aquel terreno para satisfacer sus apetitos marineros, porque allí había botes de alquiler, y lanchas abandonadas, y barcos en los careneros, y ocasión de bañarse impunemente y en cueros vivos á cualquier hora del día, y correr la escuela, y fumar con entera tranquilidad, y muy principalmente porque otros chicos de su pelaje andaban también por allí muy á menudo: ventajas todas que no podían hallarse reunidas ni en la Dársena ni en los cañones del Muelle. Sólo la Maruca las ofrecía alguna vez; y por eso iba también, de tarde en tarde, á la Maruca.
Por lo que hace á su amistad con los raqueros, no había otro remedio que elegir entre ella y la fatiga de entrar en su terreno por la fuerza de las armas, lo cual era algo pesado y expuesto para hecho diariamente. Por lo común, se hacía la primera vez. Después se firmaban las paces, y se vivía tan guapamente con aquella pillería, cuidando de tenerla engolosinada con cigarros y cualquiera chuchería de la ciudad, especialmente á Cuco, que, por su corpulencia y barbarie, era el más temible en sus bromas, aunque, á su modo, fuera sociable y cariñosote.
Y como Silda iba apegándose más y más á la vida regalona del Muelle-Anaos, y sus ausencias de casa eran más largas cada día, y el Cabildo no parecía acordarse de dar la ofrecida ayuda de costas, y la familia de Mocejón estaba resuelta á no mantener de balde á una chiquilla tan inútil y rebelde, ocurrió una noche lo de la tunda aquélla, que obligó á Silda, que tantas había sufrido ya, á largarse á la calle y á dormir en una barquía, por no querer aceptar la oferta que, al bajar, la hizo al oído el bueno de tío Mechelín, marinero que, con su mujer, tía Sidora, ocupaba la bodega, ó sea la planta baja de la casa.
Y como es preciso hablar algo de esta nueva familia que aparece aquí, y el presente capítulo tiene ya toda la extensión que necesita, quédese para el siguiente, en el cual se tratará de ese asunto... y de otros más, si fuere necesario.
IV
DÓNDE LA DESEABAN
Todo lo contrario de Mocejón y de la Sargüeta, así en lo físico como en lo moral, eran Mechelín y tía Sidora. Mechelín era risueño, de buen color, más bien alto que bajo, de regulares carnes, hablador, y tan comunicativo, que frecuentemente se le veía, mientras echaba una pipada á la puerta de la calle, referir algún lance que él reputaba por gracioso, en voz alta, mirando á los portales ó á los balcones vacíos de enfrente, ó á las personas que pasaban por allí, á faltas de una que le escuchara de cerca. Y él se lo charlaba y él se lo reía, y hasta replicaba, con la entonación y los gestos convenientes, á imaginarias interrupciones hechas á su relato. También era algo caído de cerviz y encorvado de riñones; pero como andaba relativamente aseado, con la cara bastante bien afeitada, las patillas y pelo, grises, no precisamente hechos un bardal, y era tan activo de lengua y tan alegre de mirar, aquellas encorvaduras sólo aparentaban lo que eran: obra de los rigores del oficio, no dejadez y abandono del ánimo y del cuerpo. Entonaba no muy mal, á media voz, algunas canciones de sus mocedades, y sabía muchos cuentos.
Su mujer, tía Sidora, también gastaba ordinariamente muy buen humor. Era bajita y rechoncha; andaba siempre bien calzada de pie y pierna, vestida con aseo, aunque con pobreza, y gastaba sobre el pelo pañuelo á la cofia. Nadie celebraba como ella las gracias de su marido, y cuando la acometía la risa, se reía con todo el cuerpo; pero nada le temblaba tanto al reirse como el pecho y la barriga, que, tras de ser muy voluminosos de por sí, los hacía ella más salientes en tales casos, poniendo las manos sobre las caderas y echando la cabeza hacia atrás. Pasaba por regular curandera, y casi se atrevía á tenerse por buena comadrona.
