siquiera? Pues sábete que negocios ajenos matan al alma; y de negocios ajenos estoy yo hasta la corona, ¡hasta la corona, hijo... y más arriba también!... ¡Cuerno con el hinojo de mis pecados!...
Aquí se dió dos vueltas el fraile por el cuarto, mientras las ocho criaturas se miraban unas á otras, ó se desperezaban algunas de ellas, ó se aburrían las más; y después de retorcerse dos veces seguidas dentro del vestido, detúvose delante de Silda y de Andresillo, y les dijo:
—De modo que lo que vosotros queréis es que ahora mismo os acompañe á casa de Mocejón, y le hable al alma y le diga: aquí está el hijo pródigo que vuelve arrepentido al hogar paterno...
—Á mí no—interrumpió Andrés con viveza;—á ésta es á quien ha de acompañar usté. Yo me voy ahora mismo á San Martín á ver entrar á mi padre, que debe estar ya si toca ó llega.
—Y yo me voy contigo—dijo Silda con la mayor frescura.—Me gusta mucho ver entrar esos barcos grandes...
—Entonces, cabra de los demonios—replicóla fray Apolinar, cuadrándose delante de ella,—¿para quién voy á trabajar yo? ¿Qué voy á meterme en el bolsillo con ese mal rato? Si á tí no te importa lo que resulte del paso que me obligáis á dar, ¿qué cuerno me ha de importar á mí?... ¡Pues no voy, ea!
—Á que sí, pae Polinar,—le dijo Andrés, mirándole muy risueño.
—¡Á que no!—respondió el fraile, queriendo ser inexorable.
—Á que sí,—insistió Andrés.
—¡Cuerno!—replicó el otro casi enfurecido,—¡pongo las dos orejas á que no, y á reteque no!
Entonces, como si se hubieran puesto instantáneamente de acuerdo los ocho personajes que le rodeaban, gritaron unísonos y con cuanta voz les cabía en la garganta:
—¡Á que sí!
Y como vieron al fraile rascarse nervioso la cabeza y alumbrar un testarazo á Muergo, lanzáronse todos en tropel á la escalera, que, angosta y carcomida, retemblaba y crujía, y no pararon hasta el portal, donde se examinó el regalo del padre Apolinar.
Después de convenir todos en que no era cosa superior, dijo Andrés á Silda:
—Para cuando volvamos de San Martín, ya habrá estado pae Polinar en casa de tío Mocejón, ó en otra casa... De un brinco subo yo á preguntarle lo que haya pasado. Tú me esperas aquí, y bajo y te lo cuento. No te dé pena, que ya lo arreglaremos entre todos. Ahora, vámonos.
La niña se encogió de hombros, y Muergo, apretándose el nudo de la driza del chaquetón, dijo enseñando los dientes y revirando mucho los ojos:
—Yo voy tamién, en cuanto deje estos calzones á mi madre.
—Y yo tamién,—añadió Sula.
Silda llamó burro á Muergo; Guarín, Cole y los demás dijeron que se iban, quién al Muelle-Anaos, quién á las lanchas, quién á otros quehaceres, y Muergo á dejar los calzones en su casa, y se separaron á buen andar.
