cuerpo al caer; y sólo unas burbujitas y una ligera ondulación en la superficie indicaban que por allí se había colado aquel animalote bronceado y reluciente, que buceaba, como una tonina, meciéndose, yendo y viniendo alrededor del canto gordo, con la greña flotante, cual si fuera manojo de porreto; se le vió en seguida remover la piedra, mientras sus piernas continuaban agitándose blandamente hacia arriba, coger el blanco envoltorio, llevársele á la boca; invertir su postura con la agilidad de un bonito, y, de dos pernadas y un braceo, aparecer en la superficie con la moneda entre los dientes, resoplando como un hipopótamo de cría.
—¿Echas la mota?—dijo á Andrés después de quitarse el cuarto de la boca, y sosteniéndose derecho en el agua, solamente con la ayuda de las piernas.
—Ni la mota ni un rayo que te parta—respondió Andrés, consumido por la impaciencia.—¡Ni os espero tampoco más!
Y como lo dijo, lo hizo, camino de las Higueras, sin volver atrás la cara.
Cuando la volvió, cerca ya de los prados de San Martín, observó que no le seguía ninguno de sus tres camaradas. En el acto sospechó, no infundadamente, que el cuarto adquirido por Muergo era la causa de la deserción. Sula y la muchacha querrían que se puliera en beneficio de todos.
No le pesó verse solo, pues no le hacía mucha gracia andar en sitios públicos con amigos de aquel pelaje.
Menos le pesó cuando al atravesar, por el podrido tablero, el foso del castillo, vió su batería llena de gente que le había precedido á él con el mismo propósito de asistir desde allí á la entrada de la Montañesa; gente que le era bien conocida en su mayor parte, pues había entre ella marinos amigos de su padre, prácticos libres de servicio aquel día, á quienes había visto mil veces, no sólo en el Muelle, sino en su propia casa; el mismo dueño y armador de la corbeta, comerciante rico, que le infundía un respeto de todos los diablos; las mujeres de algunos marineros de ella; el mismísimo don Fernando Montalvo, profesor de náutica, maestro de su padre y de todos los capitanes y pilotos jóvenes de entonces, personaje de proverbial rigidez en cátedra, al cual temía mucho más que al amo de la Montañesa, porque sabía que estaba destinado á caer bajo su férula en día no remoto; Caral, el conserje del Instituto Cántabro, que no perdía espectáculo gratis y al aire libre; su amigo el Conde del Nabo, con su casacón bordado de plata, resto glorioso de no sé qué empleo del tiempo de sus mocedades, y la sempiterna queja de que no le alcanzaba la jubilación para nutrir el achacoso cuerpo, que ya se le quebrantaba por las choquezuelas; don Lorenzo, el cura loco de la calle Alta, tío de un muchacho, amigo de Andrés, que se llamaba Colo y estaba abocado á matricularse en latín, por exigencia y con la protección de aquel energúmeno; Ligo, mozo que iba á hacer ya su segundo viaje de piloto, y á cuya munificencia debía él algunos puñados de picadura... y no pocos coscorrones; Aniceto, el sastre inolvidable; Santoja, el famoso zapatero del portal del marqués de Villatorre... y muchos curiosos más de diversas cataduras; algunos con sus catalejos enfundados, y no pocos con sus sabuesos de caza ó su borreguito domesticado... Porque, en aquel entonces, la entrada de un barco como la Montañesa, de la matrícula de Santander, de un comerciante de Santander, mandado y tripulado por capitán, piloto y marineros de Santander, era un acontecimiento de gran resonancia en la capital de la Montaña, donde no abundaban los de mayor bulto. Además, la Montañesa venía de la Habana, y se esperaban muchas cosas por ella: la carta del hijo ausente; los vegueros de regalo; la caja de dulces surtidos; el sombrero de jipijapa; la letra de 50 pesos; la revista de aquel mercado; las noticias de tal cual persona de dudoso paradero ó de rebelde fortuna, y, cuando menos, las memorias para media población, y algunos indianos de ella, de retorno. La misma curiosidad, y por las mismas razones, excitaban la Perla, la Santander y muy pocas fragatas más de aquellos tiempos. Nadie ignoraba en la ciudad cuándo salían, qué llevaban, á dónde iban ni por dónde andaban, como fuera posible saberlo. Sus capitanes y pilotos eran popularísimos, y sus dichos y sus hechos se grababan en la memoria de todos, como glorias de familia. ¿Quién de los que entonces tuvieran ya uso de razón y vivan hoy, habrá olvidado aquella tarde inverniza y borrascosa, en que, apenas avistada al puerto una fragata, se oyó de pronto el tañido retumbante, acompasado, lento y fúnebre del campanón de los Mártires!
