he podido comprobar —sin que los meros recuerdos me engañaran— que siempre he sido feliz en el Opus Dei, y, en segundo lugar, a documentos históricos donde he comprobado datos, nombres y eventos.
He empezado hablando de paternidad, pero como todo padre supone también una madre, no quiero dejar de mencionar, ya desde la primera página, a mi Madre del Cielo —Madre de Dios y Madre nuestra, decía siempre san Josemaría— que me ha mimado hasta en mi nombre, y a mi madre de la tierra, de cuya fortaleza y abnegación tanto pudimos aprender sus hijos.
[1] Carta dirigida a san Josemaría en marzo de 1960.
[2] También por eso, he querido resaltar visualmente en el libro las palabras de san Josemaría con un estilo diferente al del resto de citas.
[3] Camino, n. 524.
I.
INFANCIA EN ANDALUCÍA. LA GUERRA CIVIL
NACÍ EL 22 DE FEBRERO DE 1929 en el sur de España, en el seno de una familia suiza protestante, cuando el Opus Dei tenía apenas cinco meses de vida, y san Josemaría, veintisiete años recién cumplidos, la gracia de Dios y buen humor[1], como él solía decir. Era el día de la cátedra de San Pedro, cuya belleza y trascendencia había yo de descubrir veintiún años más tarde: las pequeñas “casualidades” empezaban bien.
Con el apellido de la familia, Casal, tuvimos mucha suerte, pues parecía español, y con él era siempre más fácil presentarse a los ibéricos que otros suizos que se llamaban Ehrensperger o Eisenring. Nuestro apellido tiene su origen en el cantón suizo de los Grisones, donde aún hoy día se hace sentir con fuerza la influencia romana. Quizá signifique casa salis, “la casa del sauce”, aunque en el escudo familiar figura más bien una rueda de molino, que según otras versiones sería una rosa o un círculo con una cruz encerrada dentro. Mis padres, Emilio y Trudi —don Emilio y doña Gertrudis, como los llamaban en España—, eran la segunda generación de Auslandsschweizer (suizos en el extranjero) de la familia, pues ambos habían nacido en Florencia, Italia. Al casarse decidieron que seguirían hablando italiano entre ellos, para que los hijos pudieran aprenderlo. Me pusieron el nombre más bonito que pueda llevar una mujer, y no es jactancia: María. No es un nombre muy frecuente en familias suizas protestantes, y, en efecto, la razón de que me llamara así no fue en este caso la Doncella de Nazaret, sino una primera novia de mi padre, católica y francesa, que no se quiso casar con un protestante, y sobre quien mi padre habló a mi madre poco antes de su boda. Mi madre, con su habitual generosidad, prometió que, si tenían una hija, se llamaría María. Cuento esto porque a mis padres les divertía evocarlo, y porque demuestra que muchos detalles decisivos de mi vida sucedieron sin que los protagonistas conocieran su importancia. A la primera hija, sin embargo, le pusieron el nombre de la madrina de mi padre, a quien él quería mucho: Ana Margarita.
Mi padre trabajaba como ingeniero electricista en la Compañía Sevillana de Electricidad, y llegado el momento de fundar una familia, se acordó de su antigua compañera de juegos de Florencia —que tenía su misma edad—, a quien siempre había tenido gran cariño, pero con quien de pequeño nunca hubiera pensado en casarse, entre otras cosas, porque ella era de familia muy acaudalada. Pero, por aquella época, mi abuelo materno perdió todo lo que tenía y se vio obligado a mantener incluso a la viuda de su socio, culpable de la quiebra y que se había suicidado. Mi padre no vio ya obstáculo y decidió pedir la mano de mi madre. La boda fue en junio de 1924, en Gibraltar, ante un ministro anglicano, porque la presencia del protestantismo en España era entonces prácticamente inexistente.
