Aníbal Malvar

Lucero


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colilla al suelo después de haber fulminado con el gesto al revientahuelgas. Una mancha blanca en medio del camino le hace entrecerrar los ojos. Levanta una mano y silba. En un instante, los cuatro revientahuelgas han colocado sus monturas junto a él. A medida que se acercan, distinguen las siluetas de tres hombres apostados en el centro del camino. Unos metros más adelante, comprueban que esos tres hombres sujetan tres escopetas a media asta apuntando en su dirección. Los jienenses quitan los seguros de sus fusiles con cuatro veloces clics.

      —Apartaos –ordena Trescastro.

      Los tres hombres permanecen inmóviles.

      —Esa patata no se va a Alemania, diputado –grita Olmo–. Esa patata se queda con nuestros hijos y nuestras mujeres.

      —Cabrones –mastica Manuel.

      —Llevo prisa, alpargateros. No voy a contar hasta tres.

      —No creo que sepas contar, hijo de puta –sonríe Olmo.

      —Vamos a seguir adelante. Bajad las escopetas. No os lo digo más.

      Olmo sonríe. Manuel tuerce la cara un instante hacia su amigo y también sonríe. El tardo Donato no ha dejado de sonreír todo este tiempo.

      —Que te jodan, diputado –grita Olmo.

      —Cabrones –grita Manuel.

      El gesto de Trescastro es imperceptible y en menos de un segundo los fusiles de Jaén ya han escupido todo el fuego.

      Don Federico oye el eco de los disparos repetirse en las montañas de la sierra de Huétor. Suelta el carro y salta a la Zaína sin esperar a sus hombres. Al galope, libra los dos kilómetros que lo separan de la caravana y se acerca al proscenio inverso que forman las monturas de Trescastro y los cuatro jienenses. Cuando ve los tres cuerpos abatidos en la cuneta, saca la fusta, encabriola a la Zaína y cruza la cara de Trescastro. Pero no tiene tiempo a asestar el segundo golpe. Uno de los jienenses lo derriba del caballo golpeándole el costado con la culata. Cuando don Federico se levanta, las cuatro armas le apuntan. Trescastro las manda bajar con un gesto apaciguador.

      —No tuvimos más remedio, don Federico. Nos amenazaron.

      —Hijo de puta –hace ademán de volver a arrojarse contra el diputado, pero los caballos de los rompehuelgas le cierran el camino.

      Don Federico solloza. Se inclina ante los cuerpos de los tres hombres. Donato está muerto, con una extraña sonrisa bobalicona cruzándole, oblicua, el rostro. Manuel no tiene cara ni sonrisa. Olmo lleva la camisa blanca hecha un dos de mayo, pero aún respira.

      —Aún no estoy muerto, hijo de puta...

      —Tranquilo, tranquilo...

      —Remátame, hijo de puta –consigue decir mientras la sangre ya borbotea en sus labios–. Remátame, por tus hijos.

      El ruido de los carros bajando al apeadero impide a don Federico escuchar el último aliento del bracero. Se queda allí, junto a él, mirando su cara como si de repente hubiera comprendido las guerras. Sube a la Zaína y monta su escopeta. Cabalga siguiendo las huellas de la reata hasta que llega al apeadero abandonado. Los hombres ya casi han terminado de cargar los fardos en los vagones que Ratón, el factor, ha enganchado vacíos. Los sicarios jienenses no le quitan la vista de encima cuando se acerca a Trescastro. El tren, lentamente, se pone en marcha y se aleja inspirando y espirando, inspirando y espirando, cada vez más rápido, como un ser vivo. Trescastro está contando dinero. Mucho dinero. Acerca su caballo a la jaca de don Federico y le extiende el fajo guardando la distancia. Don Federico lo coge sin dejar de mirarle.

      —Que no te vea esa ropa tu mujer –se atreve a decirle–. Te has manchado de sangre.

      Don Federico baja la mirada y comprueba que es cierto: su ropa está manchada con la sangre de Olmo.

      —Nosotros nos vamos –dice Trescastro–. La Guardia Civil tiene que haber oído el tiroteo y no tardará en aparecer.

