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José María de Pereda
Sotileza
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664134325
Índice
I
CRISÁLIDAS
El cuarto era angosto, bajo de techo y triste de luz; negreaban á partes las paredes, que habían sido blancas, y un espeso tapiz de roña, empedernida casi, cubría las carcomidas tablas del suelo. Contenía una mesa de pino, un derrengado sillón de vaqueta y tres sillas desvencijadas; un crucifijo con un ramo de laurel seco, dos estampas de la Pasión y un rosario de Jerusalén, en las paredes; un tintero de cuerno con pluma de ave, un viejo breviario muy recosido, una carpetilla de badana negra, un calendario y una palmatoria de hoja de lata, encima de la mesa; y, por último, un paraguas de mahón azul con corva empuñadura de asta, en uno de los rincones más obscuros. El cuarto tenía también una alcoba, en cuyo fondo, y por los resquicios que dejaba abiertos una cortinilla de indiana, que no alcanzaba á tapar la menguada puerta, se entreveía una pobre cama, y sobre ella un manteo y un sombrero de teja.
Entre la mesa, las sillas y el paraguas, que llenaban lo mejor de la estancia, y media docena de criaturas haraposas, que arrimadas á la pared, ó aplastando las narices contra la vidriera, ó descoyuntadas entre dos sillas y la mesa, ocupaban casi el resto, trataba de pasearse, con grandísimas dificultades, un cura de sotana remendada, zapatillas de cintos negros y gorro de terciopelo raído. Era alto, algo encorvado, con los ojos demasiado tiernos, de lo cual, por horror á la luz, era obra la encorvadura del cuello; y tenía un poco abultada y rubicunda la nariz, gruesos los labios, áspero y moreno el cutis y negra la dentadura.
Entre todos aquellos granujas no había señal de zapato ni una camisa completa; los seis iban descalzos, y la mitad de ellos no tenían camisa. Alguno envolvía todo su pellejo en un macizo y remendado chaquetón de su padre; pocos llevaban las perneras cabales: el que tenía calzones no tenía chaqueta, y lo único en que iban todos acordes era en la cara sucia, el pelo hecho un bardal y las pantorrillas roñosas y con cabras. El mayor de ellos tendría diez años. Apestaban á perrera.
—Vamos á ver—dijo el cura, dando un coquetazo al del chaquetón, que se entretenía en resobar las narices contra los vidrios del balcón, el cual muchacho era morrudo, cobrizo, bizco y de cabeza descomunal,—¿quién dijo el Credo?
Se volvió el rapaz, después de largar un hilo sutil de saliva á la vidriera por entre dos de sus incisivos, y respondió, encogiéndose de hombros:
—¡Qué sé yo?
—Y ¿por qué no lo sabes, animalejo? ¿Para qué vienes aquí? ¿Cuántas veces te he repetido que los apóstoles? Pero ab asino, lanam... ¿Cuántos Dioses hay?...
—¿Dioses?—repitió el interpelado cruzando los brazos atrás, con lo que vino á quedar en cueros vivos por delante; porque el chaquetón no tenía botones, ni ojales en que prenderlos aunque los hubiera tenido. Reparó el cura en ello y dijo, echando mano á las solapas y cruzando la una sobre la otra:
—¡Tapa esas inmundicias, puerco!... ¿Y los botones?
—No los tengo.
—Los habrás jugado al bote.
—Tenía una escota y la perdí esta mañana.
El cura fué á la mesa y sacó del cajón un bramante, con el que á duras penas logró sujetar las dos remendadas delanteras del chaquetón, de modo que taparan las carnes del muchacho. En seguida le repitió la pregunta:
—¿Cuántos Dioses hay?
—Pues habrá—respondió el interpelado, volviendo á cruzar los brazos