Jose Maria de Pereda

Sotileza


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para llamarle adentro y decirle por lo bajo:—«Tráigala usté aquí, pae Polinar, que nosotros la recibiremos de balde, y muy agradecidos todavía.»—Pero el acuerdo era cosa del Cabildo, que bien estudiado le tendría; y además, no querían ellos que en casa de Mocejón llegara á creerse que el intento de apandarse «la ayuda de costas» ofrecida, era lo que les movía á recoger á la huérfana.

      —¡Cuidao—decía Mechelín á tía Sidora,—que ni pintá en un papel resultara más al respetive de la comenencia!... ¡Finuca y limpia es como una canoa de rey!

      —En verdá—añadía tía Sidora,—que pena da considerar la vida que la aguarda allá arriba, si Dios no se pone de su parte.

      —¡Uva!—añadía el marido, que usaba esta interjección siempre que, á su entender, un dicho no tenía réplica.

      Cuando Silda fué recogida en el quinto piso, tío Mechelín, que la vió subir, dijo á tía Sidora:

      —¡Enfeliz!... ¡No tendrás tan buen pellejo cuando abajes!... ¡Y eso que has de abajar pronto!

      —Lo mismo creo—respondió la mujer, muy pensativa y con las manos sobre las caderas.—Pero tú y yo, agua que no hemos de beber, dejémosla correr; y la lengua, callada en la boca, que más temo á esa gente de arriba, que á una galerna de marzo.

      —¡Uva!—concluyó Mechelín con una expresiva cabezada, guiñando un ojo, dándose media vuelta y poniéndose á canturriar una seguidilla, como si no hubiera dicho nada, ó temiera que le pudieran oir los de arriba.

      Pero desde aquel momento no perdieron de vista á la pobre huérfana, que, á juzgar por su impasible continente, parecía ser la menos interesada de todos en la vida que arrastraba en el presidio á que se la había condenado, creyendo hacerla un favor. Se condolían mucho de ella, viéndola en los primeros meses, de invierno riguroso, entrar en casa tiritando y amoratada de frío, con el cesto de los muergos al brazo, ó con la cacerola de gusanas entre manos; ó bajar del piso con cardenales en la cara, ó con el pañuelito del cuello por venda sobre la frente. Nunca la vieron llorar ni señales de haber llorado, ni pudieron sorprender entre sus labios una queja. En cambio, la lengua se le saltaba de la boca á tía Sidora con las ganas que tenía de sonsacar pormenores á la niña; pero el miedo que tenía á los escándalos de la familia de Mocejón, la obligaban á contenerse. En ocasiones, al sentir que bajaba Silda, se atravesaba el pescador ó la marinera, á la puerta de la calle, con un zoquete de pan, haciendo que comía de él, pero, en realidad, por tener un pretexto para ofrecérsele.

      —¡Bien á tiempo llegas, mujer!—le decía con fingida sorpresa.—Á volver iba al arca este pan, porque no tengo maldita la gana. Si tú le quisieras...

      Y se le dejaba entre las manos, preguntándole al oído:

      —¿Qué tal andamos hoy de apetito?

      —Una cosa regular,—decía la niña, revelando, en el afán con que apretaba el zoquete, las ganas que tenía de devorarle.

      Pero no podían conseguir que se detuviera allí un instante, ni que al pasar les dijera una sola palabra de las que ellos querían oir. ¿Era miedo que tenía la niña á las venganzas de sus protectores? ¿Era dureza y frialdad de carácter?

      Ellos achacaban la reserva á lo primero, y esta consideración doblaba á sus ojos el valor de las prendas morales de aquella inocente mártir.

      Vieron, días andando, cómo ésta volvía tarde á casa, y averiguaron la vida que hacía fuera de ella, y los castigos que se le daban por su conducta, y las veces que había dormido á la intemperie, en el quicio de una puerta ó en el panel de una lancha.

      —¡Y acabarán con la enfeliz criatura, dispués de perderla!—exclamaba tío Mechelín al hablar de ello.—Tan tiernuca y polida, dela usté carena por la mañana, lapo al megodía y taringa por la noche, con poco de boquiblis, y no digo yo ella, un navío de tres puentes se quebranta... ¡Fuérame yo, en su caso, pa no golver en jamás!

