un obstáculo más cercano y material: convertir las pesetas en francos era un negocio muy caro, y mi padre pensaba que no me podría pagar una carrera tan larga, salvo que la estudiase en España. Tendría pues que renunciar a estudiar en la patria, como hacían, sin excepción, todos los chicos y chicas de la colonia suiza.
Ya he relatado la preocupación de los padres de la colonia suiza si por algún motivo no podían enviar a sus hijos a estudiar a la patria. A mí, por el contrario, me alegró la posibilidad de quedarme en España, porque a pesar de la diferencia de religión, tenía una gran “pandilla” de amigas y amigos con la que lo pasaba estupendamente, sobre todo en la escuela y durante la Feria de Abril, fiesta típica de Sevilla en primavera, con mucha gente por la calle, guitarras y baile, vino, caballos con chicas vestidas de sevillanas a la grupa, alegría. Mis amigos y yo teníamos mil planes juntos, nos encantaba divertirnos y pasar por encima de cualquier dificultad juntos. Así, por ejemplo, durante los meses de invierno, representábamos una obra de teatro a la que acudían familiares, amigos y conocidos. El precio de la entrada nos permitía ir ahorrando para poder montar una “caseta”, una especie de tienda de lona, donde reunirnos los amigos durante la Feria. Pensar que, además de estudiar Medicina, podría seguir disfrutando de todo aquello me llenaba de gozo. A mi padre, aunque nunca lo dijo, estoy segura de que le ilusionaba tener una hija médico y que al menos uno de nosotros permaneciera más tiempo con ellos en casa. Y, por supuesto, pienso que mi madre sentía lo mismo.
Yo entonces no lo sabía, pero una vez más el hilo conductor tendido por Dios en mi vida se iba desenrollando. Si me hubiese marchado a Suiza, como todos mis compatriotas, probablemente no habría conocido nunca el Opus Dei, o si acaso, mucho más tarde, puesto que, como relataré más adelante, no se comenzó en aquel país hasta el año 1964. Pero antes de encontrarme con esa espiritualidad, Dios me fue preparando.
Con la pandilla de amigos solía ir a ver los pasos de Semana Santa. Por esa época leí una novela en la que el protagonista, precisamente un suizo protestante, se convertía al catolicismo al asistir a esas procesiones. No sé si esto ocurriría alguna vez en la realidad, pero yo seguía ciega en cuanto a la belleza del culto y sobre todo en cuanto a lo que aquellas celebraciones de Semana Santa expresaban. Lo que sí comencé a captar era que algunos de mis amigos tomaban muy en serio esa semana y todas aquellas manifestaciones de la religiosidad popular. Yo respetaba el recogimiento y piedad de mis amigos, y aunque no lo compartía, alguna vez sentí que aquellas imágenes removían algo dentro de mí. Fue al ver pasar un paso procesional que representaba al Crucificado, una estupenda imagen de Martínez Montañés —supongo que sería el Cristo de los Gitanos, según la costumbre sevillana de dar un nombre especial a cada imagen—. Me fijé de pronto en que aquella representación de Jesús tenía las rodillas heridas, como de haberse caído camino del Gólgota. Sentí mucha pena.
Sin embargo, como buena protestante, el culto a las imágenes no me atraía en absoluto. El pastor me contó un día que el Cristo de los Gitanos se llamaba así porque el escultor se había inspirado en un gitano moribundo. Me pareció penoso, como una falta de respeto a Jesucristo. Años más tarde, recordando esta anécdota, ya no vi inconveniente en que se hubiese copiado la cara de un hombre moribundo, puesto que Jesucristo era —y es, como le gustaba recordar y decir a san Josemaría— verdadero hombre además de verdadero Dios. Siendo ya católica aprendí a amar a Jesús en su divinidad y en su humanidad, y por eso, ya no volví a asustarme al ver el parecido de Jesús con los hombres normales. San Josemaría lo expresaba en Camino, haciéndonos caer en la cuenta de ese inmenso amor humano del Señor: Jesús es tu amigo. —El Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti [1]. Con el tiempo comprendí que, pese a los posibles abusos que se puedan dar en la veneración de imágenes, representar al Señor, a su Madre y a los santos, o tener un crucifijo colgado de la pared, puede hacer mucho bien. También aprendí del Padre a utilizar las imágenes como medios para acordarme de Dios durante el día y procurar un diálogo continuo con Él y con su Madre, la Virgen.
