Nuestro interés no es saber lo que hay una vez termina el ego, sino más bien terminar con todas las manipulaciones del ego. Ésta es la verdadera cuestión; no se trata de saber lo que es la realidad, ni si hay algo permanente o eterno, más bien si la mente, que está tan condicionada por la cultura en la que vive y de la cual es responsable, si esa mente puede liberarse a sí misma y ser perceptiva.
«¿Cómo puedo, entonces, empezar a liberarme?»
Uno no puede liberarse a sí mismo. Uno es la semilla de este sufrimiento y, cuando pregunta “cómo,” está buscando un método para destruir el “yo;” pero en el proceso de destruir el “yo” empieza a crear otro “yo”.
«Si me permite hacer otra pregunta, ¿qué es entonces la inmortalidad? La mortalidad es muerte; la mortalidad es la vida que conocemos, con su dolor y amargura. El hombre ha buscado sin cesar una inmortalidad, un estado sin muerte.»
De nuevo, señor, ha regresado al tema de lo intemporal, de lo que está más allá del pensamiento. Lo que está más allá del pensamiento es la inocencia, y el pensamiento, haga lo que haga, no puede aproximarse a ella porque es siempre viejo. La inocencia, como el amor, es inmortal; pero para que eso exista, la mente debe liberarse de los miles de ayeres con sus recuerdos. La libertad es un estado en el que no hay odio, crueldad, ni violencia. Sin solucionar todo esto, ¿cómo podemos preguntar qué es la inmortalidad, qué es el amor y qué es la verdad?
CAPÍTULO 6
Si uno se propone meditar, eso no será meditación; si uno se propone ser bueno, nunca florecerá la bondad; si cultiva la humildad, eso no es humildad. La meditación es como la brisa que entra cuando se deja la ventana abierta; pero si uno la mantiene abierta intencionadamente, si premeditadamente la invita a entrar, nunca aparecerá.
La meditación no está al alcance del pensamiento, porque el pensamiento es astuto, tiene infinitas posibilidades de engañarse a sí mismo y, por tanto, nunca encontrará ese estado meditativo. Es como el amor, no podemos perseguirlo.
Aquella mañana el río estaba muy calmado. En sus aguas se veían reflejadas las nubes, el nuevo trigo invernal y el bosque más distante; ni siquiera el bote del pescador parecía perturbarlo; la quietud de la mañana descansaba sobre la Tierra. El Sol apenas despuntaba por encima de los árboles y una voz lejana llamaba a alguien, mientras un canto muy cercano en sánscrito flotaba en el aire.
Los loros y los mirlos no habían comenzado aún a buscar alimento; los buitres, con el cuello pelado, se posaban pesadamente en la copa del árbol, esperando la carroña que llegaría flotando río abajo. A menudo se veía un animal muerto arrastrado por las aguas, con un buitre o dos sobre su cuerpo, mientras otros cuervos aleteaban alrededor con la esperanza de conseguir un bocado. Algún perro solía nadar intentando llegar al cadáver, pero al perder pie regresaba a la orilla para seguir deambulando. Pasaba un tren produciendo un traqueteo metálico a través del largo puente; y en la distancia, río arriba, se extendía la ciudad.
Era una mañana llena de una calma encantadora. Por la carretera todavía no caminaban la pobreza, la enfermedad y el dolor. Había un puente tambaleante que cruzaba el pequeño arroyo y el punto donde este pequeño arroyo, de color marrón sucio, se unía al gran río, se consideraba el más sagrado de los lugares, de modo que hombres, mujeres y niños venían los días festivos a darse un baño. La mañana era fría, pero a ellos no parecía importarles; y el sacerdote del templo que había al otro lado del camino recibía sumas de dinero. Había comenzado la fealdad.
Era un hombre con barba y llevaba puesto un turbante. Se dedicaba a cierta clase de negocio y parecía disfrutar de una situación próspera; se le veía bien alimentado. Era lento en su modo de andar y pensar, y sus reacciones eran aún más lentas; se tomaba algunos minutos para entender una sencilla frase. Dijo que tenía su propio gurú, pero al pasar cerca de aquí había sentido la imperiosa necesidad de subir para conversar sobre cuestiones que le parecían importantes.
