en cambio del amparo que les pedía; las veces que le habían reclamado infructuosamente el cumplimiento de las ofertas... En fin, que les dió el corazón que venía á lo de Silda; y sin esperar á que acabara de darles los buenos días, ya temblaba la casa.
Tío Mechelín no había ido á la mar aquel día, porque había pasado la noche con un ladrillo caliente, envuelto en bayeta amarilla, en el costado de estribor, para matar un dolorcillo que se le presentó poco antes de meterse en la cama; obra, en su opinión y en la de su mujer, del disgusto que tomó, en seguida de la cena, con el suceso de Silda. El dolor se calmó mucho á la madrugada, y en dudas estuvo el enfermo, al oir en la calle el grito de ¡arriba! del deputao que tiene esa obligación, y por ella cobra, de levantarse como todos los demás compañeros; pero no se lo consintió su mujer, y se aguantó en la cama hasta bien entrado el día.
Entonces se vistió; desayunóse con una mediana ración de cascarilla con leche, y, por no aburrirse, se puso á torcer, á la teja, unos cordeles de merluza. No le llenaba del todo este procedimiento, pues era más recomendado, por más seguro, el de torcer á la pierna, es decir, sobre el muslo con la palma de la mano, en lugar de atar un casco de teja al extremo de la cuerda y hacerle dar vueltas en el aire. Pero notó tío Mechelín, al ponerse á trabajar, que al continuo sobar la cuerda con la palma de la mano sobre el muslo, se le despertaba el dolor con más crudeza que del otro modo, y optó por el cascote. Así estuvo trabajando hasta muy cerca del mediodía.
Mientras él remataba la última braza de las noventa que pensaba dar al cordel que tenía entre manos, su mujer colocaba, pues sabía hacerlo primorosamente, un anzuelo grande, el único que lleva el aparejo de merluza, al extremo de la sotileza, ó alambre fino en que debía terminar el cordel, y tenía convenientemente dispuesto el chumbao, ó peso de plomo que se amarra en el empalme de la sotileza con el cordel, para que el aparejo, al ser calado, se vaya á pique.
Por tales alturas andaba ya este negocio, cuando en las de la escalera se oyeron las voces de la Sargüeta y de Carpia, que respectivamente decían á gritos:
—¡Pegotón!
—¡Magañoso!
Y al mismo tiempo el zumbar de otra voz áspera y varonil, y los golpes sonoros en los inseguros peldaños, como de zancas torpes que bajaran por ellos, saltándolos de tres en tres.
El matrimonio de la bodega salió despavorido al portal, á donde no tardó en llegar, haciéndose cruces con una mano, agarrándose con la otra á la sucia barandilla y murmurando latines y fulminando conjuros, el padre Apolinar.
—¡De ira proterva... de iniquitatibus earum... libera me... libera me, Domine, et exaudi orationem meam!... ¡Jesús, Jesús... Jesús, María y José!... ¡Furias, furias del averno!... ¡Ufff!... ¡Fúgite... fúgite!... ¡Carne mísera!... ¡Tu palabra impía escandalizará á la tierra; pero el Señor te confundirá... te confundirá!... ¡Alabado sea su santísimo nombre!
Así bajaba exclamando el aturdido fraile, y así llegó al último peldaño, sin dejar de oirse las otras voces que desde allá arriba le apedreaban con amenazas y con improperios.
—¡Farfallón!
—¡Piojoso!
Esto fué de lo más blando y lo último que se le dijo al pobre hombre... desde lo alto de la escalera; porque, apenas callaron allí las voces, aparecieron en el balcón, más venenosas y desvergonzadas, contando las voceadoras con dar al fraile una corrida en pelo á todo lo largo de la calle. Mirándola con espanto se quedó el infeliz, al oirlas de nuevo por allí, con los pies clavados en el portal y un latín cuajado en la entreabierta boca. ¡Salir entonces! ¡Quién se lo mandara!
Pero no hubiera salido de ningún modo, porque para que no saliera sin hablar con ellos, se le habían puesto delante tía Sidora y su marido; los cuales, haciéndole señas para que callara, le cogieron cada uno por un embozo del manteo y le condujeron á la bodega, cuya puerta cerraron después de entrar.