Al pasar a bachillerato, el cambio de clase supuso también conocer nuevas compañeras. Con Esperanza Carrasquilla y las hermanas Angelines y Conchita García Gordillo formé enseguida un cuarteto muy unido. Sabíamos pasarlo muy bien a pesar de los apuros del estudio y de los exámenes. Eran chicas buenísimas y piadosas, que frecuentaban los sacramentos. El profesor de Literatura de la escuela era ateo, cosa que preocupaba mucho a mis compañeras, y un poco también a mí. Ellas solían defender la religión ante él con mucho ardor, pero entre nosotras nunca hablábamos del tema, quizá por temor a una desunión. Solo una vez recuerdo que me preguntaron si rezaba, y empecé a recitarles la oración infantil que mi madre nos había enseñado. Les causó risa, por lo que me sentí profundamente ofendida y nunca más quise tocar el tema.
Además de mi pandilla, Dios también aprovechó los estudios que todavía tenía pendientes para ir metiéndose en mi vida. Antes de comenzar los estudios universitarios, como ya he dicho, tenía que cursar el Bachillerato. Debido a las “idas y venidas” de las distintas escuelas a las que había asistido, al comenzar el bachillerato tenía bastante retraso en mis conocimientos respecto al resto de mis compañeras. Por eso tuve que estudiar más intensamente y concentrar contenidos de varios años para poder presentarme al examen de reválida. No me importó demasiado, ya que me gustaba mucho aprender y estudiar. El bachillerato era muy completo, sobre todo desde el punto de vista humanístico. Estudié de nuevo con alegría la historia y la literatura —ahora a nivel mundial, y no ya solo francés—, así como el latín y un poco de griego. Además, en esa época se cursaba toda una serie de asignaturas comunes sobre Religión: Historia Sagrada, Dogmática, Moral, Sacramentaria, e incluso Liturgia. Estas clases venían precedidas de unas bases de Filosofía, materia que no había estudiado antes y que me apasionó.
Estudiaba la Religión como una materia más, y me examinaba siempre pensando: “Sé que esta es la Religión católica, pero no va conmigo”. Como si se tratase de Física o de Geografía, procuraba entender los conceptos, y nada más. Teníamos como profesor de estas asignaturas a un anciano sacerdote, muy santo, que me tenía un gran afecto: don Alfonso Espinosa. Solía decir que yo explicaba el tema de la gracia mejor que nadie. Mis padres también le apreciaban. A lo largo de aquellas clases y de las conversaciones surgidas a raíz de dudas —meramente teóricas— que yo planteaba, nunca me insinuó la idea de la conversión: probablemente se daba cuenta de que aún no había llegado la hora.
Cuando mi padre finalmente se mostró de acuerdo con que me quedase en España para cursar mi carrera universitaria, me hizo prometer que, terminado el bachillerato y antes de empezar mis estudios de Medicina, pasaría un año en Suiza para conocer bien mi país. Al menos, tendría así la oportunidad de conocer la patria y, entre otras cosas, recibir la Confirmación protestante. Aunque mi padre no practicaba demasiado su fe, y el protestantismo no considera la Confirmación como un sacramento, comprendía que ese evento era de una importancia decisiva desde el punto de vista social. Por supuesto yo accedí a aquella petición, me parecía justo, y me alegraba la oportunidad de conocer mi país de origen.
EL AÑO SABÁTICO
En julio de 1947 aprobé la reválida, el examen final de bachillerato, con una edad algo mayor de la habitual en España para esta prueba, pues tenía dieciocho años. En octubre de ese mismo año, partí hacia Suiza con mi hermana Mirta, para iniciar lo que considero mi año sabático. Estuvimos un año en un internado protestante para chicas en el pueblo de Horgen. Casi todas las habitaciones eran individuales, pero como a mi hermana y a mí nos encantaba tener muchas amigas y hacer pandilla, con asombro de la dirección, pedimos dormir en la única habitación de ocho camas que había en el instituto. Nos divertimos muchísimo, aunque en realidad aprendimos bastante poco: algunas nociones de inglés —siempre he lamentado no saberlo mejor— y bastante economía doméstica.
Debo reconocer que lo más enriquecedor fue descubrir mi afición por la cocina. Evidentemente, aquellas clases de cocina estaban marcadas por una creatividad propia del contexto de la inmediata posguerra, que llevaba a hacer platos muy sencillos, como mermeladas con edulcorantes artificiales. Una nueva “ingeniosidad” del Señor, que seguía preparándome para comprender y hacer propio cada uno de los aspectos