Aníbal Malvar

Lucero


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hermosas durante un rato, pero se ponen asquerosas en cuanto un hombre pisa encima.

      Don Federico García cruza, sin verlos, ante la cristalera del café. Su andar dificultoso va dejando a sus espaldas un reguero de pisadas sucias sobre la nieve. La mano sobre el sombrero para que no se le vuele y un rictus desagradable en la boca. Ha declinado maleducadamente la invitación de sus comilitones liberales a mojar con unos tragos el final de un pleno tenso y agrio. Vicenta me está esperando, ha mentido.

      En el portal de su casa, se limpia de nieve el sombrero, las botas y el gabán antes de subir de dos en dos y pisando fuerte los escalones de madera que conducen al piso. Al hacer girar la llave, le inunda de repente una marea de voces infantiles excitadas y gritonas. Isabelita entra a la carrera en el recibidor con los ojos muy abiertos y cara de susto.

      —¡Papá, papá! ¡Ha sucedido una cosa horrorosa! –silabea con su pronunciación exquisita de niña cursi–. ¡Los Reyes se han equivocado y han traído los regalos a los pobres un día antes!

      Don Federico se agacha y acalla el grito de la niña colocándole el dedo índice sobre los labios.

      —¡No! ¡No me voy a callar! ¡Odio a los pobres! ¡Yo también quiero mis regalos hoy!

      —¡Tatabel! ¡Cállate!

      Vicenta está enmarcada en la puerta del recibidor. Las voces de los niños, en el salón, se han acallado con los gritos de Isabelita, a quien llaman Tatabel para que se calme. La madre coge de la mano a su hija tras pronunciar un hola casi inaudible dirigido a su marido y vuelve a entrar. Don Federico se queda apoyado en la jamba. Una decena de niños sentados en la alfombra observan sus jerseis nuevos, sus bufandas nuevas, sus botas relucientes, sus guantes gruesos de piel. Los Reyes Magos han tenido buen ojo al predecir el mal invierno que van a tener los alumnos de Vicenta.

      —Pide perdón, Isabelita –ordena la maestra.

      —Perdón.

      —Mirándoles a los ojos.

      —Perdón.

      Ricardo Rodríguez Jiménez ya tiene once años, se levanta ágilmente de la alfombra y se acerca a don Federico. Extiende su brazo atrofiado hacia él antes de hablar.

      —¿Se acuerda de mí, don Federico?

      —Claro que me acuerdo –se agacha–. ¿Cómo estás?

      —Me han traído unas botas de piel de… ¡de piel de elefante! ¡Para aplastar la cabeza de los hombres malos!

      Vicenta se ha acercado a la espalda del niño y lo empuja de los hombros para alejarlo de su marido.

      —No hay que aplastarle la cabeza a nadie –sonríe tristemente Vicenta–. A los hombres malos hay que enseñarlos a ser buenos, y ya está.

      —Bueno, felicidades a todos –se esfuerza en decir don Federico mientras cruza el salón, sorteando envoltorios, hacia el interior de la casa.

      —Gracias, don Federico –entona el coro de niños.

      Mientras sube las escaleras hacia el altillo, vuelve a percibir las voces del jolgorio infantil. Entra en su habitación y se cierra con llave. Coge una botella y una copa del escritorio y las traslada a la mesilla antes de dejarse caer, con las botas aún puestas, sobre la cama. Se sirve y bebe. Su mirada va de la ventana, que proyecta los tejados nevados de Granada, a su guitarra apoyada en un rincón. Está sucia de polvo y le falta un bordón desde hace ya más de un año. Apura la copa, se sirve de nuevo y vuelve a beber. A veces, el viento del exterior se cuela por las rendijas y golpea la puerta como si alguien llamara. Pero no llama nadie.

      ***

      El primero de mayo de 1918, las autoridades granadinas acuerdan enviar un enorme cargamento de flores a Madrid para celebrar el Día del Sainete. No hay patata en Granada por culpa de los contrabandistas, y el hambre continúa encanijando niños y matándolos. Pero no faltan, nunca en Granada, las flores. Y menos para el Día del Sainete, irremplazable fiesta nacional.

