gozoso y preocupado! Ligo le había tomado por su cuenta; y después de andar con él de un lado para otro, haciéndole reir ó ponerse colorado con las cosas que preguntaba al Conde del Nabo sobre la flojedad de sus choquezuelas, ó á Caral acerca de su canoa (sombrero), se habían acomodado juntos en lo más alto y saliente del promontorio.
Al fin, se oyeron muchas voces que exclamaron á un tiempo:
—¡Ahí está!
Y allí estaba, en efecto, la Montañesa, que abocaba orzando, cargada de trapo hasta los topes, el pabellón ondeando en el pico de cangreja, y con el práctico á bordo ya, pues que llevaba la lancha al costado. Apenas arribó sobre la Punta del puerto, ya se la vió pasar rascando la Horadada por el Sur del islote, y tomar en seguida, como dócil potro bien regido, el rumbo de la canal. La brisa la empujaba con cariño, y sobre copos de blandos algodones parecían mecerse sus amuras poderosas.
Cada movimiento del barco arrancaba un comentario de aplauso á los inteligentes de San Martín, y producía un tumulto en el corazón de Andrés, que era el más interesado de todos en las valentías de la corbeta y en la llegada de su capitán.
Así se fué acercando poco á poco, siguiendo inalterable su derrotero, como quien pisa ya terreno conocido, que es, además, camino de su casa; y tanto y con tal destreza atracaba la costa de los espectadores, que cualquier ojo ducho en estas maniobras hubiera conocido que el práctico que la gobernaba se había propuesto demostrar á los contramaestres de muralla que allí no se trabajaba á lo zapatero de viejo, sino que se hilaba mucho y por lo fino. ¡Y vaya si el tío Cudón, que era el práctico que había tomado á la corbeta en el Sardinero, sabía, como el más guapo, meter como una seda el barco de mayor compromiso!
Y en esto continuaba arribando, con un andar de siete millas; y llegó á oirse el rumor de la estela, y el crujir de la jarcia al rehenchirse la lona, y el resonar de la cadena al ser sacada de sus cajas, y plegadas á proa las brazas suficientes de ella para dar fondo en el momento oportuno; algún espectador creía distinguir caras conocidas sobre el puente; llegó á verse claro y distinto al piloto Sama, sobre el castillo de proa, con sus botas de agua, su chaquetón obscuro y su gorra de galón dorado... y Andrés, exclamando: «¡mírale!» apuntó, con el brazo tendido, á su padre, de pie sobre la toldilla de popa, junto á la rueda del timón, y la diestra en la driza de la bandera, con la cual, momentos después y al hallarse la corbeta casi debajo de la visual de los espectadores de San Martín, respondió á las aclamaciones y saludos de éstos, izándola tres veces seguidas, mientras se llenaba la borda de estribor de tripulantes y pasajeros que agitaban al aire sus gorras y jipijapas. Entonces pudieron gozarse á la simple vista todos los detalles de la corbeta... ¡La muy presumida! ¡Cómo había cuidado, antes de abocar al puerto, de sacudirse el polvo del camino y arreglarse todos sus perifollos! Sus bronces parecían oro bruñido; traía las vergas limpias de palletería, y sin sus forros de lona, burdas y cantos de cofa; oscilaba en la batayola el catavientos de pluma, que sólo se luce en el puerto, y flameaban en los galopes de la arboladura la grímpola azul con el nombre del barco en letras blancas; la contraseña de la casa, y la bandera blanca y roja de la matrícula de Santander.
Otra vez saludó el pabellón de la Montañesa, y otra vez más volvieron á cruzarse vítores, hurras y sombreradas entre la gente de á bordo y la de tierra; y como si el barco mismo hubiera participado del sentimiento que movía tantos ánimos, haciendo crujir de pronto todo su aparejo, hundió las amuras en el agua hasta salpicar las anclas, que ya venían preparadas sobre capón y boza, y se tendió sobre el costado de babor, dejando al descubierto en el otro, por encima de las lumbres de agua, más de una hilada de reluciente cobre.
