nuestra vida continuó su ritmo normal en Andalucía. Europa convulsionaba, y aunque las olas del conflicto no alcanzaron nuestra tierra de forma directa, sí hubo algunas influencias que encontraron lugar en nuestras cabecitas y corazones de niños. Ya antes de que estallara este espantoso conflicto, nuestros padres empezaron a preocuparse ante la admiración manifestada por sus hijos, aún pequeños, hacia el nacionalsocialismo. Como ya dije, íbamos todos a la escuela alemana. Debía ser sorprendente para mis padres cuando les contábamos que, antes de cada clase, había que gritar «Heil Hitler!», brazo en alto. Yo me daba cuenta de que, teniendo mis padres —y los hijos también— buenísimos amigos alemanes, no había ninguna simpatía por ese aspecto de Alemania, por lo que yo, en lugar de «Heil Hitler!» decía por lo bajo «Heil Etter!», como se llamaba entonces el presidente de la Confederación Helvética. Teníamos también algunos amigos judíos a quienes apreciábamos mucho, pero que no iban al colegio alemán, por razones obvias.
Un día, debimos llegar todos a casa contando con entusiasmo cómo Alemania había anexionado Austria a sus territorios mediante el llamado Anschluss[1]. Repitiendo las ideas de los profesores que simpatizaban con el nazismo, afirmábamos que «Alemania, con su habitual generosidad, había querido ayudar a los austriacos». Fue la gota que colmó el vaso: todos los suizos tomaron la firme y unánime decisión, con mi padre a la cabeza, de sacar a sus hijos del colegio alemán, decisión que alguna vez me gustaría comentar con algunos de los que en estos últimos tiempos han tachado a Suiza de simpatizar con el nazismo. Durante la Guerra Mundial, mi padre figuró en la lista negra de los servicios secretos alemanes y, por este motivo, durante un viaje a Suiza, se vio en la imposibilidad de volver a España, con la consiguiente angustia por parte de mi madre. Las cosas se resolvieron cuando ella se encontró casualmente en la calle con un vecino nuestro, conocido falangista —se llamaba Escandón—, que prometió intervenir. En efecto, así fue: poco después mi padre pudo regresar de Suiza sin percances.
Por todo esto me gustó siempre oír a san Josemaría desestimar todo tipo de racismo y de discriminaciones sociales:
Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros[2].
San Josemaría sustentaba ese rechazo al racismo en la enorme dignidad de cada persona de ser criatura amada de Dios: Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo[3]. Gracias a Dios, en mi casa, siempre habíamos entendido esa gran dignidad de cada persona al ver cómo trataban nuestros padres a todas las personas, fueran quienes fueran.
También recuerdo cuánto nos impresionó en esa época que mi padre fuera convocado desde Suiza para incorporarse al ejército y tomar parte en la Grenzbesetzung, la defensa de la frontera suiza. El pequeño país helvético se encontraba rodeado por el furioso mar de las naciones en guerra, como una isla perdida en medio del océano. Fritz, el mayor, nos dijo que teníamos que ser muy buenos, porque mis padres estaban muy preocupados. Mis padres se conmovieron al saber del sentido de responsabilidad de mi hermano, que por ser el mayor se daba más cuenta de la situación y quería evitarles disgustos adicionales. Fuimos todos a despedir a mi padre en la puerta de la casa donde pasábamos las vacaciones, cerca de Ronda, y vi a las mujeres de los obreros llorar de pena. Gracias a Dios, aquella convocatoria fue una falsa alarma, y mi padre pudo regresar casi enseguida.
Pasado un año muy difícil con profesores particulares, en que nos volvimos indisciplinados y perezosos, y en que olvidé hasta las tablas de multiplicar, empezamos a ir a la escuela francesa. En un primer momento, mi padre no había querido enviarnos a esta escuela, al contrario que los demás padres suizos, porque le parecía faltar a la neutralidad, pero ante la situación no tuvo más remedio que ceder. Afortunadamente, durante ese año mi padre, que era un apasionado de la historia y la literatura —pasión que también yo he heredado—, nos hacía ejercitar el alemán para que no olvidásemos esa lengua: le gustaba hacernos leer un capítulo de un libro clásico, y luego teníamos que resumirlo en cinco páginas, después en tres, después en una y finalmente en media. También nos hacía traducir poesías al castellano, sin exigir que los versos rimaran, pero sí que fuesen de la misma longitud. Estos ejercicios de lectura y redacción me han servido mucho en la vida. También de esa época datan mis primeros conocimientos de inglés, que mi padre me enseñaba leyendo una novela conmigo.
