Daniel Goleman

Inteligencia social


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ha experimentado un considerable declive. Mientras en los años setenta dos terceras partes de los estadounidenses asistían de manera regular a reuniones de organizaciones a las que estaban formalmente afiliados, esa tasa cayó espectacularmente en los noventa hasta una tercera parte. Todos estos datos reflejan, en opinión de Putnam, un considerable debilitamiento, en nuestra sociedad, de las relaciones interpersonales.7 Desde entonces ha brotado por doquier (desde 8.000 en los años cincuenta hasta 20.000 a finales de los noventa)8 un nuevo tipo de organización que, a diferencia de lo que ocurría en las antiguas (con sus reuniones cara a cara y un tejido social cada vez más tupido), mantiene a distancia a sus miembros, ya que la pertenencia gira en torno al correo electrónico o postal y su principal actividad no consiste en reunirse, sino en enviar dinero.

      Ignoramos los efectos de la conexión y desconexión provocada por las alternativas que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Pero todos estos rasgos indican un progresivo debilitamiento de las oportunidades de conexión. El avance inexorable de la tecnología es tan insidioso que nadie ha calculado todavía sus costes emocionales y sociales.

       EL AUMENTO DE LA DESCONEXIÓN

      Escuchemos las quejas de Rosie García, que trabaja atendiendo el mostrador del Hot & Crusty de la Estación Central de Nueva York, una de las panaderías más atareadas de todo el mundo. Es tal la muchedumbre que a diario pasa por la estación que, duran- te la jornada laboral, siempre hay largas colas de clientes aguardando su turno.

      Son muchos, dice Rosie, los clientes que parecen estar completamente abstraídos, con la mirada extraviada y sin responder cuando les pregunta: «¿En qué puedo servirle?».

      –¿En qué puedo servirle? –repite entonces–. Pero siguen silenciosos, mirando hacia ninguna parte.

      –Cada vez son más –dice– las personas que sólo prestan atención cuando les grito.9

      Pero no es que los clientes de Rosie sean especialmente sordos, sino que sus oídos están taponados por los dos pequeños auriculares de un iPod. Están enfrascados y perdidos en alguna de las melodías de su lista de reproducción personalizada, desconectados de todo lo que ocurre a su alrededor y, lo que es más importante, desconectados también de las personas que les rodean.

      Mucho antes del iPod, del walkman y del teléfono móvil, obviamente, también había gente que iba de un lado a otro ajena al ajetreo de la vida. Este proceso se inició con el automóvil, que es una forma de atravesar un espacio público aislado dentro de un vehículo acristalado de una media tonelada aproximada de acero arrullado por el sonido de la radio. Las formas de viajar antes de que el automóvil se convirtiera en un lugar común, sin embargo –desde ir caminando, a caballo o en una carreta tirada por bueyes–, obligaban a los viajeros a mantener un estrecho contacto con el mundo que les rodeaba.

      El caparazón creado por los auriculares intensifica el aislamiento social, una desconexión que proporciona la justificación perfecta no sólo para no reconocer a los demás como seres humanos, sino para no advertir siquiera su presencia y tratarlos como meros objetos. La vida de peatón brinda, al menos, la oportunidad de saludar a la persona con la que acabamos de cruzarnos, o de pasar unos minutos charlando con un amigo, pero el que está conectado a un iPod puede ignorar fácilmente a los demás y pasar junto a ellos sin tan sólo mirarles.

      Desde la perspectiva del que está escuchando música, sin embargo, él no está desconectado, sino relacionándose con el cantante, el grupo o la orquesta que esté escuchando y su corazón late al mismo ritmo que el suyo. Pero lo cierto es que esos “otros” virtuales nada tienen que ver con los seres humanos que caminan un paso o dos por delante y hacia los cuales el arrobado oyente muestra la mayor de las indiferencias. En la medida en que la tecnología se apodera de la atención de las personas y la desvía hacia una realidad virtual, ésta acaba insensibilizándolas, con lo que el autismo social acaba convirtiéndose en una más de las imprevistas consecuencias de la invasión permanente de la tecnología en nuestra vida cotidiana.