—¡Á barco!—exclamaron cientos y cientos de personas que conocían el toque.
—¡La Unión!—añadían consternadas, echándose á la calle, las que aún no habían salido de casa.
Porque no ignoraba nadie, desde por la mañana, que la Unión era la fragata avistada, y que venía corriendo un temporal furioso.
Yo me hallaba en la escuela de Rojí al sonar el campanón, y ninguno preguntó allí «¿qué fragata es esa?» cuando se nos dijo: «¡la Unión se va á las Quebrantas!» Todos la conocíamos, y casi todos la esperábamos. Con decir que en seguida se nos dió suelta, pondero cuanto puede ponderarse la impresión causada en el público por el suceso. Medio pueblo andaba por la calle, y el otro medio se desparramaba desde el castillo de San Martín al del Hano, viendo consternado, primero, cómo se salvaba la tripulación, casi por milagro de Dios, y, después, cómo daba á la costa el hermoso buque, y se despedazaba á los golpes del embravecido mar, y caía sobre sus despojos una nube de aquellos rapaces costeños, de quienes se contaba, y aún se cuenta, que ponían una vela á la Virgen de Latas siempre que había temporal, para que fueran hacia aquel lado los buques que abocaran al puerto.—No cabe en libros lo que se habló en Santander de aquel triste suceso, que hoy no llevaría dos docenas de curiosos al polvorín de la Magdalena. Y aún fué, pasados los años, tema compasible de muchas y muy frecuentes conversaciones; y todavía hoy, como se ve por la muestra, sale á colación de vez en cuando.
Y con esto, vuelvo á las personas que dejamos en San Martín esperando la llegada de la Montañesa.
Á pesar de ser muchas, se hablaba muy poco entre ellas; lo cual acontece siempre que se aguarda un suceso que interesa por igual á todos los circunstantes, ó están las gentes á cielo descubierto, delante de la naturaleza que habla por los codos, sin dejar que nadie meta su cuchara en la conversación... ¡Y qué elocuente estaba aquel día! La mar, verdosa y fosforescente, rizada por una brisa que yo llamaría juguetona, si el término no estuviera tan desacreditado por copleros chirles y por impresionistas cursis, que quizá no han salido nunca de los trigos de tierra adentro; el sol despilfarrando alegre sus haces de luz, que centelleaba entre los pliegues de la bahía y en los rojos traidores arenales de las Quebrantas. Allá, en el fondo del paisaje, los azulados picos de Matienzo y Arredondo, y más cerca, las curvas elevadas y los senos sombríos de la cordillera que iba perfilando la vista desde el cabo Quintres y las lomas de Galizano, hasta los puertos de Alisas y la Cavada, transparentándose en una bruma sutil y luminosa, como velo tejido por hadas con hilos impalpables de rocío; y allí, al alcance de la mano, los cerros del Puntal recibiendo en sus cimientos arenosos los besos amargos de la creciente marea. Por todo ruido, el incesante rumor de las aguas al tenderse perezosas en la playa contigua, ó al mojar con sus rizos, agitados por el aire, las asperezas del peñasco. No se veía el pulmón bastante henchido nunca de aquel ambiente salino, ni la vista se hartaba de aquella luz reverberante, parlanchina y revoltosa, que se columpiaba en la bruma, en las aguas y en las flores.
No sé si irían precisamente por este lado todos los pensamientos de aquellas personas cuando discurrían de una á otra parte por la explanada del castillo, ó se encaramaban en la paredilla del parapeto, ó se tumbaban sobre la yerba de la braña exterior, sin hablar más de tres palabras seguidas y con la vista errabunda por todos los términos del paisaje; pero puede apostarse á que, si por arte de hechicería se les hubiera puesto delante, en lugar del miserable castillejo, los mayores prodigios de la industria humana ó las maravillas de los palacios de Aladino, los hubieran contemplado sin el menor asombro; señal, aunque sin darse cuenta de ello, de que, á sus ojos, valían mucho más las maravillas de la naturaleza. Andrés era el único de los espectadores que no paraba mientes en estas maravillas, ni las hubiera parado tampoco en las de la misma Pari-Banú, si allí se hubiera presentado para transformar de repente el castillo en un alcázar de oro con puertas de esmeraldas. Pensaba en la llegada de su padre, y del