gente menuda, sin picar al principio muy alto y sin elevarse sino muy rara vez hasta los señoritos. Así es, que en dicha primera mocedad, había sido algo descuidadilla. En Lisboa fue donde se aristocratizó, se encumbró, y con el trato de los janotas, acabó por asearse, pulirse, adobarse y llegar en el esmero con que cuidaba su persona hasta el refinamiento más exquisito.
El desaliño y la suciedad de los sujetos que andaban cerca de ella, como ella era tan pulcra, le causaban repugnancia. Puso pues, en prensa su claro y apremiante entendimiento para insinuar el concepto y el apetito de la limpieza en la mente obscura y en la aletargada voluntad del Sr. de Figueredo. Con mil perífrasis sutiles y con diez mil ingeniosos rodeos le hizo conocer, sin decírselo, que era lo que vulgarmente llamamos un cochino, y logró hacer en él, con la magia de su persuasiva elocuencia, lo contrario de lo que hizo Circe en los compañeros de Ulises, a quienes dio la forma del mencionado paquidermo. Tanto habló de lo conveniente para la salud que eran los baños diarios, y el frotarse, fregarse y escamondarse con jabón y con un guante áspero, que infundió al Sr. de Figueredo la gana de hacer todas aquellas operaciones. Y las hizo, y ya parecía otro y tan remozado como si él no fuese él sino su hijo. Luego fue Rafaela a la rua do Ouvidor, donde están las mejores tiendas, y en la perfumería de moda, compró cepillos de dientes y pelo, polvos y loción vegetal para limpiárselos, y aguas olorosas, cosméticos, peines y otros utensilios de tocador. Este fue el primer regalo que hizo Rafaela a D. Joaquín, que tal era el nombre de pila del Sr. de Figueredo. Y bueno será advertir en este lugar, porque yo soy muy escrupuloso y no quiero apartarme un ápice de la verdad, que pongo el Don antes del Joaquín por acomodarme al uso y lenguaje de España, porque en Portugal, y más aún en el Brasil, son rarísimos los Dones y sólo le llevan los hombres de pocas familias. Cuando yo estuve en el Brasil, si no recuerdo mal, sólo habría media docena de Dones en todo el Imperio. Las señoras en cambio tienen todas, no sólo Don sino excelencia, y hasta la más humilde es la Excma. Sra. doña Fulana: prueba inequívoca de la extremada galantería de los portugueses.
A pesar de lo dicho, se justifica el que yo llame Don al Sr. de Figueredo, porque, como al fin se casó con Rafaela que era española, y esta dio en llamarle mi D. Joaquín, todos los amigos y conocidos, y llegó a tener enjambres de ellos, aunque le suprimieron el mi, le dejaron el Don, y él acabó por ser universalmente donificado. Pero no adelantemos los sucesos.
-VI-
Mucho se ha discutido, se discute y se discutirá, sobre si la amena literatura y otras artes del deleite, estéticas o bellas, deben o no ser docentes. Afirman muchos que basta con que sean decentes, sin procurar fuera de ellas fin alguno, y sin enseñar nada: pero es lo cierto, que la creación de la belleza, y su contemplación, una vez creada, elevan el alma de los hombres y los mejora, por donde casi siempre las bellas artes enseñan sin querer, y tienen eficacia para convertir en buenas y hasta en excelentes las almas que por su rudeza y por los fines vulgares a que antes se habían consagrado eran menos que medianas, ya que no malas. Algo de este influjo benéfico ejercieron en el espíritu de don Joaquín las bellas artes de Rafaela. No me atreveré yo a calificarlas de decentes por completo, pero no puede negarse que fueron docentes. Ella las ejerció con certero instinto, superior a toda reflexión y a todo cálculo. Procedió con lentitud prudentísima para que la transfiguración no chocase, ni sorprendiese en extremo, ni al público que había de verla, ni al transfigurado que en su propio ser había de realizarla.
Escamondado ya interiormente D. Joaquín, Rafaela le obligó a que se afeitase casi de diario y a que se cortase bien las canas, que limpias, lustrosas y alisadas tomaron apariencia de venerables.
A fin de que todas estas reformas fuesen persistentes y no efímeras, buscó Rafaela para su amigo, en vez del negro ignorante que antes le servía, un excelente ayuda de cámara, gallego desbastado, ágil y listo.
