Apolinar, halló á Silda, muy entretenida en atarse al extremo de su trenza de pelo rubio, un galón de seda de color de rosa. Tan corta era la trenza todavía, que después de pasada por encima del hombro izquierdo, apenas le sobraba lo necesario para que los ojos alcanzaran á presidir las operaciones de las manos; así es que éstas, y la trenza y el galón y la barbilla, contraída para no estorbar la visual de los ojos entornados, formaban un revoltijo tan confuso, que Andrés no supo, de pronto, de qué se trataba allí.
—¿Qué haces?—preguntó á Silda en cuanto reparó en ella.
—Ponerme esta cinta en el pelo,—respondió la niña, mostrándosela extendida.
—¿Quién te la dió?
—La compremos con el cuarto que le echastes á Muergo. Él quería pitos, y Sula caramelos; pero yo quise esta cinta que había en una tienduca de pasiegas, y la compré. Después me vine á esperarte aquí, para saber eso.
—¿Está en casa pae Polinar?
—No me he cansado en preguntarlo,—respondió Silda con la mayor frescura.
—¡Vaya, contra!—dijo Andrés, puesto en jarras delante de la niña, dando una patadita en el suelo y meneando el cuerpo á uno y otro lado.—Pues ¿á quién le importa saberlo más que á tí?
—¿No quedemos en que subirías tú, y yo te esperaría en el portal? Pus ya te estoy esperando; con que sube cuanto antes.
Andrés comenzó á subir de dos en dos los escalones. Cuando ya iba cerca del primer descanso, le llamó Silda y le dijo:
—Si pae Polinar quiere que vuelva á casa de la Sargüeta, dile que primero me tiro á la mar.
—¡Recontra!—gritó desde arriba Andrés.—¿Por qué no se lo dijiste á él cuando estuvimos en su casa antes?
—Porque no me acordé,—respondió Silda de mala gana, entretenida de nuevo en la tarea de poner el lazo de color de rosa en su trenza de pelo rubio.
No habría transcurrido medio cuarto de hora, cuando ya estaba Andrés de vuelta en el portal.
—Estuvo en casa de tío Mocejón—dijo á Silda, jadeando todavía,—y de por poco no le matan las mujeres.
—¿Lo ves!—exclamó Silda, mirándole con firmeza.—¡Si son muy malas!... ¡pero muy malas!
—Te van á llevar á una buena casa,—continuó Andrés en tono muy ponderativo.
—¿Á cuál?—preguntó Silda.
—Á la de unos tíos de Muergo.
—¿Cómo se llaman?
—Tío Mechelín y tía Sidora.
—¿Los de la bodega?
—Creo que sí.
—Y ¿esos son tíos de Muergo?
—Por lo visto.
—Buenas personas son... pero ¡están tan cerca de los otros!
—Dice pae Polinar que no hay cuidado por eso.
—Y ¿cuándo voy?
—Ahora mismo bajará él para llevarte. Yo me marcho á casa á esperar á mi padre que desembarcará luégo, si no ha desembarcado ya... ¡Contra, qué bien entraba la Montañesa!... ¡Lo que te perdistes!... ¡Más de mil personas había mirándola desde San Martín!... Adiós, Silda: ya te veré.
—Adiós,—respondió secamente la niña, mientras Andrés salía del portal y tomaba la calle á todo correr.
Bajó pronto fray Apolinar; pero antes de que Silda le viera, ya le había oído murmujear, entre golpe y golpe de sus anchos pies sobre los escalones.
—¡Cuerno del hinojo con la chiquilla!—decía al bajar el último tramo de la escalera.—¡Muy tumbada á la bartola, como si no la importara un pito lo que á mí me está haciendo sudar sangre!... Corra usté medio pueblo en busca de ella para que se averigüe que no ha ido á San Martín, sino que la han visto en la Puntida con dos raqueros... vuélvase usté á casa, y fáltele el apetito para comer la triste puchera de cada día, y díganle á lo mejor que lo que busca y no halla, y por no hallarlo se apura, lo tiene en el portal, rato hace, sin penas ni cuidados... ¡Cuerno con el moco éste!... ¿Por qué no has subido, chafandina?
