sin esfuerzo alguno por debajo del umbral de la conciencia. La mayor parte de lo que hacemos parece hallarse bajo el control de grandes redes neuronales que operan a través de la “vía inferior”, algo que resulta muy patente en el caso de nuestra vida afectiva. A ese sistema, precisamente, debemos la posibilidad de sentirnos cautivados por un rostro atractivo o de registrar el tono irónico de un comentario.
La “vía superior”, por su parte, discurre a través de sistemas neuronales que operan más lenta, deliberada y sistemáticamente. Gracias a ella podemos ser conscientes de lo que está ocurriendo y disponemos de cierto control sobre nuestra vida interna, que se halla fuera del alcance de la vía inferior. Así, por ejemplo, la vía superior se moviliza cuando pensamos cuidadosamente en el modo más adecuado de acercarnos a una persona que nos resulta atractiva, o cuando tratamos de encontrar una respuesta ingeniosa a un comentario sarcástico.
Hay quienes califican las vías inferior y superior como vía “húmeda” (o cargada de emoción) y vía “seca” (o serenamente racional), respectivamente.8 La vía inferior opera con sentimientos, mientras que la superior lo hace considerando con más detenimiento lo que está ocurriendo. La vía inferior nos permite sentir de inmediato lo que siente otra persona, mientras que la superior nos ayuda a pensar en lo que estamos sintiendo. Toda nuestra vida social gira, habitualmente de modo muy sutil, en torno a la interacción entre estas dos modalidades de procesamiento.9
La vía inferior explica que una emoción pueda transmitirse silenciosamente de una persona a otra sin que nadie se ocupe de manera consciente de ello. Simplificando mucho las cosas, podríamos decir que la vía inferior discurre por circuitos neuro-nales que pasan por la amígdala y nódulos automáticos similares, mientras que la superior, por su parte, envía señales a la corteza prefrontal, centro ejecutivo del cerebro y asiento de la intencionalidad, lo que explica que podamos pensar en lo que nos está sucediendo.10
La velocidad con la que estos dos caminos neuronales procesan la información es muy diferente. En este sentido, la vía inferior sacrifica la exactitud en aras de la velocidad mientras que la superior, mucho más lenta, nos proporciona una visión más exacta de lo que está ocurriendo.11 La vía inferior, pues, es rápida y difusa, mientras que la superior es lenta y exacta. En palabras del filósofo del siglo XX John Dewey, la primera opera en una modalidad «veloz y ruidosa, o sea, primero actúa y después piensa», mientras que la otra es «mucho más detallada y observadora».12
La diferente velocidad de cada una de estas vías –donde la emocional es varias veces más rápida que la racional– nos ayuda a tomar decisiones instantáneas que quizás posteriormente lamentemos o debamos justificar. Lo único que la vía superior puede hacer cuando la inferior ya ha reaccionado es aprovechar las cosas lo mejor que pueda. Como dijo el escritor de cienciaficción Robert Heinlein: «El hombre no es un animal racional, sino un animal racionalizador».
LOS PRECURSORES DEL ESTADO DE ÁNIMO
Mientras me hallaba de visita en otro Estado, recuerdo haberme quedado gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó de que: «El número marcado no existe».
Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de irritación acumulada en la voz informatizada que suele emplear mi compañía telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de mal humor.
El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburgo (Alemania) que presentamos a continuación.13 Los sujetos debían escuchar una voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado de la naturaleza humana, del filósofo británico David Hume. La cinta venía en dos versiones diferentes, ligeramente alegre y ligeramente triste, pero la diferencia era tan sutil que nadie la advertía a menos que se lo indicaran expresamente.
La investigación demostró que los estudiantes, sordos como estaban al tono de los sentimientos, salían de la prueba un poco más alegres o un poco más tristes que antes de pasar por ella ignorando, sin embargo, que su estado de ánimo había cambiado y sin saber tampoco, por tanto, lo que había provocado el cambio.
Ese cambio seguía presente aun cuando los estudiantes se vieran obligados, mientras escuchaban, a realizar una tarea que distraía su atención, como rellenar los agujeros de un tablero de madera. Esta distracción provocaba un ruido en la vía superior que, si bien obstaculizaba la comprensión intelectual del pasaje filosófico, no impidió ni un ápice el contagio de estado de ánimo.
Según dicen los psicólogos, una de las diferencias que existen entre los estados de ánimo y las emociones más burdas es la ine- fabilidad de sus causas. Por ello, si bien solemos saber lo que ha provocado una determinada emoción, no es infrecuente que nos hallemos en un estado de ánimo sin saber lo que nos ha conducido a él. En este sentido, el experimento de Wurzburgo pone de relieve que nuestro mundo debe estar lleno de desencadenantes del estado de ánimo –desde la música ambiental de un ascensor hasta un tono de voz desagradable– de los que somos totalmente inconscientes.
Consideremos ahora, por ejemplo, las expresiones que vemos en el rostro de los demás. Como ha descubierto un equipo de investigación sueco, la mera contemplación de la imagen de un rostro feliz provoca en quien la ve la respuesta fugaz de tensar los músculos que esbozan la sonrisa.14 De hecho, la fotografía de alguien cuyo rostro expresa una emoción intensa, como la tristeza, el disgusto o la alegría, desencadena en nuestro rostro la respuesta refleja de imitar la expresión que acabamos de ver.
Este reflejo de imitación favorece una especie de puente intercerebral que nos expone a las influencias emocionales más sutiles de quienes nos rodean. En este sentido, las personas más sensibles se contagian con más facilidad que la mayoría, mientras que las más insensibles, por su parte, pueden salir incólumes aun del más nocivo de los encuentros. Pero lo cierto es que, en ambos casos, la transacción ocurre sin que ni siquiera la advirtamos.
Imitamos la alegría de un rostro sonriente tensando los músculos faciales que esbozan la sonrisa, incluso sin ser conscientes de ello. Tal vez esa leve sonrisa pase inadvertida al ojo desnudo, pero la monitorización científica de la musculatura facial pone claramente de relieve la presencia de ese reflejo emocional.15 Es como si, en este sentido, nuestro rostro se preparase para expresar la emoción completa.
Este mimetismo tiene algunas consecuencias biológicas, porque nuestra expresión facial desencadena los sentimientos que exhibimos. Basta, en este sentido, con tensar deliberadamente los músculos faciales del modo adecuado para provocar la emergencia de una determinada emoción. Así, por ejemplo, el hecho de colocar un lápiz entre los dientes nos obliga a esbozar una sonrisa que acaba evocando el correspondiente sentimiento positivo.
Edgar Allan Poe tuvo una comprensión intuitiva de este principio al decir: «Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona, o qué es lo que está pensando, reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión».16
LA PERCEPCIÓN DE LAS EMOCIONES
París, 1895. Un puñado de almas aventureras se han atrevido a asistir a una exhibición pionera de los hermanos Lumière, expertos en el nuevo campo de la fotografía. Por primera vez en la historia, los Lumière iban a presentar una película cinematográfica, una “imagen en movimiento” que representaba, en el más absoluto silencio, la llegada de un tren a una estación envuelto en vapor y