vez la carretera seguía casi vacía. Mucha gente ya no viajaba a la playa, prefería viajar al extranjero o al interior del país. Dejaron la escasa ropa que llevaron y salieron a caminar a la playa. El mar seguía violento.
—Cuando esté ciego y sordo, ¿me querrás?
—Sí.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Todavía quieres tener un hijo conmigo?
—Sí.
—Ya es hora.
—Sí.
—Silencio.
Se besaron brevemente. No volvieron a decir nada y siguieron caminando. Regresaron a la casa vacía, ahora habitada por ellos, y se desnudaron. Hicieron el amor durante varias horas, pero esta vez había una adrenalina que los aceleraba más, que los apuraba, que los incendiaba por dentro. Se besaban como si uno de los dos estuviera moribundo. Se besaban como si fuera el fin del mundo. Durante varios días, comieron algo ligero para recuperar las energías, hicieron el amor y durmieron. Sucesivamente.
Una mañana, después de desayunar, Manuel salió a caminar por la playa. Llevó un cuaderno azul para anotar algunas ideas o imágenes del recorrido. Después de caminar un rato, Manuel se sentó frente al mar con la certeza de que en el futuro nunca más lo podría ver ni oír. El mar seguía violento, pero a ratos se volvía manso, engañoso, dubitativo. Manuel escribía en su cuaderno azul todo lo que veía. A ratos borradores de relatos y poemas sobre el mar o simplemente describía el proceso de creación de una ola.
Observaba el mar con paciencia, con calma, con tranquilidad, como quien mira a un mago e intenta descubrir el truco o la carta escondida en la manga o en el bolsillo de la camiseta. Pensaba que el mar era un gran universo paralelo, testigo de la historia. Recordaba la frase de Sartre: «El hombre, esa pasión inútil». Miraba al mar como quien mira un monstruo solitario, a un dios derrotado, un planeta destruido.
El mar era para él un mundo que no terminó de construirse por culpa de unos dioses perezosos, una fiesta universal donde todos los muertos bailaban al ritmo y al compás de las olas. La imagen del mar como una fiesta era lo que más lo conmovía, lo acercaba a una cierta verdad inconfesable y lo hacía reflexionar. El mar es la gran fiesta de la derrota de los hombres, pensó. En el interior del mar le pareció ver las imágenes de sus sueños: siendo un niño solitario perdido en una calle, un hombre casado con hijos y como un anciano que no tiene dientes ni cabello. Se veía infeliz, solitario, moribundo, pero el mar, como un gran animal, devoraba todas sus imágenes. A lo lejos, el mar era una gran fiesta que se perdía en su horizonte, en su memoria. Pensaba en Belén.
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