—Porque esperaba á Andrés, que era quien había de subir.
—¡Había de subir!... Y ¿quién es la que está á la intemperie de Dios y necesitada de un mendrugo de pan y de una familia honrada que se le dé con un poco de amor? ¿No eres tú?... Y siéndolo, ¿á quién le importa más que á tí subir á mi casa y preguntarme: pae Polinar, qué hay de eso?... ¡Moco, más que moco!... Vamos, deja ese moño de cuerno y vente conmigo.
Mientras caminaban los dos hacia la calle Alta, pae Polinar iba poniendo en los casos á la chiquilla. Entre otras cosas, la dijo:
—Y ahora que has encontrado lo que no mereces, poca bribia y mucha humildad... Se acabó la Maruca, y se acabó el Muelle-Anaos... porque si das motivo para que te echen de esa casa, pae Polinar no ha de cansarse en buscarte otra. ¿Lo entiendes? Tu padre, bueno era; tu madre no era peor: conmigo se confesaban. Pues tan buenas ó mejores que ellos son las personas que te van á recoger... De modo que si sales mala, será porque tú quieres serlo, ó lo tengas en el cuajo... Pero conmigo no cuentes para enderezar lo que se tuerza por tus maldades... ¡cuerno! que harto crucificado me veo por ser tan á menudo redentor... Porque ¡mira que lo de esta mañana!... Y escucha á propósito de eso: iremos por Rua-Menor á la cuesta del Hospital. En cuanto lleguemos al alto de ella, te asomas tú á la esquina con mucho cuidado, y miras, sin que te vean, á la casa de la Sargüeta. Si hay alguno asomado al balcón, te echas atrás y me lo dices; si no hay nadie, pasas de una carreruca á la otra acera; yo te sigo, y pegados los dos á las casas, y á buen andar, nos metemos en la de Mechelín, que nos estará esperando... ¿Entiendes bien?... Pues pica ahora.
No sospechaba Silda que se quisieran tomar tantas precauciones por lo que al mismo fray Apolinar interesaban, pues no tenía otra noticia que la muy lacónica que le había dado Andrés de lo que le había ocurrido en casa de Mocejón; pero como á ella le importaba mucho pasar sin ser vista, cuando llegó el momento oportuno cumplió el encargo del fraile con una escrupulosidad sólo comparable al terror que la infundían las mujeres del quinto piso; y no hallándose éstas en el balcón ni en todo lo que alcanzaba á verse de la calle, atravesáronla como dos exhalaciones el exclaustrado y la niña, y se colaron en la bodega de tío Mechelín, cuya mujer barciaba la olla en aquel instante para comer, creyendo, pues era ya muy corrida la una de la tarde, que Silda no parecería tan pronto como había creído el padre Apolinar.
No podía llegar la huéspeda más á tiempo. Recorrió serenamente con la vista cuanto en la casa había al alcance de ella, y se sentó impávida en el escabel que le ofreció con cariño tía Sidora, delante del otro sobre el cual humeaba el potaje dentro de una fuente honda, muy arranciada de color, y algo cuarteada y deslucida de barniz, por obra de los años y del uso no interrumpido un solo día. Tío Mechelín, por su parte, y mientras le bailaban los ojos de alegría, ofreció á Silda un buen zoquete de pan y una cuchara de estaño, porque en aquella casa cada cual comía con su cuchara; la oferta fué aceptada como la cosa más natural y corriente, y se dió comienzo á la comida, sin que se notara en la muchachuela la menor señal de extrañeza ni de cortedad; aprovechaba rigurosamente el turno que le correspondía para meter en la fuente su cuchara, y oía, sin responder más que con una fría mirada, las palabras cariñosas de aliento que tía Sidora ó su marido la dirigían.
Fray Apolinar creyó muy oportuna la ocasión para repetir á Silda lo que le había dicho por el camino, y aun para añadir algunos consejos más, y comenzó á ponerlo por obra; pero tía Sidora le cortó el discurso, diciéndole:
—Todo