Juan Valera

Genio y figura


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del joven inglés; pero, como hay cosas que no se ven a las claras y que suelen quedar en la penumbra o envueltas en más o menos densa nube de misterio, el Vizconde no atinó a poner en claro la certidumbre de los hechos, y se limitó a presentar hipótesis, no fundadas en pruebas fehacientes, sino en sospechas y en indicios vagos.

      Como quiera que ello sea, yo voy a dejar hablar al Vizconde. Oigamos lo que sobre este particular decía:

      —Rafaela es, a mi ver, una mezcla de extrañas cualidades. Las espontáneas, las que debe a la naturaleza inculta, sin modificación ni mejora, tienen cierta bondad radical. Sobre las que debe al arte hay que decir no poco, empezando por hacer una distinción.

      Por naturaleza Rafaela es leal, sincera y agradecida. Ni quiere mentir ni pagar los beneficios con ofensas. El afecto y la gratitud que muestra al Sr. de Figueredo, no pueden ser más verdaderos. Están además sancionados y como santificados por las creencias religiosas. Rafaela es católica ferviente. El anciano padre cura que la casó, el Padre García, español como ella, no sólo es su confesor, sino su consultor para los asuntos más arduos, en los seis años que lleva ya de matrimonio. Y a lo que parece, no sólo discurre Rafaela con este padre sobre los casos de moral y de conducta que en la vida práctica se presentan, sino que también se eleva a disquisiciones metafísicas sobre lo divino y lo eterno, pensando y hablando del cielo, de Dios, y del origen y fin de las cosas creadas con notable acierto, elevación y ortodoxia. El Padre, que es un excelente varón, y además instruido y discreto, la celebra mucho. Y hay que dar crédito a sus alabanzas, porque el hombre es desinteresado.

      Si todo el ser de Rafaela consistiese en lo dicho, Penélope, Lucrecia y cuantos modelos de perfectas casadas hubo después en el mundo hasta el día de hoy, quedarían eclipsados y por su virtud conyugal resplandecerían menos que Rafaela. Pero la mayor parte de los seres humanos, y Rafaela entra en esta cuenta, no son sólo de un modo sino de varios: se diría que no tienen un alma sola, sino dos almas con opuestas propensiones y hasta con principios, conceptos y doctrinas filosóficas, tal vez no aprendidas, sino nacidas en el alma, como en la tierra nacen los hongos, los cuales conceptos, propensiones y doctrinas, acaso malas, se insurreccionan contra las buenas y suelen dominarlos.

      Como yo soy ferviente admirador de Rafaela, no se ha de extrañar que vea y note cierta bondad ingénita hasta en aquella parte de su alma que la induce e impulsa hacia lo malo. Si ella peca, según se murmura, a pesar del honesto recato con que lo encubre, su pecado, en mi sentir, nace de ciertas virtudes originales, que no sé cómo demonios se tuercen y se ladean. Su generosidad y su piadosa misericordia son tan grandes que a veces no sabe decir que no a quien ella cree verdaderamente necesitado y a quien le pide con ahínco. Al mismo tiempo su comprensión de la hermosura es clara y sublime, y se combina con la caridad, y está en su mente unida en apretado lazo con la idea de un fin y de un propósito. Ella, a no dudarlo, debe ver y reconocer su gallardo cuerpo, y sobre todo ahora que se halla en la plenitud de su florecimiento, en el punto culminante de su esplendidez y de su gala, como el sol en el meridiano. Y de seguro que dice para sí, en misteriosos soliloquios: ¿Para qué sirve, para qué vale todo esto, si no lo comunico y si lo escondo? Cuando de mí depende la bienaventuranza de alguien, ¿cómo negarme a que sea bienaventurado? ¿Del chico mal que causo a mi D. Joaquín, sin que él lo sienta ni lo vea, no resulta un bien grandísimo para otros sujetos? ¿Qué cosa sustancial, qué tesoro, qué joya quito yo a mi D. Joaquín para que un extraño la disfrute? ¿Por qué no regalar a quien lo merece y puede con lo que mi D. Joaquín ya no sabe ni puede regalarse?

      Tales son los execrables raciocinios que han de acudir en ocasiones a la mente de Rafaela, y que, corroborados por la compasión y la ternura, pueden haber dado al traste con todos sus propósitos de honestidad, en tal cual deplorable momento.

      Yo estoy segurísimo de que Rafaela se ha arrepentido después, ha llorado como una Magdalena, ha confesado su culpa, ha hecho penitencia y propósito de la enmienda; pero recelo que ha reincidido más tarde con lastimosa flaqueza.

