la cocina «¿á cómo?» no replicara á su respuesta, ó replicara con malos modos, ó que después de haber replicado, por ejemplo, «á tres,» y de haber dicho la sardinera «abaja,» la fregona no bajara, ó tardara en bajar... ¡era cuanto había que oir y que ver lo que decía y hacía Carpia entonces, con el carpancho en el suelo en mitad de la calle y la vista unas veces en su agresor, ó en el sitio que éste había ocupado, si se retiró prudente á lo escondido temiendo la granizada, y otras en el primer transeunte que cruzara á su lado, ó en todos los transeuntes, ó en todos los balcones de la calle! Mirándola en aquel trance, se dudaba cuál era en ella más asombroso, entre la palabra, la idea, el gesto, la voz y los ademanes; y todo ello junto parecía imposible que cupiera en una criatura humana, y del mismo sexo en el cual se vinculan el aseo y la vergüenza. Y, sin embargo, Carpia no estaba enfadada de veras: aquello no era más que un ligero desahogo que se permitía entre burlona y despechada; porque cuando se enfadaba, es decir, cuando reñía con todo el ceremonial del caso entre el gremio, que ha llegado á formar escuela, y va á la hora presente en próspera fortuna... ¡Dios de bondad!... En fin, casi tan terrible como su madre, de quien tomó el estilo, ora oyéndola en la vecindad, ora aprendiendo con ella á correr la sardina, llevando por las asas el carpancho entre las dos.
Carpia tenía un hermano llamado Cleto, de menos edad que ella. Salía este hermano más á la casta de su padre que á la de su madre. Era sombrío y taciturno, pero trabajador. Andaba ya á la mar, y no se llevaba bien con su hermana. La daba patadas en la barriga, ó donde la alcanzaba, cuando llegaba el caso de responder á las desvergüenzas de la sardinera.
No sabía hablarla de otro modo.
Esta apreciable familia habitaba el quinto piso de una casa de la calle Alta (acera del Sur) que tenía siete á la vista, y cuya línea de fachada se extendía muy poco más que el ancho de sus balcones de madera. Digo que tenía siete pisos á la vista, porque entre bodega, cabretes, subdivisiones de pisos y buhardillas, llegaban á catorce las habitaciones de que se componía; ó si se quiere de otro modo más exacto, catorce eran las familias que se albergaban allí, cada una en su agujero correspondiente, con sus artes de pescar, sus ropas de agua, sus cubos llenos de agalla con arena para macizo, sus astrosos vestidos de diario, y toda la pringue y todos los hedores que estas cosas y personas llevan consigo necesariamente. Cierto que los inquilinos que tenían balcón le aprovechaban para destripar en él la sardina, colgar trapajos, redes, medio-mundos y sereñas, y que tenían la curiosidad de arrojar á la calle, ó sobre el primero que pasara por ella, las piltrafas inservibles, como si el goteo de las redes y de los vestidos húmedos no fuera bastante lluvia de inmundicia para hacer temible aquel tránsito á los terrestres que por su desventura necesitaran utilizarle; y en cuanto á los cubiles que no tenían estos desahogaderos, allá se las componían tan guapamente sus habitadores, engendrados, nacidos y criados en aquel ambiente corrompido, cuya peste les engordaba. De todas maneras, ¿cómo remediarlo? No vivían mejor los inquilinos de las casas contiguas y siguientes, ni los de la otra acera, ni todo el Cabildo de Arriba... Lo propio que el de Abajo en las calles de la Mar, del Arrabal y del Medio.
Volviendo á tío Mocejón, añado que era dueño y patrón de una barquía, por lo cual cobraba de la misma dos soldadas y media: una y media por amo, y una por patrón; ó, lo que es lo mismo (para los lectores poco avezados á esta jerga), de todo lo que se pescara, hecho tantas partes como fueran los compañeros de la barquía, se tiraba él dos y media. Procedía de abolengo esta riqueza (mermada en la mitad en manos de Mocejón, puesto que lo heredado por éste fué una lancha); y nadie sabe la importancia que esta propiedad le daba entre todo el Cabildo, en el cual era rarísimo el marinero que tenía una parte pequeña en la embarcación en que andaba; ni lo que influyó en la Sargüeta y en su hija Carpia para que llegaran á ser las más desvergonzadas y temibles reñidoras del Cabildo.
