era punto menos que perder el tiempo intentar el paso. ¡Tenían un arte para cargar la cuchara!... Cada cucharada de Mocejón parecía un carro de yerba. Solamente su mujer le aventajaba, no tanto en cargarla, como en descargarla en su boca, que le salía al encuentro con los labios replegados sobre las mandíbulas angulosas y entreabiertas, y los dientes oblicuos hacia afuera, como puntas de clavos roñosos; luégo... luégo nada, porque nunca pudo averiguar Silda, que no dejaba de ser reparona, si era la boca la que se lanzaba sobre la presa, ó si era la presa la que se lanzaba, desde medio camino, dentro de la boca: ¡tan rápido era el movimiento, tan grande la sima de la boca, tan limpia la dentellada, y tan enorme el tragadero por donde desaparecía lo que un segundo antes se había visto, chorreando caldo, á media cuarta sobre la tartera! No eran tan limpios en el comer Carpia y su hermano, aunque sí tan voraces; pero, lo mismo los hijos que los padres, tenían la buena costumbre, antes de soltar en la tartera la cuchara que acababan de tener en la boca, de darla dos restregoncitos contra los calzones ó contra el refajo, á fin de quitar escrúpulos al que iba á tomar con ella su correspondiente cucharada, por riguroso turno.
Porque Silda no lo hizo así el primer día que comió en aquella casa, la llamó puerca la Sargüeta y le dió Carpia un testarazo.
Cuando no había olla, cosa que no dejaba de ocurrir á menudo, si abundaban las sardinas, Silda consolaba el hambre con un par de ellas, asadas, con un gramo de sal, encima de las brasas; si no había sardinas ó agujas, ó panchos ó raya, ó cualquier pescado de poca estimación en la plaza (de lo cual le daba la Sargüeta una pizca mal aliñada, ó un par de pececillos crudos), una tira de bacalao ó un arenque, por todo compaño, para el mendrugo de pan de tres días, ó el pedazo de borona, según los tiempos y las circunstancias. Tal era su comida: fácil es presumir cómo serían sus almuerzos y sus cenas.
Entre tanto, tenía que andar en un pie á todo lo que se le mandara, si quería comer eso poco y malo con sosiego; y lo que se le mandaba era demasiado, ciertamente, para una niña como ella. Por de pronto, ayudar á las mujeres de casa, dentro ó alrededor de ella, en el aparejo de la barquía, es decir, componer las redes, secarlas, hacer otro tanto con las velas y con las artes de pescar, etc., etc... Cuando toda la familia, hombres y mujeres, iban á la pesca de bahía, especialmente á la boga (pescado que entonces abundaba muchísimo, y que desapareció por completo años después, debido, según dice la gente de mar, á la escollera de Maliaño, porque precisamente el espacio que ella encierra era donde las bogas tenían su pasto), á la pesca de bahía tenía que ir Silda también, y á trabajar allí, aunque niña, tanto ó más que las mujeres, ó que Carpia, pues la Sargüeta rara vez iba ya á la bahía con su marido; á ella se encomendaba preferentemente la engorrosa tarea de sacar la ujana, hundiendo en la basa las dos manos, con los dedos extendidos, como las layas de los labradores, y virar luégo la tajada, y deshacerla en pedacitos para dar con las gusanas, que iba echando en una cazuela vieja, ó en una cacerolilla de hoja de lata, con arena en el fondo. Otras veces se la veía con un cestito al brazo, picoteando el suelo con un cuchillo, á bajamar, para dar con las escondidas amayuelas; ó en las playas de arena, sacando muergos con un ganchito de alambre. Pero, al cabo, estas tareas y otras semejantes, aunque penosas, sobre todo en invierno, le daban cierta libertad, y á menudo pasaba ratos muy entretenidos con niñas y muchachos de su edad, que también andaban al muergo y á la amayuela y á la gusana y al chicote. Esto fué siempre lo preferible para ella: coger la esportilla y largarse á la Dársena, al arqueo del chicote, de la chapita y del clavo de cobre. Allí conoció á Muergo, y á Sula y á otros muchos raqueros de la calle de la Mar, y, sobre todo, al famoso Cafetera (cuya biografía en libros anda años hace), que, aunque de la calle Alta, no asomaba por ella jamás, y á Pipa y á Michero, y á más de una chicuela que andaban con ellos á todo lo que salía. Siguiendo á esta tropa menuda, se aficionó al Muelle-Anaos y á la vida independiente y divertida que hacía en aquel terreno famoso, en que cada cual campaba por sus respetos, como si estuviera á cien leguas de la población y de todo país civilizado. Insensiblemente fué retardando la hora de volver á casa, y volvía casi siempre con la espuerta vacía. En ocasiones no volvió hasta por la noche; y como lo mismo la sacudían el polvo por faltar una hora que por faltar todo el día, optó serenamente por lo último; y al Muelle-Anaos acudía casi diariamente aunque la mandaran á la Peña del Cuervo, y con los del Muelle-Anaos aprendió á la Maruca. Así la conoció Andrés.