Tenía esta habitación una salita con alcoba, á la parte del Sur, con una ventana enrejada que las llenaba de luz, y aun sobraba algo de ella para alumbrar un poco una segunda alcoba, separada de la primera por un tabique con un ventanillo en lo alto, y entrada por el carrejo que conducía á la sala desde la puerta del portal. Cuando esta puerta se abría, se notaban ciertas señales de claridad en la cocina y dos mezquinas accesorias que caían debajo de la escalera. Cerrada la puerta, todo era negro allí, y no tenía otro remedio tía Sidora que encender el candil, aunque fuera al mediodía. Las puertas de las alcobas tenían cortinas de percal rameado; las paredes estaban bastante bien blanqueadas, y en las de la sala había tres estampas: una de la Virgen del Carmen, otra de San Pedro, apóstol, y otra del Arcángel San Miguel, con sus marcos enchapados de caoba. Debajo de la Virgen del Carmen había una cómoda con su espejillo de tocador encima, algo resobado todo ello y marchito de barniz; pero muy aseado, como las cuatro sillas de perilla y los dos escabeles de pino, y el cofre de cuero peludo con barrotes de madera claveteada, y hasta el cesto de los aparejos, que estaba encima de uno de los escabeles, y el suelo de baldosas que sostenía todos estos muebles y cachivaches. La cama, que se veía por entre las cortinas recogidas sobre sendos clavos romanos, algo magullados ya y contrahechos, llenando dos tercios muy cumplidos de la alcoba, no estaba mal de mullida, á juzgar por lo mucho que abultaba lo que cubría una colcha de percal, llena de troncos entretejidos de gallos encarnados y azules, y de otros volátiles pintorescos. El tufillo que se respiraba allí, algo transcendía á dejo de pescado azul y humo reconcentrado; pero, así y todo, una tacita de plata llena de pomada de rosas parecía aquella bodega, comparada con todas y cada una de las viviendas de la escalera.
Y vamos al caso. Fray Apolinar fué conducido, del modo susodicho, hasta la salita. Allí se dejó caer en una silla que le preparó muy solícito tío Mechelín; y después de quitarse el sombrero, que puso sobre otra silla, y de pasarse por la cara un arrugado pañuelo de yerbas, continuó así sus interrumpidas lamentaciones:
—¡Carne... carne mísera, frágil y pecadora! ¡Buff!... ¡Qué sinvergüenzas!... ¡Ni consideración al hombre de bien, ni respeto al sacerdote... ni temor de Dios! ¡Y seguirá el improperio, á la luz del día! ¡Lenguas de serpiente! Á bien que yo nada debo y con nada pago. ¡Magañoso!... Corriente: el hombre más honrado puede serlo como yo lo soy... y como lo es ella, cuerno; que bien magañosa es... ¡Farfallón!... porque ofrezco, en nombre de otro, lo que otro se resiste á dar... porque no debe darlo... ¿Es merecido el epíteto?... Pues dígote ¡pegotón! ¡Pegotón! ¿Por qué? ¿De quién? Cierto que nadie lo creerá del padre Apolinar... Pero los que no le conozcan... ¡Y en qué ocasión! Mira, hombre... ¡y Dios me confunda si lo hago por bambolla!... (Y se levantó la sotana hasta más arriba de las rodillas, dejando ver que sólo cubría sus largas piernas con unos calzoncillos de algodón y unas medias negras y recosidas, de estambre.) Y perdona el modo de señalar, Sidora; pero una hora hace tenía yo pantalones, aunque malos... ¡Mira si he prosperado de entonces acá!... ¡Si seré pegotón!... ¡Carne, carne concupiscente y corrompida!... Pero, en fin, más pasó Cristo por nosotros, con ser quien era... ¡Desvergonzadas!... Et dimite nobis, Domine, debita nostra, sicut nos dimitimus debitoribus nostris... Porque yo os perdono con todo mi corazón; y si otra me queda, que con ella reviente... ¡Picaronazas!... ¿Sigue el infierno vomitando escorias todavía, Miguel?... ¿Oyes sus voces protervas en el balcón, Sidora, tú que tienes buen oído?
—Y á usté ¿qué le importa que griten ó que se callen?—respondió la marinera, queriendo echar á broma aquel paso, que transcendía á prólogo de tragedia.—Hágales la cruz como al demonio, y témplese los niervos; que cuanto más solimán echen ahora, menos tendrán en el cuerpo para la otra vez.
—¡Uva!—añadió tío Mechelín, que no quitaba ojo al exclaustrado, ni perdía una palabra de las pocas, pero buenas, que llegaban á sus oídos desde el balcón del quinto piso, no obstante estar cerrada la puerta de la bodega.—¡Esa es la fija: proba á la cellisca, y vira por avante!
—Es que, si declaro mi verdad, ni en este puerto cerrado me creo seguro contra esos huracanes... ¡Si huelen