Después, y siempre poquito a poco, fue modificando el traje de D. Joaquín, empezando por los pantalones, que, como se los pisaba por detrás, los tenía con flecos o pingajos, que solían rebozarse en el lodo de las calles. Después declaró Rafaela guerra a muerte a toda mancha o lamparón que sus ojos de lince descubrían en el traje de D. Joaquín, resultando de esta guerra la desaparición completa del antiguo vestuario, que apenas pudo servir ya para los negros desvalidos, y la adquisición de otro nuevo, hecho en Río con menos que mediana elegancia. Pero Rafaela era insaciable en su anhelo de perfección; y, deseosa de que D. Joaquín estuviese, no sólo aseado, sino chic, y como ella le decía, hablando en portugués, muito tafulo o casquilho, hizo que le tomasen las medidas y escribió a París y Londres encargándole ropa, que no tardaron en enviarle. Como por los pantalones era por donde más había claudicado, mandó Rafaela que se los hiciese en adelante un famoso sastre especialista, culottier, que por entonces había en París, rue de la Paix, llamado Spiegelhalter. De los fracs y de las levitas se encargaron en competencia Cheuvreuil, en París, y Poole, en Londres. Las camisas, bien cortadas, sin bordados ni primores de mal gusto, pero también sin buches, vinieron de las mejores casas parisienses que a la sazón había, correspondientes a las de Charvet y Tremlett de ahora. Y por último, como Rafaela aspiraba a que todo estuviese en consonancia, hizo venir de París el calzado de D. Joaquín, encomendando al Hellstern o al Costa, que florecía en aquel momento histórico, que reforzase con clavitos los tacones y que pusiese los contrafuertes debidos, para que D. Joaquín perdiese la perversa maña de torcer y deformar, como solía, botines y zapatos.
En resolución, y para no cansar más a mis lectores, diré que antes de cumplirse el año de conocerse y tratarse D. Joaquín y la bella Rafaela, él, con asombro general de sus compatriotas, parecía un hombre nuevo: era como la oruga, asquerosa y fea durante el período de nutrición y crecimiento, que por milagroso misterio de Amor, y para que se cumplan sus altos fines, transforma la mencionada deidad en brillante y pintada mariposa.
-VII-
Como aún me queda no sé qué escozor y desasosiego de no haber dado, a pesar de todo lo dicho, concepto cabal de la transfiguración visible y palpable que en D. Joaquín se había verificado, quiero hablar aquí de un solo perfil o toque, a fin de que por él se infiera, rastree y calcule el cambio radical de aquel hombre. Era algo miope y tenía además la vista un poco fatigada. Para remediar esta falta, usaba antiparras, que en el Brasil y en Portugal llaman cangalhas. Siempre las tenía prendidas en las orejas, y cuando no necesitaba de ellas para ver, se las apartaba de los ojos y se las levantaba apoyadas sobre la frente, lo cual no era nada bonito. Así es que Rafaela hizo que suprimiese las cangalhas y que, en lugar de ellas, gastase monóculo. Todo, pues, contribuía a que tuviese el aspecto fashionable, atildado y digno de un antiguo diplomático jubilado.
A su rara discreción y al entrañable afecto que había inspirado debió Rafaela los mencionados triunfos; pero los debió también a sus lisonjas, llenas de sinceridad y fundadas en fe altruista. Esto requiere explicación, y voy a darla.
Seriamente no es lícito afirmar que Rafaela se enamorase de D. Joaquín; pero sí puede, y debe afirmarse, que le cobró grande amistad y le estimó en mucho, considerándole casi un genio para todo aquello que a la crematística se refiere. Y como se lo decía, dándole encarecidas alabanzas, le adulaba, le enamoraba y le animaba a la vez, todo sin el menor artificio. Así el imperio que sobre él había adquirido se hizo más firme y más completo.
No se vaya a creer que presentamos aquí a Rafaela como un pozo de sabiduría. Su educación había sido descuidadísima, o mejor dicho, Rafaela no había recibido ninguna educación; pero naturalmente era muy lista. En sus ratos de ocio, había aprendido a leer y a escribir, aunque escribía sin reglas y apenas leía de corrido. Sólo había leído algunas novelas y los periódicos. Como tenía buen oído, excelente memoria y notable facundia, hablaba, sin embargo, la lengua castellana con primor y gracia, si bien con acento andaluz muy marcado.