Como tío Mocejón era bastante torpe en números, y se mareaba en pasando la cuenta de la que él pudiera echar por los dedos de la mano, bien agarrados, uno á uno, con la otra, la patrona, es decir, su mujer, era quien cobraba cada sábado el pescado vendido durante la semana al costado de la barquía, al volver ésta de la mar; lances en los cuales había acreditado, principalmente, la Sargüeta, el veneno de su boca, lo resonante de su voz, lo espantoso de su gesto, lo acerado de sus uñas y la fuerza de sus dedos enredados en el bardal de una cabeza de la Pescadería. Por eso, del cepillo de las Ánimas sacara una revendedora los cuartos, si no los tenía preparados el viernes por la noche, antes que pedir á la Sargüeta diez horas de plazo para liquidar su deuda. Aunque patronas se llaman todas las mujeres de los patrones de lancha, cobren ó no por su mano las ventas de la semana, en diciendo «la patrona» del Cabildo de Arriba, ya se sabía que se trataba de la Sargüeta. ¡Qué tal patrona sería!
Ya se irá comprendiendo que no le faltaban motivos á la muchachuela Silda para resistirse á volver á la casa de que huyó. En cuanto á las razones que se tuvieron presentes para que la recogieran en ella cuando se vió huérfana y abandonada en medio de la calle, como quien dice, no fueron otras que la de ser Mocejón marinero pudiente, y además, compadre de Mules, por haber éste sacado de pila al único hijo varón de la Sargüeta. Que costó Dios y ayuda reducir á Mocejón y toda su familia á que se hiciera cargo de la huérfana, no hay necesidad de afirmarlo; ni tampoco que el padre Apolinar y cuantas personas anduvieron con él empeñadas en la misma empresa caritativa, oyeron verdaderos horrores, particularmente de Carpia y de su madre, antes de lograr lo que intentaban; lo cual no aconteció hasta que el Cabildo ofreció á Mocejón una ayuda de costas de vez en cuando, siempre que la huérfana fuera tratada y mantenida como era de esperar. Mocejón quiso, por consejo de su mujer, que la promesa del Cabildo «se firmara en papeles por quien debiera y supiera hacerlo;» pero el Cabildo se opuso á la exigencia; y como ya había más de una familia dispuesta á recoger á Silda por la ayuda de costas ofrecida, sin que se declarara en papeles la oferta, tentóle la codicia á la Sargüeta, convenció á los demás de su casa, contando con que, á un mal dar, del cuero le saldrían las correas á la muchacha, y dióle albergue en su tugurio, y poco más que albergue, y mucho trabajo.
Por de pronto, no hubo cama para ella: verdad que tampoco la tenían Carpia ni su hermano. Allí no había otra cama, propiamente hablando, y por lo que hace á la forma, no á la comodidad ni á la limpieza, que el catre matrimonial, en un espacio reducidísimo, con luz á la bahía, el cual se llamaba sala porque contenía también una mesita de pino, una silla de bañizas, un escabel de cabretón y una estampita de San Pedro, patrono del Cabildo, pegada con pan mascado á la pared. Carpia dormía sobre un jergón medio podrido, en una alcoba obscura con entrada por el carrejo, y su hermano encima del arcón en que se guardaba todo lo guardable de la casa, desde el pan hasta los zapatos de los domingos. Á Silda se la acomodó en un rincón que formaba el tabique de la cocina con uno de los del carrejo, es decir, al extremo de éste y enfrente de la puerta de la escalera, sobre un montón de redes inservibles, y debajo de un retal de manta vieja. ¡Si la pobre chica hubiera podido llevarse consigo la tarimita, el jergón, las dos medias sábanas y el cobertor raído á que estaba acostumbrada en su casa!... Pero todo ello y cuanto había de puertas adentro, no alcanzó para pagar las deudas de su padre. Después de todo, aunque Silda hubiera llevado su cama á casa de tío Mocejón, se habrían aprovechado de ella Carpia ó su hermano, y, al fin, la misma cuenta le saldría que no teniendo cama propia. No sé si discurría Silda de esta suerte cuando se acostaba sobre el montón de redes viejas del rincón de la cocina; pero es un hecho averiguado que tenderse allí, taparse hasta donde le alcanzaba la media manta, y quedarse dormida como un leño, eran una misma cosa.
Algo más que la cama extrañaba la comida. No era de bodas la de su casa; pero la que había, buena ó mala, era abundante siquiera, porque entre dos solas personas, repartido lo que hay, por poco que sea, toca á mucho á cada una. Luégo, como hija única de su padre, que no se parecía en el genio ni en el arte á Mocejón, era, relativamente, niña mimada; por lo cual, de la parte de Mules siempre salía una buena tajada para aumentar la de su hija; al paso que, desde que vivía con la familia de la Sargüeta, nunca comía lo suficiente para acallar el hambre; y lo poco que comía malo, y nunca cuando más lo necesitaba, y, de ordinario, entre gruñidos