      —Granada, flor del sainete –retumba la voz ebria del periodista Carnero en El Rinconcillo del Café Alameda.

      —Pues a mí no me parece mal. Un cargamento de flores cruzando España. A Isidoro Capdepón le gustaría –dice Emilia Llanos, la única mujer que disfruta del discutible honor de sentarse en El Rinconcillo.

      —Ya os advertí de que no aceptarais a Emilia –interviene el Lucero–. Las mujeres son improbables o imposibles. O las dos cosas, como Emilia –apostilla.

      —Ha escrito un libro el Lucero

       pagado por su papá.

       La niña lo va a comprar,

       pues vale a la izquierda un cero.

      Todos, menos Lucero y Paquito Soriano, aplauden el recitado de Emilia.

      —Dejad tranquilo a la mierda del chaval –ordena el gigante desde la autoridad negra de su chaqué–. Es cierto que Impresiones y paisajes es una cagada. Pero, para que nazcan las flores, antes hay que fertilizar la tierra con pestilentes abonos.

      —Coño, gracias –se finge molesto el Lucero–. ¡Navarrico! –lla­ma al camarero–. ¡Un vodka doble con aceituna para olvidar!

      —Pobrecito –le acaricia la mejilla Emilia Llanos inclinando su estilizada sexualidad sobre él.

      Según el clamor popular, primordialmente masculino, Emilia Llanos es la mujer más bella de Granada. Pelo arrubiado, caído sobre los hombros en ondas melancólicas, cuerpo delgado agredido por dos tetas pugnaces y un culo rotundo, ropa siempre vaporosa envolviéndola como si fuera vestida de cirros, cúmulos, nimbos y estratos. Las mujeres decentes de Granada la apodan La Moderna, queriendo significarla puta.

      —Emilia, cásate conmigo –declama Maroto por el micrófono de su martini–. Prometo hacerte eternamente infeliz.

      —Qué proposición más tentadora para una granadina… Pero no me atraen los hombres guapos, Maroto. Os miráis tanto en los espejos que os distraéis de adorarnos a nosotras todo el rato.

      —Romperé por ti todos los espejos.

      —Bárbaro. Blasfemo –le arroja una aceituna a la frente–. En­ton­ces me privarás del sagrado placer de admirarme a mí misma.

      —Ay, quién fuera mujer para poder tener esa arrogancia –se lamenta Carrillo La Loca.

      —Algún día te arrepentirás de no haber sido hombre, como Boabdil –apunta Gregorio Montesinos.

      —Ya salió el hijo tonto del banquero recitando la Historia imperial –le replica su hermano Manuel, futuro alcalde rinconcillista de Granada, golpeándolo cariñosamente en el hombro.

      —Así se habla, futuro alcalde. Expulsemos otra vez a los cristianos –Paquito Soriano yergue de la silla su estatura interminable y se dirige con mirada feroz hacia Gregorio Monte­sinos.

      Ayudado por el resto de rinconcillistas, alzan en volandas al joven Gregorio y atraviesan el Alameda hasta la puerta de salida, para relativo asombro de las gentes biempensantes.

      —¡Resurja la Granada nazarí! ¡Polvo y olvido a los cristianos!

      Arrojan a Gregorio Montesinos, sin contemplaciones, al centro de la plaza del Campillo, en la que, por suerte para el hijo tonto del banquero, nadie ha sugerido nunca construir una fuente, y regresan con normalidad burocrática a sus asientos tras el tablao del quinteto de cuerda y piano, que hoy alienta por Beethoven.

      —Cabrones –les insulta el sonriente Gregorio mientras se recompone el traje y el peinado antes de sentarse de nuevo junto a su hermano Manuel.

      —Los arqueros de Lord Scale no volverán a pinchar las nalgas de Granada –le dice Carrillo La Loca a Gregorio–. Por mucho que las nalgas de Granada andemos siempre inquietas. ¿Verdad, Emilia?

      —Yo no sé nada de nalgas ni de arqueros, Carrillo. Ni siquiera Cupido me ha sido presentado.

      —Después