«¿Por qué está usted en contra de los gurús? –preguntó–. ¡me parece tan absurdo! Ellos saben y yo no; pueden guiarme, ayudarme, decirme lo que debo hacer, y evitarme muchas calamidades y molestias. Son como una luz en las tinieblas y uno tiene que dejarse guiar por ellos, de lo contrario estaría perdido, confuso y en gran desdicha. me aconsejaron que no debía venir a verle y me mostraron el peligro de aquellos que no aceptan el conocimiento tradicional. me dijeron que, si escuchaba a otros, estaría destruyendo la casa que con tanto cuidado ellos habían construido, pero la tentación de venir a verle era tan fuerte que… ¡aquí estoy!»
Parecía estar complacido de haber cedido a la tentación.
¿Por qué necesita un gurú? ¿Cree que él sabe más que uno mismo? ¿Qué es lo que él sabe? Si alguien dice que sabe, en realidad no sabe nada; además, la palabra en sí no es el hecho real. ¿Puede alguien enseñarle ese estado extraordinario de la mente? Posiblemente sean capaces de describirlo, de despertar el interés de uno, o el deseo de poseerlo y experimentarlo, pero no pueden dárselo. Uno tiene que andar por sí mismo, ha de hacer ese viaje solo, y en ese viaje uno tiene que ser su propio maestro y discípulo.
«Pero todo esto es muy difícil, ¿no es cierto? –replicó–, y los que tienen la experiencia de esa realidad pueden aligerar nuestros pasos.»
Ellos se convierten en la autoridad y todo cuanto uno tiene que hacer, de acuerdo con lo que dicen, es seguirlos, imitarlos, obedecerlos, aceptar la imagen y el sistema que ofrecen. De esa manera, uno pierde toda iniciativa, toda percepción directa; nos limitamos a seguir el camino que, según ellos, conduce a la verdad, pero, lamentablemente, no hay camino alguno hacia la verdad.
«¿Qué quiere decir con eso?,” exclamó, perplejo.
Los seres humanos están condicionados por la propaganda, por la sociedad en la que se han criado, donde cada religión afirma que su propio camino es el mejor. Hay miles de gurús que sostienen que sus métodos, su sistema, su forma de meditación son el único camino que conduce a la verdad. Y si uno observa con atención, ve que cada discípulo tolera, complaciente, a los discípulos de otros gurús. La tolerancia es la aceptación civilizada de una división entre las gentes –política, religiosa o social–. El hombre ha inventado muchos caminos, a conveniencia de cada creyente, y, de ese modo, el mundo se ha fragmentado.
«¿Quiere decir que debo renunciar a mi gurú, abandonar todo lo que me ha enseñado? ¡Estaría perdido!»
Pero… ¿no cree necesario sentirse perdido para poder descubrir? Tememos sentirnos perdidos, no estar seguros, por eso corremos tras aquellos que nos prometen el cielo en el aspecto religioso, en el político o en el social. De manera que fomentan conscientemente el temor y nos mantienen prisioneros en ese temor.
«¿Quiere decir que soy capaz de caminar por mí mismo?», preguntó con voz llena de incredulidad.
Ha habido muchos salvadores, maestros, gurús, jefes políticos o filósofos, y ninguno de ellos ha solucionado el propio conflicto ni la desdicha de uno. Entonces, ¿por qué seguirlos? Quizá haya otra forma muy distinta de afrontar todos nuestros problemas.
«Pero ¿soy lo suficientemente serio como para encarar todo esto por mí mismo?»
Uno no es serio hasta que empieza a comprender –a comprender por sí mismo, no a través de otro– los placeres que persigue. Si vive en el ámbito del placer –no es que no deba existir el placer, pero si esa persecución del placer es el principio y el fin de su vida–, entonces, evidentemente, no puede ser serio.
«Usted me hace sentir impotente y desesperado.»
Se siente desesperado porque desea ambas cosas: quiere ser serio y quiere también todos los placeres que el mundo le ofrece. Sin embargo, debido a que esos placeres son tan pequeños y mezquinos, desea además el placer al que llama “Dios”. Cuando valore todo esto por sí mismo, no según algún otro, entonces al verlo se convertirá en su propio maestro y discípulo. Esto es lo realmente importante, ser uno mismo el maestro, el alumno y la enseñanza misma.
«Pero