      Ya que no para disculparla, para atenuar su falta y su responsabilidad moral deben valer el descuido de su vida pasada; el nunca conocido por ella vergonzoso temor de las niñas que se crían vigiladas por madres virtuosas; los ejemplos, siempre desaforados, que ha visto en torno suyo, en vez de verlos buenos, y hasta la carencia del orgullo señoril, que no podía perder, porque nunca le había tenido, y que sólo podía contrahacer para la generalidad de los hombres que le eran indiferentes, mas no para aquellos cuyo talento, gallardía o elegancia le entusiasmaban. Para estos no acertaba a ser arisca, y el escudo que ponía contra ellos delante de su corazón se derretía como la escarcha cuando se levanta el sol en el Oriente en las mañanas del mes de Mayo.

      Así disertaba el Vizconde con profundidad filosófica, elevándose a las causas sin determinar los efectos. Dejaba entrever, examinando las causas, cuál había podido ser la conducta de Rafaela, pero no declaraba cuál en realidad había sido. Esto me hace pensar que el método con que hasta ahora voy escribiendo esta narración, más que de novela, es propio de historia. Y como la historia, por falta de testigos, documentos justificativos y otras pruebas, quedaría en no pocas interioridades incompleta y obscura, voy en adelante a prescindir del método histórico y a seguir el método novelesco, penetrando, con el auxilio del numen que inspira a los novelistas, si logro que también me inspire, así en el alma de los personajes como en los más apartados sitios donde ellos viven, sin atenerme sólo a lo que el Vizconde o yo podríamos averiguar vulgar y humanamente.

      En lo sucesivo, además, yo me retiro de la escena, donde, como actor, nada tengo que hacer. De esta suerte podré contar con menos dificultades y tropiezos lo que hagan los otros. En cuanto a mi amigo el Vizconde, yo no le retiro, sino que le dejo en la escena, porque es uno de los principales actores.

       Índice

      Todavía, antes de proseguir contando la vida y milagros de Rafaela, me incumbe hacer una aclaración. Voy a penetrar, no ya como mero historiador, sino como novelista, así en los más apartados rincones de la casa de Rafaela, como en el centro más recóndito de su alma; pero por ningún estilo quiero fingir nada, y sólo penetraré en las profundidades donde el novelista penetra, cuando lo que yo muestre en dichas profundidades sea tan lógica consecuencia de la verdad históricamente demostrada que no pueda menos de ser también la verdad. Y sobre aquello de que yo no esté seguro, sino dudoso, no imaginaré ni bordaré nada, dejándolo en cierta penumbra y como entre nubes.

      Es innegable que Rafaela pagaba a D. Joaquín la posición que le había dado. Por ella andaba él aseado, elegantemente vestido y empleado en negocios importantes que le daban honra y provecho. Ella le cuidaba, le mimaba, mostraba quererle, y, sin duda, le quería. Lograba que fuera de su casa olvidara o prescindiera el vulgo de los antecedentes de D. Joaquín, no le quisiera mal y casi le respetara. Y lo que es en casa, con sus mimos y con su dulzura, Rafaela le hacía dichoso, arrebolando y dorando con luz alegre los días de su vejez y colmándolos de satisfacción y de ventura.

      De las coqueterías de Rafaela no había nadie que no tuviese certidumbre; pero, si estas coqueterías no pasaban de cierto límite, más que ofender a D. Joaquín lisonjeaban su amor propio. Lo que es él, estaba convencido o se empeñaba en estar convencido de la fidelidad de Rafaela.

      Los maldicientes y murmuradores tenían sus hablillas, pero con certidumbre nada malo se dijo durante los tres primeros años del matrimonio de los Sres. de Figueredo. Sólo se propalaban vagas acusaciones.

      Don Joaquín, entre las diversas empresas que había acometido, contaba también la de agricultor en grande. No lejos de Petrópolis había comprado extensísimos terrenos y había formado en ellos una magnífica fazenda de diversos plantíos y sembrados, donde empleaba para la dirección y los más delicados trabajos a bastantes colonos alemanes y para las faenas más rudas multitud de esclavos negros. En el sitio más pintoresco de la propiedad, al borde de un riachuelo de agua cristalina y cercada de ameno jardín, se parecía la chácara o casa de campo, con vivienda muy cómoda para señores. Allí iba D. Joaquín a menudo, ya para inspeccionar la