VI
UN CABILDO
Lo que entonces se llamaba Paredón de la calle Alta, existe todavía con el mismo nombre, entre la primera casa de la acera del Sur de esta calle, y la última de la misma acera de Rua-Mayor. Solamente faltan el pretil que amparaba la plazoleta por el lado del precipicio, y la ancha escalera de piedra que descendía por la izquierda hasta Baja-mar[1], atracadero de las embarcaciones de aquellos mareantes, hoy parte de un populoso barrio, con la estación del ferrocarril en el centro. Allí, en el Paredón, celebraba sus cabildos el de Arriba, al aire libre, si el tiempo lo permitía; y si no, en la taberna del tío Sevilla, que era, como la Zanguina para el Cabildo de Abajo, su holgadero, su lonja, su banco, su fonda, su tribuna y, más tarde ó más temprano, el pozo de sus economías.
[1] Actualmente es todo esto una espaciosa y elegante avenida, á la que, por acuerdo unánime de la Corporación municipal, se ha dado el nombre de Rampa de Sotileza; inmerecida honra, tanto más agradecida, cuanto nunca fué soñada por las modestas ambiciones del autor de este libro.—(Nota de 1888.)
Ya se sabe, porque lo dijo tío Mechelín en su casa, que al día siguiente habría Cabildo «motivao á socorros y otros particulares.» Y le hubo, en efecto, concurridísimo. No faltaba un mareante con voz y voto, al sonar en el reló del Hospital las nueve y media de la mañana. El Sobano, Alcalde de mar, ó, si se prefiere, presidente del Cabildo, dió el ejemplo, acudiendo de los primeros. Era hombre de pocas palabras y mucha sentencia; y como había sido dos veces regidor del Ayuntamiento de la ciudad, en representación de ambos gremios de mareantes, aunque iba á la mar como cualquiera de ellos, y no los aventajaba mucho en rentas ni en calzones, había adquirido ese desparpajo ó aire de suficiencia que da, entre ignorantes y pelones como él, el roce frecuente con personas de viso y de pesetas; y más si estas personas están constituídas en autoridad; y mucho más todavía si, como le ocurría al Sobano, había sido tan autoridad como cada una de ellas y participado de sus honores y magnificencias. Cierto que cuando los gremios le diputaron para tan alta magistratura, ya habrían visto en él prendas de entendimiento y de juicio, y modales que no abundaban entre la gente de mar. Pero, ¿y lo que había observado y aprendido aquel hombre, mientras ejerció dos veces, á dos años cada una, el cargo de regidor? ¿Quién de los mareantes santanderinos dejó de verle en la procesión del Corpus ó en las de Semana Santa, ó en los bancos curules de la catedral, con su traje negro, de rigurosa etiqueta; con su medalla de concejal sobre el pecho, y sus guantes blancos... de algodón, porque no hubo modo de calzarle los de cabritilla en sus manazas encallecidas por el remo?
Pues ¿y cuando, durante la semana de su turno, presidía el teatro, desde aquel palco con colgaduras de terciopelo y oro, arrellanado en su sillón de seda, con sus policías de respeto detrás de la cortina del antepalco, y era dueño de enviar á la cárcel al primer caballerete que hiciera méritos para ello, y de complacer ó no á aquella muchedumbre de gentes principales, volviendo ó no volviendo cara abajo, sobre la barandilla del palco, el cartel de la función, para que se repitiera ó no se repitiera alguna parte de ella muy aplaudida por el público? ¿Qué mareante de Arriba no vió esto desde la cazuela alguna vez, ó no lo supo, siquiera, por relatos de los dichosos que lo habían visto?