Es de advertir que Silda, aunque asistía á todas las empresas y á todos los juegos de la pillería del Muelle-Anaos, rara vez tomaba parte en ellos más que con la atención; no por virtud seguramente, sino porque era de ese barro: una naturaleza fría y muy metida en sí. Sabía dónde se ufaba el cobre y el cacao y el azúcar, y de qué manera, y dónde se vendía impunemente, y á qué precio; sabía dónde se gastaban los cuartos, así adquiridos, en tazas de café con copa, y lo que se daba por un ochavo, y por un cuarto, y por dos cuartos, y hasta por un real; sabía cómo se jugaba al cané... y sabía muchísimas cosas más que se enseñaban en aquella escuela de cuantos vicios pueden arraigar en criaturas vírgenes de toda educación física y moral; pero jamás en su espuerta entró cosa que no pudiera cogerse á vista de todo el mundo; ni vendió en el barracón del tío Oliveros un triste clavo ni una hebra de cáñamo; ni tomó en sus manos un naipe para el cané, ni una piedra en las guerras de Baja-mar entre raqueros y terrestres, ó entre raqueros de la calle Alta y raqueros de la calle de la Mar. Satisfacíase con asistir á todo y enterarse de todo cuanto hacían los pilletes, impávida é insensible, por carácter, como se ha dicho ya, no por virtud.
Andrés tampoco tomaba parte en las empresas raqueriles de los muchachos del Muelle-Anaos; pero sí en sus pedreas, en sus zambullidas, en sus juegos de agilidad, en sus intentos, casi siempre logrados, de atrapar un perro y arrojarle al agua con un canto al pescuezo. Sus diversiones de preferencia allí eran remar con Cuco en su bote, y pescar con un aparejillo que tenía, desde las escaleras del Paredón. Esto le gustaba mucho también á Silda; y en cuanto Andrés calaba la sereña, ya estaba ella á su lado, muy calladita y con los ojos clavados en el aparejo.
—¡Que pican!—solía decir alguna vez que otra, muy por lo bajo, viendo que la sereña se estremecía.
—Es picada falsa,—respondía Andrés sin halar el aparejo.
Y así se pasaban los dos larguísimos ratos. Cuando se trababa algún pancho, Silda ayudaba á Andrés á encarnar los anzuelos; y si los panchos eran dos, ella destrababa el uno.
Y á todo esto, calladita, impasible, y siempre con la cara, las manos y los pies limpios como un sol. Era como la señorita de aquella sociedad de salvajes; á Andrés le hacía por eso mismo mucha gracia, y tenía con ella consideraciones y miramientos que jamás usaba con las otras niñas desarrapadas que solían andar por allí. En cambio, ella no mostraba mayor inclinación al vestido y á los modales de Andrés, que á la basura y á la barbarie de los raqueros. Al contrario, el objeto de sus visibles preferencias parecía ser el monstruoso Muergo, el más estúpido, el más feo y el más puerco de todos sus camaradas. Mas estas preferencias no se revelaban en el hecho solo de acercarse á él muy á menudo, pues á otros muchos se acercaba también, siempre que le daba la gana, sino en que con ninguno era tan cariñosa como con Muergo.
—¡Límpiate los mocos y lávate esa cara, cochino!—solía decirle; ó—¿por qué no te esquilan esa greña?... Dile á tu madre que te ponga una camisa.
Entre tantos puercos y descamisados como andaban por allí, solamente se dolía de la roña y de la desnudez de Muergo. Y Muergo correspondía á estas relativas delicadezas de Silda riéndose de ella, dándola una patada, ó arrimándola un tronchazo, como el de la Maruca. ¡Y la preferencia continuaba, por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted á saberlo. Acaso la fuerza del contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de embellecer lo que es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos: complacerse en verlos tendidos á sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y muy peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran estar allí.
Más fácil de