En esta posición gallarda, meciéndose juguetona en el lecho de hervorosa espuma que ella misma agitaba y producía, se deslizó á lo largo del peñasco, rebasó en un instante del escollo de las Tres hermanas, cargáronse en seguida sus mayores y se arriaron gavias, foques y juanetes; y muy poco más allá, á la voz resonante y varonil de ¡fondo! que se dejó oir perceptible y clara sobre el puente, caía un ancla en el agua y se percibía el áspero sonido de los eslabones, al filar por el escobén más de cuarenta brazas de cadena. Con lo que la airosa corbeta, tras un fuerte estremecimiento, quedó inmóvil sobre las tranquilas aguas del fondeadero de la Osa, como corcel de bríos parado en firme por su jinete á lo mejor de su carrera.
III
DÓNDE HABÍA CAÍDO LA HUÉRFANA DE MULES
Tío Mocejón, el de la calle alta (porque había otro Mocejón más joven en el Cabildo de Abajo), era un marinero chaparrudo, rayano con los sesenta, de color de hígado con grietas, ojos pequeños y verdosos, de bastante barba, casi blanca, muy mal nacida y peor afeitada siempre, y tan recia y arisca como el pelo de su cabeza, en la cual no entraba jamás el peine, y rara, muy rara vez, la tijera. Tenía los andares como todos los de su oficio, torpes y desaplomados; lo mismo que la voz, las palabras y la conversación. El mirar en tierra, obscuro y desdeñoso. En tierra digo, porque en la mar, como andaba en ella, ó por encima ó alrededor de ella venía cuanto en el mundo podía llamarle la atención, ya era otra cosa. El vil interés y el apego instintivo al mísero pellejo le despertaban en el espíritu los cuidados; y no hay como la luz de los cuidados para que echen chispas los ojos más mortecinos. En cuanto á genio, mucho peor que la piel, que la barba, las greñas, los andares y la mirada; no por lo fiero precisamente, sino por lo gruñón, y lo seco, y lo áspero, y lo desapacible. Unos calzones pardos, que al petrificarse con la mugre, el agua de la mar y la brea de la lancha, habían ido tomando la forma de las entumecidas piernas; unos calzones así, atados á la cintura con una correa; unos zapatos bajos, sin tacones ni señal de lustre, en los abotagados pies; un elástico de cobertor, ó manta palentina, sobre la camisa de estopa, y un gorro catalán puesto de cualquier modo encima de las greñas, como trapo sucio tendido en un bardal, componían el sempiterno envoltorio de aquel cuerpo, pasto resignado de la roña, y muy capaz hasta de pactar alianzas con la lepra, pero no de dejarse tocar del agua dulce.
Pues con ser así tío Mocejón, no era lo peor de la casa; porque le aventajaba en todo la Sargüeta, su mujer, cuyo genio avinagrado y lengua venenosa y voz dilacerante, eran el espanto de la calle, con haber en ella tantas reñidoras de primera calidad. Era más alta que su marido, pero muy delgada, pitarrosa, con hocico de merluza, dientes negros, ralos y puntiagudos; el color de las mejillas, rojo curado; y lo demás de la cara, pergamino viejo; el pecho hundido, los brazos largos; podían contarse los tendones y todos los huesos de sus canillas, siempre descubiertas, y apestaba á parrocha desde media legua. Nunca se le conoció otro atalaje que un pañuelo obscuro atado debajo de la barbilla, muy destacado sobre la frente y caído hacia los ojos, para que no los ofendiera la luz; un mantón de lana, también obscuro y también sucio, y hasta remendado, cruzadas sobre el pecho las puntas y amarradas encima de los riñones; un refajo de estameña parda, y en los pies unas chancletas con luces á todos los vientos.
Sin embargo, hay quien asegura que era más llevadera esta mujer inaguantable, que su hija Carpia, moza ya metida en los diez y nueve, tan desaliñada y puerca como su madre, pero más baja de estatura, más morena, más chata, tan recia de voz y tan larga de lengua, y, además, cancaneada. Era de oficio sardinera, y cosa de taparse la gente los oídos y los ojos y aun las narices, cuando ella pasaba con el carpancho lleno, encima de la cabeza, chorreando la pringue sobre hombros y espaldas, cerniendo el corto y sucio refajo al compás del vaivén chocarrero de sus caderas, y pregonando á gañote limpio la mercancía. Ninguna sardinera ponía la nota final más alta ni tan bien sostenida; se llegaba á perder la esperanza de que aquel grito