Pero quizá diga algún boquirrubio de los de hogaño, imberbe aspirante á gobernador, si no á ministro, que ninguna de esas prerrogativas es cosa del otro jueves. Cierto; y bien sé yo que, por ver, se han visto, como dice Mesio, hasta sastres con reló; pero véngase acá ese boquirrubio; acérquese al Cabildo que yo le resucito ahora en el Paredón de la calle Alta; fíjese en aquel hombre atezado, áspero de barba, rudo de greña, cargado de espaldas, torpe de movimientos, abultado y velloso de manos, y no muy aventajado de calzones; que le diga yo, apuntando al hombre aquél: «ese es el que ha hecho todas esas cosas que á tí no te parecen del otro jueves;» y á ver si no hay motivo sobrado para que se asombre, y para que las personas del mismo pelaje del héroe, que le rodean, se juzguen diez codos por debajo de él. Que es á donde íbamos á parar con el propósito, aunque el camino haya sido algo más largo de lo conveniente á la impaciencia de los lectores boquirrubios.
Se reunía el Cabildo de Arriba:
Porque de un momento á otro iba á sacarse una leva; y sacándose una leva, había que socorrer con ciento cincuenta reales á cada matriculado de los comprendidos en ella, por orden riguroso de matrícula;
Porque el reparto de cuarenta reales por mareante cabeza de familia, y de diez por cada viuda, que debió haberse hecho en la semana anterior, á causa de no haber podido salir las lanchas á la mar en cerca de quince días de temporales, no se hizo en ocasión oportuna ni por completo;
Porque, de dos meses á aquella parte, había muchos descubiertos en el tesoro del Cabildo, á consecuencia de no haber ingresado en él todas las soldadas que semanalmente habían de ingresar, á razón de una por cada lancha de pesca ó de pasaje, pinaza, barquía, etc...;
Porque el boticario del gremio había advertido que no admitiría nuevo asalareo, cuando terminara el vigente, si no se le daban cuarenta duros más al año, ó se asalariaba el Cabildo con otro médico que recetara menos;
Porque se acercaba el día de San Pedro, y urgía saber si, por la vez primera, desde tiempo inmemorial, dejaba el Cabildo de pagar el gasto de las fiestas, así religiosas como profanas: misa de tres, con música y sermón, y entre otras menudencias de rúbrica, novillo de cuerda y el tamborilero de la ciudad durante dos días y tres noches;
Porque había cinco enfermos socorridos por el Cabildo, que ni sanaban ni se morían;
Y, por último, y sobre todo, porque el tesorero se declaraba incapaz de acudir á tantas necesidades, si los que más gritaban por no cobrar á punto los socorros no pagaban lo que debían al tesoro, ó no se le autorizaba para meter mano á las reservas existentes para los grandes apuros y necesidades del gremio.
Tales eran los principales puntos que iban á tratarse aquel día en Cabildo. La junta, digámoslo así, compuesta de dos Alcaldes de mar (primero y segundo), tesorero y recaudador, ocupaba el sitio más visible, esparrancada en lo alto de la plazoleta, cerca del pretil en cuyo lomo cabalgaban raqueros, ó apoyaban ligeramente sus posaderas los congregados más viejos ó más perezosos. Los demás se extendían en grupos por la explanada; grupos que se hacían ó se deshacían, según que no hablara ó que hablara la presidencia, ó fuera menos interesante ó más interesante lo que expusiera un orador de la masa.
Entre tanto se oía un rumor incesante de conversaciones á media voz, y sobre este rumor el zumbido de Mocejón, que parecía un tábano por lo tenaz y molesto. Todo cuanto allí se decía ó se acordaba, provocaba sus gruñidos; y con su pipa rabona entre los dientes, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza gacha y torcida, el gesto de ira y de tedio, y puerco y sin afeitar, iba torpe y perezoso, de acá para allá, respondiendo á todo sin hablar con nadie, y renegando hasta del sol que caldeaba la escena.
Aunque no con la brusquedad salvaje de este hombre, abundaban allí los recelosos y descontentadizos; y era muy curioso observar cómo aprovechaban precisamente la ocasión en que debían ser explícitos y dar la cara, para volverse de espaldas, ó, cuando menos, de costado, y murmurar una excusa maliciosa, ó una barbaridad cualquiera, hacia un colateral que no había desplegado sus labios.
Decía el Sobano, por ejemplo, que blanco.
—¡Yo digo que negro!—respondía, empinándose, un vejete.