soledad, esta existencia que carece de sentido sin mi esposo. Amaba a mis tres hijos –un niño y dos niñas–, y un día, el año pasado, mi hijo me escribió desde la escuela contándome que no se sentía bien; y poco después el director me telefoneó para decirme que había muerto.»
En este instante empezó a sollozar sin poder controlarse. A continuación mostró la carta del niño, donde expresaba su deseo de regresar a casa porque se sentía enfermo, y expresaba sus mejores deseos de que ella se encontrara perfectamente. Explicó que el niño se mostraba preocupado por ella; de hecho no quería ir al colegio, sino permanecer a su lado; pero ella, de alguna manera, lo había obligado a irse, temerosa de que su dolor pudiera afectarle. Ahora ya era demasiado tarde. Las dos niñas, añadió ella, no tenían plena conciencia de todo lo sucedido porque eran muy pequeñas. Súbitamente exclamó: «No sé qué hacer. Esta muerte ha sacudido mi vida hasta los cimientos. Porque, como si de una casa se tratara, construimos con mucho esmero nuestro matrimonio, pensando que tenía una base de sólidos cimientos, pero ahora este terrible suceso lo ha destruido todo».
Su tío debía de ser un hombre creyente, un tradicionalista, pues añadió: «Dios le ha enviado esta pena; pero, aunque ella ha cumplido todas las ceremonias necesarias, no le ha servido de nada. Yo personalmente creo en la reencarnación, pero eso no es ningún consuelo; no quiere ni oír hablar del tema, porque para ella nada tiene ya sentido; no hay forma posible de ayudarla».
Estuvimos allí sentados en silencio durante un rato. El pañuelo de la mujer estaba completamente empapado, de manera que sacamos uno limpio del armario, para que pudiera secar las lágrimas de sus mejillas. La buganvilla roja asomaba por la ventana y la brillante luz del Sur reposaba en todas sus hojas.
¿Quiere realmente hablar de esto, llegar hasta su misma raíz? ¿o busca sólo alguna explicación, algún razonamiento que la reconforte, algunas palabras satisfactorias que le hagan olvidar su dolor?
Ella contestó: «me gustaría examinarlo con detenimiento, pero no sé si dispongo de la capacidad o la energía para enfrentarme a lo que seguidamente quiere plantearme. Cuando mi esposo vivía solíamos venir a algunas de sus charlas, pero ahora puede que me resulte difícil entender sus palabras».
¿Por qué sufre? No me dé una explicación, eso sólo sería una interpretación verbal de su sentimiento y no el hecho real. Cuando hagamos una pregunta, no conteste, por favor; simplemente escuche y trate de encontrar la respuesta por sí misma. ¿Por qué existe en todos los hogares, ricos y pobres, en todos los seres humanos, desde el hombre más poderoso de la Tierra hasta el mendigo, el dolor ante la muerte? ¿Por qué sufre realmente? ¿Es por su esposo o es por sí misma? Si llora por él, ¿pueden sus lágrimas ayudarle? Él se ha ido para siempre y, haga lo que haga, no conseguirá que regrese, ni lágrimas ni creencias ni ceremonias ni dioses pueden devolverle la vida. Es un hecho que debe aceptar; no puede hacer nada. Pero si llora por sí misma, porque se siente sola, por su vida vacía, por los placeres sensuales de que disfrutaba y por la compañía de su esposo, entonces llora por su propia vacuidad y por la lástima que siente de sí misma, ¿no es cierto? Quizás, por primera vez se dé cuenta de su propia pobreza interior. Si me permite decirlo, sin ningún ánimo de ofender, puso todas sus esperanzas en su esposo, y esa entrega le dio comodidad, satisfacción y placer, ¿verdad? Todo lo que siente ahora –la sensación de pérdida, la agonía de la soledad y de la ansiedad– es una forma de lástima por sí misma, ¿no es así? obsérvelo, por favor. No se resista bloqueando su corazón y diciendo: «Amaba a mi esposo y en ningún momento pensé en mí misma; quería protegerlo, aunque a menudo trataba de dominarlo; pero todo lo hacía por su bien y nunca pensé en mí misma». Así pues, ahora que él se ha ido, ¿no es cierto que se da cuenta de su verdadera condición? La muerte de su esposo la ha sacudido y le ha mostrado el verdadero estado de su corazón y de su mente. Puede que no quiera afrontarlo, que lo rechace por miedo; pero si observa un poco más, verá que llora por su propia soledad, por su propia pobreza interior, es decir, por la lástima que siente de sí misma.
«Es usted un poco cruel, ¿no le parece, señor? –dijo ella–. He venido a verle buscando verdadero consuelo, y… ¿qué es lo que me está dando?»