      Don Federico, desde su jaca, observa a la reata regresar camino arriba. Se descuelga la escopeta del hombro. Quita el seguro. Levanta el arma y apunta a la espalda de Trescastro. Permanece en postura de tiro hasta que la procesión de sombras se pierde tras un cerro. Sólo entonces la baja, vencida. La luna, en el cielo limpio, está llena y roja, y don Federico, aunque intenta evitarlo con todas sus fuerzas, rompe a llorar.

      ***

      Lucero odia los caballos pero ama las bicicletas. «Es porque me da miedo la velocidad. La bicicleta no corre. El que corre es el aire», escribió una vez en un cuaderno olvidado. Ahora pedalea por el fresnedal con el diminuto violín, dentro de su funda de piel de oveja, al hombro. Va deprisa. El cielo de la Vega se ha vestido uniforme de tormenta y, si empieza a caer agua, va a tener que volverse a pie hasta Asquerosa. Cuando divisa la casopa, construida en el claro tras un corredor sinuoso de robles, decelera la marcha. La chabola, pequeña como la de un peón caminero, es blanca y limpia por fuera, y Olmo ha colocado un tablón sobre dos troncos en la fachada, para sentarse con su mujer y su hijo a la fresca, como los señoritos. El niño Ricardo levanta la vista cuando percibe las ruedas de la bicicleta aplastando hojas húmedas.

      —¡Lucero! ¡Mamá, viene el Lucero!

      En el claro, Lucero se pone a hacer el payaso sobre dos ruedas. Gira enloquecido y cantando música de circo, levantando un pie, después el otro, pedaleando con las manos al aire, se va a caer, engurruñándose en sí mismo sobre el sillín. Aurora ha salido a la puerta y, con sonrisa escéptica, observa el espectáculo al lado de su hijo. Lucero salta de la bicicleta y hace una reverencia antes de acercarse a ellos.

      —Buenos días, Aurora. Bienvenido sea yo, don Ricardo.

      —¡Bienvenido! –grita el niño, que había olvidado aplicar a gusto del Lucero las lecciones de urbanidad de doña Vicenta.

      —Vamos a ver. ¿Ha crecido ya ese brazo?

      El niño se levanta la manga y acerca la mano izquierda hasta casi tocar la cara inclinada del Lucero.

      —Vaya, parece que no. Pero no hay problema. Mira. Esta misma noche han menguado los violines. Y ahora sólo podrán tocar en el Corpus Chico los violinistas de brazo corto.

      El Lucero ha sacado el violín de su funda y se lo ofrece a dos manos a Ricardo, pero el niño está tan fascinado que no se atreve a cogerlo.

      —Venga, cógelo.

      —¿Y esto para qué es?

      —Esto es el arco. ¿Te gusta?

      El niño se lleva el violín hasta el banco, se sienta y lo mira reconcentrado, como intentando comprenderlo.

      —No tenía que haber hecho esto –le dice Aurora–. La música es para ustedes, no para nosotros, señorito.

      Aurora es menuda y bonita, no demasiado bonita, pero tiene un aura triste que la embellece. Sus cejas espesas no la virilizan, al revés, la sobrecargan de una sensualidad excesiva y casi perversa, endemoniando un poco sus ojos pardos y dulcísimos, como si cejas y ojos escenificaran bajo su frente una lucha continua entre el bien y el mal. Lucero ha enseñado a Ricardo cómo sujetar el violín, y el niño, con el horrible rasgueo, ofende a todos los pájaros del claro, que se alejan, sin despedirse, sobrevolando el robledal.

      —¿Y tu hombre? –pregunta Lucero.

      —No ha vuelto a casa desde ayer. Siempre que se junta con esos amigos revolucionarios, acaban tirados en los bancales con las botas de vino de almohada y, de techo, el estrellar.

      De vuelta a Asquerosa, el Lucero se encuentra a Frasquito, Concha e Isabelita desayunando, mientras su madre organiza el trajín diario de las domésticas.

      —¿Y padre? –se asombra Lucero.

      —Durmiendo aún –sonríe Vicenta.

      —No puede ser.

      —¿Se estará haciendo viejo, por fin? –bromea Frasquito.

      —No caerá esa breva –sentencia Vicenta–. Voy