      Este avance en la capacidad tecnológica de conexión es el que permite que, aun estando de vacaciones, sigamos viéndonos asediados por el trabajo. Una reciente encuesta ha puesto de manifiesto que el 34% de los trabajadores de nuestro país se hallan tan conectados con su oficina que vuelven de sus vacaciones tan estresados –o incluso más– como cuando las empezaron.10 El correo electrónico y el teléfono móvil ignoran las fronteras que separan la vida laboral de la vida familiar y privada, requieren nuestra presencia y nos arrastran a atender el correo electrónico en cualquier momento, independientemente de que nos hallemos en plena excursión campestre, jugando con nuestros hijos o descansando.

      Pero los niños tampoco suelen advertir esta ausencia, porque están igualmente obsesionados por su propio correo electrónico, algún juego en red o viendo la televisión en su dormitorio. Un informe francés de una encuesta mundial realizada en setenta y dos países ha revelado que, en 2004, las personas pasaban diariamente un promedio de 3 horas y 39 minutos viendo la televisión; Japón ocupaba, en ese estudio, el primer lugar con 4 horas y 25 minutos, seguido de cerca por Estados Unidos.11

      «La televisión –advirtió el poeta T.S. Eliot, en 1963, cuando el nuevo medio estaba difundiéndose en todos los hogares– permite que millones de personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos.»

      Internet y el correo electrónico tienen el mismo impacto. Una encuesta realizada en nuestro país sobre una muestra de 4.830 personas ha puesto de manifiesto que son ya muchos los casos en los que Internet ha desplazado a la televisión como forma favorita de pasar el tiempo libre. Y la consecuencia directa de todo ello es que, por cada hora que la gente pasa en Internet, el contacto personal con amigos, colegas y familia disminuyó 24 minutos. Como dice Norman Nie, director del Stanford Institute for the Quantitative Study of Society y especialista en estudios sobre Internet: «Nadie puede recibir un abrazo o un beso a través de Internet».12

       LA NEUROCIENCIA SOCIAL

      Este libro desvela hallazgos muy reveladores sobre el nuevo campo de la neurociencia social. Cuando emprendí la investigación necesaria para escribirlo, desconocía la existencia de este campo, pero no tardaron en llamarme la atención un artículo aquí y una noticia allá señalando la existencia de una comprensión científica más exacta de la dinámica neuronal que subyace a las relaciones humanas:

       A diferencia de lo que ocurre en las demás especies, en el cerebro humano se ha descubierto una gran abundancia de una nueva clase de neuronas, las llamadas células fusiformes, que funcionan con mayor rapidez que las demás y operan cuando nos vemos obligados a tomar decisiones sociales repentinas.

       También se ha descubierto recientemente la existencia de una variedad diferente de neuronas cerebrales, las “neuronas espejo”, que registran el movimiento que otra persona está a punto de hacer y sus sentimientos y nos predisponen instantáneamente a imitar ese movimiento y, en consecuencia, a sentir lo mismo.

       Cuando los ojos de una mujer atractiva miran directamente a un hombre al que encuentran atractivo, el cerebro de éste segrega dopamina, un inductor de placer, cosa que no sucede cuando mira en otra dirección.

      Cada uno de esos descubrimientos nos proporciona una instantánea del funcionamiento de lo que ha terminado denominándose “cerebro social”, es decir, de los circuitos neuronales que operan mientras estamos relacionándonos. Ninguno de ellos, aisladamente considerado, nos cuenta la historia completa pero cuando los contemplamos en conjunto, esbozan el perfil distintivo de una nueva disciplina.

      Poco después de enterarme de esos descubrimientos conocí el hilo que los conecta cuando casualmente me enteré de que, en 2003, se había celebrado en Suecia un congreso científico sobre “neurociencia social”.

      Buscando los orígenes de la expresión “neurociencia social” descubrí que habían empezado a usarlo en los años noventa los psicólogos John Cacioppo