo que hoy nos parece tan lejano, y exprimió el jugo de sus «viñas locas» y lanzó, lleno de un fuego apolíneo, sus «flechas de oro». No pensó nunca en el mañana. Le persiguió naturalmente la miseria; le abrumó la vida de café; le engañaron los colegas, las mujeres, el éxito, las máscaras: la Gloria, ella no, no le olvidó.
Glatigny es uno de tantos Don Quijotes como vagan por el mundo. Solamente, en el drama funambulesco de Mendès muere sin recobrar la cordura. Su Dulcinea, sus visiones, hechas de fantasía y deseo, le acompañan en la agonía, y, seguramente, aunque sin confesión y sin buen sentido, se va a la mortal sombra misteriosa, más feliz. Se va para siempre en su postrer «salida».
*
* *
He aquí el drama: En un pequeño pueblo normando vive Glatigny, con su padre, un simple gendarme. El poeta, que como ya sabéis, si tiene en el alma una estrella, esa estrella está encerrada en el cuerpo de un sátiro, que danza sobre la hierba con sus pies hendidos, el poeta está en vagos amoríos con la empleada del correo, Emma, pobre mujer que está ciertamente enamorada del fantástico joven, y que, mayor que él, le quiere casi maternalmente. Una compañía de cómicos de la legua pasa por el pueblo. Están sin un cuarto y quieren irse sin pagar el hospedaje. Así, de noche, comienzan a poner en práctica la fuga. Entre ellos hay una guapa mocetona, Lizane, querida de uno de los cómicos, Fassin—pues hay allí tres de los que figuran en las Odas funambulescas de Banville: Neraut, Fassin y Grédelu. En momentos en que Lizane ha saltado por una ventana a la calle, medio vestida, Glatigny sale de casa de Emma; al ruido se esconde Lizane en un boscaje próximo. Glatigny la divisa y corre hacia ella. El sátiro y la ninfa. Palabras, audacias, versos lindos. Glatigny se enamora y, con anuencia de Lizane, que le ha contado la vida de los poetas de París que ella conoce, allá en el café—¡sueños de Glatigny!—se va con los de la farándula a la capital, no sin antes pagar, con dinero que le ha dado la misma Lizane, la cuenta del hotelero; y halagado por la canción que es como la Marsellesa de sus ensueños:
Avec nous l’on chante et l’on aime!
Nous sommes frères des oiseaux.
Croissez, grands lys! chantez, ruisseaux!
Et vive la sainte Bohème!
Y en el pueblecito queda la triste Emma, que ha hecho todo lo posible con sus súplicas para que la voluptuosa cómica errante le deje a su amado.
En el acto segundo Glatigny está ya en París, y en casa de Émile de Girardin que está para ser nombrado ministro, y cuya secretaría va a solicitar el bohemio. Mal vestido, pero ya con cierta fama y con un tupé colosal, comienza en la antesala del periodista famoso y rico por comerse los bizcochos y beberse el oporto de los visitantes.
Entra en esto Mme. d’Elfe, una embajadora—la célebre princesa de Meternich, que aún vive en Viena—llena de elegancia y de gracias. Viene a politiquear, intrigante y buena amiga de Napoleón III, con Girardin. Diálogo lleno de curiosas cosas, entre poeta y embajadora. Ella queda sorprendida y contenta de las ocurrencias y galanterías del flaco y lírico tipo, que le confía su calidad de poeta y de actor y que incontinenti le hace unos versos, que escribe en un precioso carnet de la princesa. Ésta arranca la hoja escrita, y ofrece el carnet a Glatigny, que rehusa el regalo. El carnet está cubierto de piedras preciosas. En cambio pide la rosa roja que adorna el tocado de la alta dama; la cual accede, pero viendo que el galante hombre va a besar la flor, le dice orgullosamente:
...Pourtant quelque jour de peine plus étrange
Et moins fière, s’il vous plaisait de faire l’echange,
N’hésitez pas. N’importe quand, et n’importe où,
Renvoyez moi la fleur, vous aurez le bijou.
...Je ne crois pas vous la rendre jamais!
exclama Glatigny. Y envuelve la rosa en un autógrafo de Banville que él guarda preciosamente. La conversación sigue hasta la llegada de Girardin, al cual pide la princesa que modifique un artículo que está ya en prensa. El diarista accede, manda suspender la tirada y busca a su secretario, que ha partido; la princesa le recomienda a Glatigny, que empieza al instante sus funciones... que abandonará pronto por voluntad propia. Sale Girardin. Y entra Lizane, que había quedado fuera esperando al poeta. Conversación agitada. Lizane manifiesta que, una vez más, quiere dejarle, e ir a probar fortuna en calidad de cocota.
—¿Ah? ríe Glatigny.
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