Una de las ilusiones que tiene la mayoría de la gente, es creer que existe tal cosa como el consuelo interior, que alguien puede darle ese consuelo, o que uno puede encontrarlo. Siento decirle que tal cosa no existe. Si lo que busca es consuelo, vivirá presa en la ilusión y, cuando esa ilusión desaparezca, se sentirá triste porque dejará de tener el consuelo. Por tanto, para comprender el dolor o para superarlo, tiene que ver realmente lo que está sucediendo en su interior; no ocultarlo. Señalar todo esto no es crueldad, ¿no le parece? No es algo deshonroso de lo cual deba avergonzarse. Cuando lo vea todo con auténtica claridad, entonces lo soltará inmediatamente, sin un rasguño, sin mancha, renovada, intacta de cualquier acontecimiento de la vida. La muerte es inevitable para todos nosotros; nadie puede escapar de ella. Tratamos de buscar cualquier tipo de explicación, de encontrar apoyo en toda clase de creencias con la esperanza de trascender la muerte, pero hagamos lo que hagamos, la muerte es una realidad que está siempre a la vuelta de la esquina; puede que aparezca mañana o al cabo de muchos años, pero siempre esta ahí, presente. Uno tiene que aceptar este hecho inmenso de la vida.
«Sin embargo…,” interrumpió su tío; y empezó a explicar la creencia tradicional en el atman, en el alma, en esa entidad permanente que continúa. Ahora se encontraba en su elemento, en ese camino tan frecuente plagado de sagaces argumentos y citas. Bruscamente, se había sentado erguido y se podía apreciar en sus ojos el grito de la batalla, la batalla de las palabras; habían desaparecido de él la simpatía, el afecto y la comprensión; se hallaba en su sagrado terreno de la creencia y de la tradición, apisonado por el fuerte peso del condicionamiento. «Sin embargo, ¡el atman está en cada uno de nosotros! Renace y continúa hasta darse cuenta de que es Brahman; y tenemos que pasar por el dolor para llegar a esa realidad, porque vivimos en la ilusión, el mundo es una ilusión; pero sólo hay una realidad.»
¡Y ahí terminó! Ella me miró sin prestarle mucha atención; pero su rostro empezaba a mostrar una sonrisa amable, y ambos nos pusimos a mirar a la paloma que había regresado y a la resplandeciente buganvilla roja.
No hay nada permanente en la Tierra ni en nosotros. El pensamiento puede dar continuidad a cualquier cosa en la que piense; puede dar continuidad a una palabra, a una idea, a una tradición, puede creerse a sí mismo permanente, pero ¿lo es? El pensamiento es la respuesta de la memoria y, ¿es permanente la memoria? Puede construir una imagen y darle a esa imagen continuidad, permanencia, llamándole atman o lo que sea; puede recordar el rostro del esposo o de la esposa y aferrarse a él; sin embargo, todo esto es la actividad del pensamiento; es el pensamiento quien crea el miedo, y, de ese miedo, nace la urgencia de tener lo permanente, miedo de no tener mañana el sustento o el abrigo necesario, el miedo a la muerte. Este miedo es producto del pensamiento, y Brahman también lo es.
Entonces su tío replicó: «La memoria y el pensamiento son como una vela; uno la apaga y la prende de nuevo; olvida y luego recuerda otra vez; se muere y renace de nuevo en otra vida. La llama de la vela es la misma y a la vez no lo es. De modo que en la llama hay cierta clase de continuidad».
Pero la llama que se apagó no es la llama nueva. Tiene que terminar lo viejo para que lo nuevo nazca. Si hay una constante continuidad modificada, entonces nunca hay nada nuevo. Los miles de ayeres no pueden renovarse; incluso la vela misma se consume. Todo tiene que terminar para que lo nuevo sea.
Ante esto, y no pudiendo hacer uso de citas, de creencias o de dichos ajenos, la actitud del tío fue la de retraerse y quedarse callado, totalmente desconcertado y un tanto furioso, porque se había desenmascarado a sí mismo y, al igual que su sobrina, no quería enfrentarse al hecho.
«No me interesa nada de esto –dijo ella–, soy terriblemente infeliz; he perdido a mi esposo, a mi hijo, y me quedan estas dos niñas, ¿qué he de hacer?»
Si de verdad le importan sus dos hijas, no puede vivir interesada en sí misma y afligida por su desgracia; tiene que velar por ellas, educarlas debidamente, y no contentarse con ofrecerles la mediocridad acostumbrada. Pero si sigue obsesionada por la lástima que se tiene a sí misma,