Nunca había tenido hijos este matrimonio ejemplarmente avenido. Tío Mechelín era compañero en una de las cinco lanchas que había entonces en todo el Cabildo de Arriba, en el cual abundaron siempre más las barquías que las lanchas, y tía Sidora estaba principalmente consagrada al cuidado de su marido y de su casa; á vender, por sí misma, el pescado de su quiñón, cuando no hubiera preferido venderlo al costado de la lancha, y acompañar, á jornal, en la Pescadería, á alguna revendedora de las varias que la solicitaban en sus faenas de pesar, cobrar, etc. El tiempo sobrante le repartía en la vecindad de la calle, recetando cocimientos aquí, restañando heridas allá, cortando un refajo para Nisia ó frunciendo unas mangas para Conce... ó «apañando una criatura» en el trance amargo.
Como no había vicios en casa, ni muchas bocas, tía Sidora y su marido se cuidaban bastante bien, y hasta tenían ahorradas unas monedas de oro, bien envueltas en más de tres papeles, y guardadas en lugar seguro, para «un por si acaso.» Los domingos se remozaban, ella con su saya de mahón azul obscuro; medias, azules también, y zapatos rusos; pañolón de seda negra, con fleco, sobre jubón de paño, y á la cabeza otro pañuelo obscuro. Él, con pantalón acampanado, chaleco y chaqueta de paño negro fino, corbata á la marinera, ceñidor de seda negra y boina de paño azul con larga borla de cordoncillo negro; la cara bien afeitada, y el pelo atusado... hasta donde su aspereza lo consintiera.
Todas estas prendas, más una mantilla de franela con tiras de terciopelo, que usaban las mujeres para los entierros y actos religiosos muy solemnes, las conservaron hasta pocos años há, como traje característico y tradicional, las gentes de ambos Cabildos de mareantes.
Con una moza del de Abajo llegó á casarse (¡raro ejemplar!) un hermano de Mechelín, que era callealtero, como toda su casta. ¡Bien se lo solfearon deudos, amigos y comadres! «¡Mira que eso va contra lo regular, y no puede parar en cosa buena! ¡Mira que ella tampoco lo es de por suyo ni de casta lo trae!... ¡Mira que Arriba las tienes más de tu parigual y conforme á la ley de Dios, que nos manda que cada pez se mantenga en su playa!... ¡Mira que esto y que lo otro, y mira que por aquí y mira que por allá!»
Y resultó, andando el tiempo, lo anunciado en el Cabildo de Arriba; no, á mi entender, porque la novia fuera del de Abajo, sino porque realmente no era buena «de por suyo,» y se dió á la bebida y á la holganza, hasta que el pobre marido, cargado de pesadumbres y de miseria, se fué al otro mundo de la noche á la mañana, dejando en éste una viuda sin pizca de vergüenza, y un hijo de dos años, que parecía un perro de lanas, de los negros. Mechelín y su mujer amparaban, en cuanto podían, á estos dos seres desdichados; pero al notar que sus socorros, lo mismo en especie que en dinero, los traducía la viuda en aguardiente, dejando arrastrarse por los suelos á la criatura, desnuda, puerca y muerta de hambre, amén de echar pestes contra sus cuñados, por roñosos y manducones, y de que el chicuelo, á medida que crecía, se iba haciendo tan perdido y mucho más soez que su madre, cortaron toda comunicación con sus ingratos parientes. Así pasaron cuatro años, durante los cuales creció el rapaz y llegó á ser el Muergo que nosotros conocemos. Muergo, pues, era sobrino carnal de tío Mechelín, en cuya casa no recordaba haber puesto jamás los pies; y su madre, la Chumacera, sardinera á ratos, había obtenido por caridad de los que fueron compañeros de lancha de su difunto, la peseta diaria que gana una mujer por el trabajo de madrugar para la compra de carnada (cachón, magano, etc.), para la lancha, á los pescadores ó boteros de la costa de la bahía. El miedo á perder la ganga de la peseta, la obligaba á ser fiel y puntual en este encargo, único que supo desempeñar honradamente en toda su vida.
¡Con cuánto gusto tío Mechelín y su mujer hubieran llevado á su lado al niño, huérfano de tan buen padre, si hubieran creído posible sacar algo, mediano siquiera, de aquella veta montuna y bravía, y muy particularmente sin los riesgos á que les exponía este continuo punto de contacto con la sinvergüenza de su madre! Porque el tal matrimonio se perecía por una criatura de la edad, poco más ó menos, del salvaje sobrino, para que llenara algo la casa, como la llenan los hijos propios, tan deseados de todos