A la joven pareja le tocó vivir en diversos lugares en que mi padre dirigía la construcción de centrales eléctricas, con el pantano correspondiente. Se puede decir, exagerando un poco, que, al principio, en cada uno de esos pantanos nacía un hijo. Mi hermano Federico (Fritz) abrió la marcha, pero por ser el primero nació en Suiza. El segundo falleció al nacer, debido a una grave infección que tuvo mi madre; le siguió mi hermana Anita, cuando mis padres vivían en la central eléctrica de Buitreras, cerca del pantano de Montejaque, cuya construcción había dirigido mi padre a los pies de Ronda (provincia de Málaga). Yo fui la cuarta. Nací en un lugar que ni siquiera es pueblo: se trataba del campamento para los trabajadores que construían el pantano de Cala, a unos kilómetros de Sevilla. El pueblo más cercano se llama Guillena, y es el que figura como mi lugar de nacimiento, aunque jamás he estado allí. La casa en que nací era muy bonita y espaciosa, y se destinaba al ingeniero jefe. Pasado el tiempo, algún sucesor de mi padre debió preocuparse, con muy buen sentido, de la atención religiosa de sus trabajadores, y habilitó la casa como capilla. Me conmueve pensar que ahí, en mi casa, ha querido el Señor estar realmente presente en el Sagrario.
Tenía yo apenas un año cuando, llegado el momento en que los dos mayores debían empezar a ir al colegio, mis padres decidieron trasladarse a la capital, Sevilla, donde nacieron los otros dos hijos: Mirta y Bernardo. También en Sevilla vivíamos en un bonito chalet, la villa Ana María, en las afueras, en el barrio Nervión, bastante lejos del centro. Mi padre no quería ahorrar en lo que le parecía importante para sus hijos: en este caso, espacio suficiente para una vida de familia agradable, y jardín para corretear. Nos enseñó a plantar flores y cada uno tenía su pequeño arriate, organizado a su gusto. A mí me encantaba plantar girasoles porque crecían más deprisa. En la fachada anterior de la casa, en el balcón central, mi padre había mandado poner unos azulejos; una imagen de Cristo con la cruz a cuestas: un Jesús del Gran Poder, la escultura más conocida de las procesiones de la Semana Santa sevillana. Lo había encontrado en Triana, donde solía ir porque le gustaban mucho los azulejos. Delante de la imagen colgaba un pequeño farol que no recuerdo haber visto nunca encendido. Estaba tan acostumbrada a ver esta preciosa imagen que no me paré nunca a pensar en su significado hasta que fui católica.
Mis padres no practicaban mucho la fe, pero sí nos inculcaron —a mis hermanos y a mí— una serie de virtudes humanas que ellos vivían con naturalidad: honradez, sinceridad —aunque nos costara algún castigo—, respeto a todas las personas de cualquier raza, credo o posición social... Recuerdo la cara de desencanto —más que de enfado— de mi padre, al descubrir que uno de nosotros le había mentido por miedo a que le riñesen: le importaba menos el hecho de que se hubiera estropeado algún objeto, que la falta de sinceridad por parte de un hijo suyo. Tampoco olvidaré nunca la reacción airadísima de mi padre —estaba lívido de ira— un día que alguien vino a proponerle un negocio sucio. Enseguida lo puso “de patitas en la calle”, no entrando a ningún tipo de diálogo con aquella persona.
En cuanto a mi madre, tenía un corazón “universal”: lo mismo atendía las quejas o las súplicas de la mujer de algún trabajador, que las de cualquier persona de alto rango. Aconsejaba del mismo modo a alguna de nuestras amigas sobre cómo arreglarse o cómo encontrar marido, como a la mujer y la niñita de un colega de mi padre recién llegadas a España. Recuerdo que mi madre ayudó a una madre de familia cuya criatura acababa de fallecer por la escarlatina. Tiempo antes, mi madre había insistido a la mujer de que avisara al médico, pero aquella señora —de origen muy humilde y un tanto supersticiosa— había preferido curar a su hija con “brujerías”. A pesar de todo, mi madre no le recriminó nada y asistió a la madre a la hora de amortajar a la pequeña, aunque esto le supuso contagiarse también ella de la escarlatina. Tiempo antes de la fiesta de Reyes, solía preparar un regalito para los niños del campamento, pensando individualmente en cada uno, cosiendo vestiditos de muñecas o pintando de colores vivos cualquier otro juguete para mejorarlo: juguetes siempre nuevos, no los desechados por sus hijos. Todo el mundo quería a mis padres y los respetaba, a pesar de que el ambiente hostil hacia los que llamaban “ricos” era cada vez más marcado en la España de entonces.
Mi padre decía a veces de mi madre, en broma, que era la “sirvienta de las sirvientas”. Lo suyo era siempre lo último. La única vez que se compró un vestido —mi padre tenía que traerle siempre telas a casa para que se los hiciera ella misma— fue cuando a él lo nombraron cónsul de Suiza en Sevilla. Su