Augusto Rodríguez

El hombre que amaba los hospitales


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      A Maritza

      Lo que vi era más real que la realidad,

      más indefinido y más puro.

      RICARDO PIGLIA

       EL HOMBRE QUE AMABA LOS HOSPITALES

      Adoro los hospitales.

      SERGIO PITOL

      Uno de los pocos escritores y hombres que adoran y aman los hospitales es el narrador mexicano Sergio Pitol. Escribió alguna vez: «Adoro los hospitales. Me devuelven las seguridades de la niñez: todos los alimentos están juntos a la cama a la hora precisa. Basta oprimir un timbre para que se presente una enfermera, ¡a veces hasta un médico! Me dan una pastilla y el dolor desaparece, me ponen una inyección y al momento me duermo…».

      Por diferentes problemas de salud, Pitol viaja con frecuencia a La Habana y se suele internar en un hospital a las fueras de la capital cubana. A veces sus estancias se extienden semanas o meses.

      Es como si fuera su refugio, su guarida, su escondite del mundo. Pitol, con el paso de los años, ha perdido cierta audición y también la capacidad del habla. Aun así lee y lucha contra las palabras. Es paradójico que un escritor que siempre tuvo las palabras a su merced, ahora las tenga como sus enemigas, y por eso debe luchar día a día.

      En esos viajes a La Habana suele visitar a sus amigos poetas, narradores, dramaturgos. Entre ellos, brilla con luz propia la poeta cubana Reina María Rodríguez que lo recibe en su cálida y bella casa azotea.

      Ahí con ayuda de un colaborador, departe, bebe alguna cerveza y come. Se nota que le gusta comer, como buen mexicano que es. Y así lo hace durante varios minutos sustrayéndose de toda conversación.

      En su libro Una autobiografía soterrada, Pitol escribe: «Ayer al mediodía me interné en el Centro Internacional de Salud La Pradera, a media hora de La Habana; por la tarde exámenes y visita a los doctores. Me explicaron el tratamiento al que me deberé someter; por las mañanas me extraerán sangre, la enriquecerán con ozono en un recipiente alto y la reintegrarán al organismo por la misma vena. Tendré, pues, todo el día para descansar, leer, hacer ejercicio en un inmenso jardín, y recapacitar sobre mis males y sus posibles remedios. Estoy atrasado en todos mis trabajos; procuraré escribir y leer con entera tranquilidad».

      La nueva vida de Sergio Pitol va entre reflexiones, ensayos, cuentos y recetas médicas. Su vida es ahora un hospital movible que aparece y desaparece de su imaginación. La libertad de dormir es la misma libertad de soñar despierto o de no soñar. La literatura guarda el fuego en sus propias heridas.

      La imaginación sigue viva y latente en su mente de escritor. El mundo es un hospital. El hospital es el mundo. No importa, él adora los hospitales. En su caso, la literatura se renueva todo el tiempo como su sangre con ozono.

       LA FIESTA DE LOS SENTIDOS

      ¿Quién es el mar, quién soy?

      JORGE LUIS BORGES

      I. EL OLFATO

      ¿El amor tiene olor?

      No creo que el amor tenga un olor; cada persona es un mundo de olores, sudores, perfumes, respondió Manuel.

      Belén dijo que esa pregunta la había escuchado en una película y que le había quedado rondando en la cabeza. Ella tenía más preguntas, pero ésa específicamente no la había dejado dormir la noche anterior.

      Cuenta que en la película había un hombre que olía a muchos de sus antiguos amantes para conocer sus perfumes y para saber si todavía quedaba algo de amor en ellos para él.

      Manuel sonrío y dijo que eso solo se ve en las películas. Cuando el amor entre dos personas se acaba: ¿los cuerpos a que olerán?

      Manuel escuchó la pregunta y no respondió nada. A Belén se le veía preocupada. Hubo un interminable silencio entre los dos. Caminaron calle abajo por el centro de la ciudad. Al principio iban de la mano (eran dos en la ciudad como dice la canción de Fito Páez), después se soltaron y cada uno iba por su lado.

