Jose Maria de Pereda

Sotileza


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con un arpón, cerca de la orilla del bardal.

      —¡Cosa de nada!—como dijo Andrés respingando de gusto en cuanto las vió;—descalzarme, remangar las perneras hasta los muslos, y en un decir «Jesús,» atracar un poco las vigas, halando del cabo del arpón; saltar encima de ellas, y con el palo que tengo escondido donde yo sé, bien cerca de aquí... ¡Recontra, qué barco más hermoso!... ¡y qué marea!

      Lo mismo opinaban Sula y Muergo, y bien le tentaron para que no pasara de allí; pero la fuerza que le movía hacia San Martín era más poderosa que la que trataba de detenerle en la Maruca; y por eso, y porque Silda, acaso recordando el remojón consabido al ver la percha, que ya le había señalado Muergo con sus ojos bizcos y su risa estúpida, le apoyó con vehemencia, fué sordo á las seducciones de sus astrosos compañeros, y ciego á los atractivos que tenía delante.

      Así es que duró poco la detención allí, y muy pronto se les vió trepar á los prados en busca del camino de la Fuente Santa. Aunque Andrés había visto, al asomarse al Muelle en sitio conveniente, que aún no se había puesto el gallardete amarillo sobre la bandera azul en el palo de señales de la Capitanía, prueba de que la corbeta avistada no abocaba todavía al puerto, llevaba mucha prisa; porque resuelto á ver la entrada de su padre desde San Martín, creía que andaba el barco más que su pensamiento, y temía llegar tarde.

      Mientras caminaba, siempre delante de los demás, éstos le acribillaban á preguntas, ó le detenía alguno de ellos para ver cómo se revolcaba Muergo sobre los prados, ó se bañaba algún chico entre las peñas cercanas á la Cueva del tío Cirilo, ó rendía la bordada un patache buscando la salida con viento de proa, ó remedaba Silda el mirar torcido y el reír estúpido de Muergo.

      —¡Buenas cosas traerá tu padre!—dijo la muchachuela á Andrés.

      —Á veces las trae tal cual,—respondió Andrés sin volver la cara.

      —¿Para tí también?

      —Y para todos. Una vez me trajo un loro.

      —Mejor eran cajetillas,—expuso Sula.

      —U jalea,—añadió Muergo.

      —Para él las trae á cientos, de Las tres coronas,—dijo Andrés respondiendo á Sula.

      —¡Bien sé yo lo que es jalea, puño!—insistió Muergo relamiéndose.—Una vez la caté... ¡ju, ju, ju! Se lo dió á mi madre una señora del Muelle... Yo creo que lo trincó, ¡ju, ju, ju! Tamién yo se lo trinqué á ella una noche, y me zampé media caja... ¡Puño, qué taringa endimpués que lo supo!

      —Puede que tamién traiga mantones de seda—dijo Silda, apretando la jareta de la saya sobre su cintura.—Si trae muchos, guárdame uno, ¿eh, Andrés?

      Volvióse éste hacia Silda, asombrado del encargo que acababa de hacerle, y vió á Sula cabeza abajo, agarrado con las manos á la yerba y echando al aire, ora una pierna, ora la otra, pero nunca las dos á la vez. Cabalmente el hacer pinos pronto y bien era una de las grandes habilidades de Andrés. Sintióse picado del amor propio al ver la torpeza de Sula, y alumbrándole un puntapié en el trasero, díjole, para que se enteraran todos los presentes:

      —Eso se hace así.

      Y en un periquete hizo el pino perfecto, con zapateta y perneo, y la Y, y casi la T, y cuanto podía hacerse, sin ser descoyuntado volatinero, en aquella incómoda postura. Y tanto se zarandeó, animado por el aplauso de Silda y de Muergo, que se le cayó en el prado cuanto llevaba en los bolsillos, lo cual no era mucho: tres cuartos en dos piezas, un pitillo, un cortaplumas con falta de media cacha, y unos papelejos.