* * * * *
Todo esto acontecía en una hermosa mañana del mes de junio, bastantes años... muchos años hace, en una casa de la calle de la Mar, de Santander; de aquel Santander sin escolleras ni ensanches; sin ferrocarriles ni tranvías urbanos; sin la plaza de Velarde y sin vidrieras en los claustros de la catedral; sin hoteles en el Sardinero y sin ferias ni barracones en la Alameda segunda; en el Santander con dársena y con pataches hasta la Pescadería; el Santander del Muelle-Anaos y de la Maruca; el de la Fuente Santa y de la Cueva del tío Cirilo; el de la Huerta de los Frailes en abertal, y del provincial de Burgos envejeciéndose en el cuartel de San Francisco; el de la casa de Botín, inaccesible, sola y deshabitada; el de los Mártires en la Puntida, y de la calle de Tumbatres; el de las gigantillas el día 3 de noviembre, aniversario de la batalla de Vargas, con luminarias y fuegos artificiales por la noche, y de las corridas en que mataba Chabiri, picaba el Zapaterillo, banderilleaba Rechina y capeaba el Pitorro, en la plaza de Botín, con música de los Nacionales; el Santander de los Mesones de Santa Clara, del Peso público y de Mingo, la Zulema y Tumbanavíos; del Chacolí de la Atalaya, y del cuartel del Reganche en la calle de Burgos; del parador de Hormaeche, y de la casa del Navío; el Santander de aquellos muchachos decentes, pero muy mal vestidos, que, con bozo en la cara todavía, jugaban al bote en la plaza Vieja, y hoy comienzan á humillar la cabeza al peso de las canas, obra, tanto como de los años, de la nostalgia de las cosas venerandas que se fueron para nunca más volver; del Santander que yo tengo acá dentro, muy adentro, en lo más hondo de mi corazón, y esculpido en la memoria de tal suerte, que á ojos cerrados me atrevería á trazarle con todo su perímetro, y sus calles, y el color de sus piedras, y el número, y los nombres, y hasta las caras de sus habitantes; de aquel Santander, en fin, que á la vez que motivo de espanto y mofa para la desperdigada y versátil juventud de hogaño, que le conoce de oídas, es el único refugio que le queda al arte cuando con sus recursos se pretende ofrecer á la consideración de otras generaciones algo de lo que hay de pintoresco, sin dejar de ser castizo, en esta raza pejina que va desvaneciéndose entre la abigarrada é insulsa confusión de las modernas costumbres.
II
DE LA MARUCA Á SAN MARTÍN
Estaba tentadora la Maruca cuando pasaron junto á ella los cuatro muchachos que se encaminaban á San Martín. Salía el agua á borbotones por el boquerón de la trasera del Muelle, y regueros de espuma iban marcando el creciente nivel de la marea en el muro de la calzada de Cañadío y en la playa de la parte opuesta, cerrada por la fachada de un almacén que aún existe, y un alto y espeso bardal que empalmaba con ella en dirección al Este, espacio ocupado hoy por la casa de los Jardines y la plaza del Cuadro, con cuantos edificios y calles les siguen por el Norte, hasta la pared de la huerta de Rábago. Esto era la Maruca de entonces, que comunicaba con la bahía por el alcantarillón que desembocaba en la punta del Muelle, antro temeroso que muy pocos valientes se habían atrevido á explorar, cabalgando en un madero flotante. Cuco aseguraba haber acometido esta empresa; es decir, entrar por el boquerón de la Maruca y salir por el del Muelle, á media marea; pero tales cosas contaba de tinieblas espesas, de ruidos espantosos, de ratas como cabritos y de ayes lastimeros, como de ánimas en pena, que me han hecho dudar después acá que fuera verdad la hazaña. Meter la cabeza en el negro misterio, pero sin abrir los ojos por no ver horrores, eso lo hicieron muchos, y yo entre ellos; pero lo de Cuco... ¡bah! ¿Por qué no citaba testigos cuando lo afirmaba? Y bien valía la pena de acreditarse así tal empresa, por ser la única que podía, ya que no compararse, ponerse cerca siquiera de otra, tan espantable de suyo, que ni en broma se atrevió entonces ningún muchacho á decir que la hubiera acometido: dar cuatro pasos no más en el antro misterioso que conducía al abismo en cuyo fondo flotaba el barco de piedra en que vinieron á Santander las cabezas de sus patronos, los mártires de Calahorra, San Emeterio y San Celedonio; antro cuya puerta de entrada, baja y angosta, manchada de todo género de inmundicias y cerrada siempre, contemplaban chicos y grandes, con serios recelos, en el muro del Cristo, cerca ya de San Felipe, al pasar por la embovedada calle de los Azogues. Según la versión popular, lo mismo era penetrar allí una persona, que caer destrozada á golpes y desaparecer del mundo para siempre. Se habían dado casos, y nadie los ponía en duda, aunque sobre los quiénes y los cuándos no hubiera toda la claridad que fuera de apetecer.
Repito que estaba tentadora la Maruca para los cuatro chicos que caminaban