Una vez en la escuela francesa, las cosas se normalizaron. Aprendimos el idioma con bastante facilidad por ser aún pequeños, y porque teníamos profesores de gran calidad, que también ponían el acento en la literatura y en la historia, además de enseñarnos muy a fondo la gramática y la sintaxis. Como es lógico, insistían principalmente en lo referente a Francia: la lengua, la historia, la geografía... Muchos años más tarde, pasé unos meses en París para hacer prácticas en hospitales de esa capital. Me fue facilísimo orientarme, porque, por la escuela, conocíamos París como nuestra propia casa, sin haber estado nunca. En cambio, las Ciencias no se enseñaban con el mismo nivel, por lo que supusieron una dificultad para mí durante el bachillerato.
Pero lo más relevante de aquellos años fue que, en la escuela francesa, descubrí algo que más tarde irrumpiría en mi vida con fuerza inusitada y que casi no conocía entonces: la religión, concretamente el catolicismo. En mi casa, aunque reinaba un profundo respeto y caridad, no había una especial piedad. Sí recuerdo que cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, mi madre venía a rezar una pequeña oración infantil cuando estábamos en la cama. Pero después dejó de hacerlo, quizá porque íbamos siendo mayores. Siempre se hablaba con mucho respeto de todas las religiones y desde luego, de Dios, pero sin profundizar. Más adelante, no recuerdo cómo, aprendí el Padrenuestro en alemán. Me parecía una oración bonita, y la recitaba sola todas las noches, antes de dormirme, porque era lo único que sabía hacer por Dios. Pero ni la entendía demasiado ni le daba tampoco mayor importancia.
Aunque en la escuela alemana apenas habíamos oído hablar de Dios, allí tuvo lugar un hecho de gran trascendencia, por más que entonces para mí no lo fuera: mi bautizo por un pastor protestante alemán que vino de Madrid. Antes, casi no había sido posible celebrar esta ceremonia, o al menos no con un pastor conocido por mis padres. Yo tenía algo más de cinco años, y conmigo recibieron este sacramento mis dos hermanos menores, Mirta y Bernardo. Lo que más me impresionó fue el bonito vestido blanco. El agua para la ceremonia fue presentada en una especie de fuente profunda, de estaño, que tenía grabadas unas palabras del Salmo 127: «Mirad que del Señor son los hijos, merced suya es el fruto de la entraña». Mi padre conservó este objeto hasta su muerte y después lo heredó una de mis sobrinas. Además de esta ceremonia, que tuvo lugar durante los años de estudio en el colegio alemán, recuerdo tan solo a un profesor, uno de los que más quería, que un día —debía ser por Semana Santa— nos contó la Pasión del Señor con mucha piedad. Tengo que confesar que no entendí gran cosa pero, no sé por qué —tal vez por ser un tema poco tratado en casa de mis padres—, me dio tal respeto que no lo comenté con nadie.
Después, con la llegada del nacionalsocialismo, desapareció todo vestigio de religión en la escuela. Efectivamente la ideología nazi, lejos de las tierras alemanas, iba empapando poco a poco aquella sede educativa. Había, por ejemplo, un profesor que era conocido como uno de los más afines, que tenía unos métodos nada delicados. Un día prometió abofetear al primero que hablase y tuve la desgracia de ser yo: me dio un manotazo que pensé que quedaría sorda para toda la vida. Pero peor me pareció el día en que se burló de un alumno español porque llevaba al cuello una medalla de la Virgen. Dijo que aquello no era cosa de hombres. Aunque nosotros, los suizos protestantes, no llevábamos “esas cosas”, el hecho me pareció muy poco delicado y me indignó, y el apuro de mi pequeño compañero me dio mucha pena. No cambiamos de colegio por el asunto religioso, pero este se ponía de relieve en nuestras nuevas aulas del colegio femenino francés.
Hasta aquel