      Belén y Manuel seguían caminando por calles vacías, húmedas, grises, sucias. Los insectos, como pequeños buitres, caían en la basura de las esquinas. El olor de la ciudad era desagradable. Apestaba. Olía a agua servida, olía a orines, olía a diarrea, olía a vómito. Pero ellos dos iban concentrados en las imágenes que producían sus cerebros. Les interesaba poco la suciedad de las calles.

      Seguían caminando como si alguien muy importante los esperara calles más abajo, como si tuvieran un camino trazado, un recorrido fijo, un paradero definitivo. No se miraban al caminar, hasta que Manuel se detuvo y preguntó: ¿Quieres algo de beber?

      Belén dijo que sí, que cualquier cosa rodaría bien por su garganta a esa hora; tenía mucha sed.

      Entraron a un pequeño bar que quedaba en una esquina. El bar era humilde pero bonito, lleno de fotos de marineros. Olía a comida del mar. Manuel pidió un par de cervezas. A los minutos regresó el mesero con dos espumosas. Bebieron de golpe. No intercambiaron palabras. Tomaban cerveza como si se fuera a evaporar y como si estuvieran solos en el mundo. Manuel pidió dos más. Las bebieron al vuelo. Él pagó la cuenta y salieron del bar.

      Propuso regresar a casa, afirmando que por esa noche ya habían caminado bastante. Belén no lo miró, se dio media vuelta y caminó de regreso. A los pocos minutos, Belén sugirió ir a un parque que conocía muy bien y que quedaba por la zona. Manuel asintió con la cabeza. Caminaron por unas calles oscuras hasta que llegaron al parque y se sentaron en la primera banca que vieron.

      Este parque me trae muchos recuerdos de infancia. Acá venía a pasar las mañanas con mi padre. Jugábamos varias cosas, pero un día se marchó y nunca más lo volví a ver, dijo en tono triste Belén. Manuel escuchaba y no decía nada.

      ¿Sabes?, mi padre siempre cargaba muchos olores en su ropa. Recuerdo una colonia que olía a eucalipto, ¿ubicas ese olor? No, respondió Manuel.

      ¿Tu madre o tu padre tienen algún olor especial? Mi madre siempre huele a jabón de flores. Mi padre no huele a nada que yo recuerde.

      Los dos se quedaron callados y se recostaron en la banca del parque. Pienso que es hora de regresar a casa, dijo Manuel. Sí, regresemos, dijo Belén.

      II. EL GUSTO

      Belén y Manuel están recostados viendo televisión en la cama. No hablan. Sus miradas están concentradas en las imágenes que expulsa la caja electrónica.

      —¿En un futuro seguiremos juntos?

      —No lo sé.

      —¿Qué crees tú?

      —Sí.

      —¿Por qué?

      —Me siento bien contigo.

      —¿Solo por eso?

      Silencio.

      Manuel se dirigió al baño. Se lavó los dientes, abrió la ducha y cerró la puerta. Se bañó por un largo rato, como si el tiempo no existiera, como si no tuviera nada que ver con él.

      Belén preparaba una improvisada cena. Sacaba y guardaba cosas de las gavetas de la cocina. Sacó jarrones, pocillos, platos y los ponía encima de la mesa principal del comedor. Encendió unas velas rojas. Fue al equipo de música y puso algo relajante. Nadie cantaba, nada más se escuchaba de lejos un saxofón. Belén había puesto en el sartén algunos filetes de pescado y aliñaba una ensalada de tomate, cebolla y lechuga. Recordó que tenía algo de vino blanco que había quedado de una fiesta, sacó dos copas y las llenó hasta el límite. Probó el pescado y la ensalada. Todo estaba en su punto. A los minutos sirvió la comida en dos platos transparentes que tenían un llamativo diseño en los filos. Manuel, recién salido de la ducha, se puso una camiseta blanca de algodón, un short azul y fue a la cocina a encontrarse con Belén.

      —Huele rico.

      —Espero te guste.

      —Freíste pescado, ¿verdad?

      —Sí.