      En cuanto Muergo vió el pitillo, le echó la zarpa y se apartó un buen trecho; y antes que Andrés hubiera deshecho el pino y recogido del suelo los cuartos, papeles y navaja, ya él había sacado un fósforo de cartón que conservaba en el fondo insondable de un bolsillo de su chaquetón, y resobado el misto contra un morrillo, y encendido el cigarro, y dádole tres chupadas tan enormes, sin soltarle de la boca, y tan bien tapadas, que cuando se le fué encima el hijo del capitán de la Montañesa reclamando á piña seca lo que era suyo, Muergo, envuelta en humo la monstruosa cabeza, porque le arrojaba por todos los agujeros de ella y hasta parecía que por las mismas crines de su melena, sólo pudo entregar medio pitillo, y ese puerco y apestando. Así y todo, le consumió Andrés en pocas chupadas, pues si á Sula le vencía en hacer pinos, á taparlas no le ganaba Muergo. ¡Como que le había enseñado á fumar Cuco, que era el fumador más tremendo del Muelle-Anaos, lo cual es tanto como decir el fumador más valiente del mundo! Pues todavía alumbró Sula un par de bofetadas buenas á la colilla impalpable que tiró Andrés.

      En la Fuente Santa se encaramaron en el pilón y bebieron agua, sin sed los más de ellos, y Silda se lavó las manos y se atusó el pelo. Después echaron por el empinado callejón de la «fábrica de sardinas,» y salieron á los prados de Molnedo. Allí intentó Muergo hacer su poco de pino, quedándose rezagado para que no le vieran la prueba si le salía mal. En la brega para enderezar no más que el tronco sobre la cabeza, pues en cuanto á los pies, no había que pensar en despegarlos del prado, se le volvieron las faldas del chaquetón hasta taparle los ojos. En tan pintoresco trance le hallaron los de sus camaradas, advertidos por Silda, que fué la primera en notar la falta del salvaje rapaz. Llegáronse todos á él muy queditos; y uno con ortigas y otro con una vara, y Silda con la suela entachuelada de un zapato viejo que halló en el prado, le pusieron aquellas nalgas cobrizas, que echaban lumbres.

      —¡Págame el tronchazo, animal!—le gritaba Silda mientras le estampaba las tachuelas en el pellejo, cuando le dejaban sitio y ocasión la vara de Andrés y las ortigas de Sula.

      Bramidos de ira, y hasta blasfemias, lanzaba Muergo al sentirse flagelado tan bárbaramente; pero sólo cuando imploró misericordia, logró que sus verdugos le dejaran en paz y rascarse á sus anchas las ampollas, que le abrasaban.

      Sula, ya que estaba allí, quiso acercarse al Muelluco. Andrés le dijo que hartas detenciones iban ya para la prisa que él llevaba; pero Sula no tomó en cuenta el reparo, y se bajó al Muelluco. En seguida empezó á gritar:

      —¡Congrio, qué hermosura!... ¡Cristo, qué marea! ¡Madre de Dios, qué cámbaros!... ¡Atracarvos, congrio!

      Y no hubo más remedio que atracarse todos al Muelluco. Buena era, en efecto, la marea, mas no para tan ponderada; y en cuanto á los cámbaros, los pocos que se veían no pasaban de lo regular. Pero Sula estaba en lo suyo, y no podía remediarlo. El sol calentaba bastante; el agua, verdosa y transparente, cubría en aquel sitio más de dos veces, y se podían contar uno á uno los guijarros del fondo.

      —Échame dos cuartos, Andrés—le dijo el raquero, piafando impaciente sobre el Muelluco.—¡Te los saco de un cole!

      —No los tengo,—contestó Andrés, que deseaba continuar su camino sin perder un minuto.

      —¡Que no los tienes?—exclamó admirado Sula.—¡Y te los cogí yo mesmo del prao cuando te se caeron de la faldriquera endenantes!

      Andrés se resistía. Sula apretaba.

      —¡Congrio!... ¡Échame tan siquiera el cuarto! ¡Vamos, el cuarto solo, que tamién tienes!... ¡Anda, hombre!... Mira, le engüelves en uno de esos papelucos arrugaos que te metí yo mesmo en la faldriquera...

      Y Andrés, que nones. Pero terció Silda á favor del suplicante, y al fin la roñosa moneda, envuelta en un papel blanco, fué echada al agua. Los cuatro personajes de la escena observaron, con suma atención, cómo descendía en rápidos ziszás hasta el suelo, y cómo se metió debajo de un canto gordo, movedizo, pero sin quedar enteramente oculta á la vista.

      —¡Cóntrales!—dijo Sula rascándose la cabeza y suspendiendo la tarea, que había comenzado, de quitarse su media camisa sin despedazarla por completo.—¡Puede que haiga pulpe allí!

      Cosa que á Muergo le tenía sin cuidado, puesto que, en un abrir y