      —Como llegará á suceder—añadió la marinera,—si Dios antes no lo remedia. ¡Eso tiene el poner, sin más ni más, la carne en boca de tiburones!

      —¡Uva!

      Una noche, después de haber resonado hasta en la bodega los horrores que vomitaban en el quinto piso las bocas de la Sargüeta y de Carpia contra la niña, que poco antes había llegado á casa, y dos ayes de una voz infantil, penetrantes, agudos, lamentosos, como si inopinadamente una mano brutal arrancara de un tirón á un cuerpo lleno de salud todas las raíces de la vida; después de haberse asomado á la puerta de cada guarida algún habitante de ella, no obstante lo frecuentes que eran en aquella vecindad, más arriba ó más abajo, las tundas y los alborotos, tío Mechelín y su mujer vieron á Silda que bajaba el último tramo de la escalera con igual aceleramiento que si la persiguieran lobos de rabia. La salieron al encuentro en el portal (tía Sidora con el candil en la mano), y observaron que la niña traía las ropitas en desorden, el pelo enmarañado, los ojos humedecidos, la mirada entre el espanto y la ira, la respiración anhelosa y el color lívido.

      —¡Déjeme pasar, tía Sidora!—dijo la niña á la marinera, al ver que ésta le cerraba el camino de la calle.

      —Pero ¿aónde vas, enfeliz, á tales horas?—exclamó la mujer de Mechelín, tratando de detenerla.

      —Me voy—respondió Silda deslizándose hacia la puerta, no cerrada todavía,—para no volver más. ¡Todos son malos en esa casa!

      —¡Métete en la mía, ángel de Dios, siquiera hasta mañana!—dijo el pescador, deteniendo con gran dificultad á la niña.

      —¡No, no!—insistió ésta, desprendiéndose de la mano que blandamente la sujetaba,—que está muy cerca de la otra.

      Y salió del portal como un cohete.

      —¡Pero escucha, alma de Dios!... ¡Pero aguarda, probetuca!...

      Así exclamaba tía Sidora viendo desaparecer á Silda en las tinieblas de la calle, sin resolverse á dar dos pasos en ella detrás de la fugitiva; porque el mismo Mechelín, con tener buena vista entre las mejores de los de su oficio, no pudo saber, por ligero que anduvo, si la niña había seguido calle adelante, hacia Rua Mayor, ó había tirado hacia el Paredón, ó por la cuesta del Hospital.

      El lector sabe lo que fué de ella aquella noche y á la mañana siguiente, por habérselo oído referir á Andrés y haberla visto, tan descuidada y campante, en casa del padre Apolinar, junto á la Maruca, en la Fuente Santa y en los prados de Molnedo.

      No habría llegado á la Maruca con Andrés y su séquito de raqueros, cuando ya el padre Apolinar, con el sombrero de teja caído sobre los ojos, la cabeza muy gacha por miedo á la luz, y los embozos del pelado manteo recogidos entre sus manos cruzadas, restregando alguna vez que otra el cuerpo contra la camisa (si es que no la había dado también, desde que salimos de su casa con el relato) y carraspeando á menudo, atravesaba los Mercados del Muelle con rumbo á la calle Alta.

      Sin ser visto ¡cosa rara! de la tía Sidora, cuando menos, pues estaba abierta de par en par la puerta de su bodega, llegó al quinto piso, y llamó con los nudillos de la mano, diciendo al mismo tiempo:

      —¡Ave María!

      Una voz de mujer respondió una indecencia desde allá dentro; pero con tal dejo, que el exclaustrado, sin soltar de sus manos cruzadas los embozos del manteo, se rascó dos veces seguidas las espaldas, por el procedimiento acostumbrado, y murmuró, después de carraspear:

      —¡Mucha mar de fondo debe haber aquí!

      En seguida volvió á carraspear y á resobarse; empujó la puerta, como la voz se lo había ordenado, y entró.

      Mocejón estaba á la mar; pero estaban en casa, destorciendo filástica de chicotes viejos, la Sargüeta y su hija, las cuales, aunque no esperaban seguramente la visita del bendito fraile, en cuanto le vieron delante sospecharon