¿Con que misa? Eso no va conmigo. Soy hugonote... Ahora recuerdo: delante de mí venía ese clérigo... Yo andaba de prisa, y le pasé en la esquina. Debe de haber entrado por la puerta grande.
—¡Eh, Ruperto!...—gritó el otro saliendo al pasillo.—Ya tienes ahí al padre Gamborena, que viene á echar la misa, y tú no has encendido la estufa de la sacristía.
—Sí señor: ya está. San Pedro, como le dice el señor Marqués por chunga, no ha llegado todavía.
—Corre... entérate... Á ver si está corriente todo el servicio del altar... paños... vino.
—Eso es cosa de Joselito... ¿Yo qué tengo que ver con la ropa de cura, ni con las vinajeras?
—Hay que multiplicarse—dijo el francés oficiosamente, poniéndose el frac y estirándose los cuellos.—¡Si uno no mete su nariz en todo, sale cada ciempiés...!
Tiró hacia las estancias palatinas, que por aquella parte empiezan en una extensa galería en escuadra, con luces á un patio. En las paredes, estampas antiguas de talla dulce, con marcos de caoba, y mapas de batallas en perspectiva caballera: el suelo, de pita roja y amarilla, como un resabio de las barras de Aragón: los cristales, velados por elegantísimos transparentes con escudos de Gravelinas, Trastamara y Grimaldi de Sicilia. Al término de esta galería una gallardísima escalera conduce á las habitaciones propiamente vivideras de la suntuosa morada. En la planta baja todo es salones, la rotonda, el gran comedor, el invernadero y la capilla, restaurada por las señoras del Águila con exquisito gusto. Hacia ella iba el bueno del francés, cuando vió que por la gran crujía que arranca del vestíbulo y entrada principal del palacio, venía despacito, sombrero en mano, un clérigo de mediana estatura, calvo y de color sanguíneo. Hízole gran reverencia el fámulo; contestóle el sacerdote con un movimiento de cabeza, y se metió en la sacristía, en cuya puerta le esperaba un lacayo de librea galonada. Con éste cambió breves palabras el francés, intranquilo hasta no cerciorarse de que nada faltaba en la capilla; disparó después algunas chirigotas á la doncella que subía cargada de ropa; fué luego á echar un vistazo al comedor chico, y desde el sintió que un coche entraba en el portal. Oyóse el pataleo de los caballos sobre el entarugado, después el golpe de la portezuela.
—Es la de Orozco—dijo el francés á su segundo, que ya tenía lista la mesa para los invitados que quisieran desayunarse después de la misa.—Dama de historia, ¿eh? Ella y la señora Marquesa son uña y carne.
En efecto, desde la puerta del comedor chico vió entrar á una esbelta dama, vestida de riguroso luto, que con la franqueza de una amistad íntima, se dirigió, sin ser anunciada, á las habitaciones altas. Otras dos y un caballero entraron luego, pasando á un salón de la planta baja. De minuto en minuto aumentaba el rebullicio de la numerosa servidumbre, y daba gusto ver las pintorescas casacas, los blancos plastrones, los fraques elegantes de toda aquella chusma. Á las nueve, bajó Cruz del Águila, dando el brazo á su amiga Augusta, y por la escalera se lamentaban de que Fidela, retenida en cama por un pertinaz ataque de influenza, no pudiera asistir á la misa. Pasaron al salón, y del salón, juntas con las otras damas, á la capilla, ocupando sitios de preferencia en el presbiterio. Lo demás lo llenó la servidumbre, hombres, mujeres y niños. Pasó revista la señora con su impertinente, á ver si faltaba alguno. No faltaban más que el jefe de la cocina y el de la familia, Excmo. Sr. Marqués de San Eloy.
El cual, en el momento de empezar la misa, salió de su habitación tan destemplado y con los humores tan revueltos, que daba miedo verle. Calzado con gruesas botas relucientes, la gorra de seda negra encasquetada hasta las orejas, bata obscura de mucho abrigo, echóse al pasillo dando tumbos y patadas, tosiendo ruidosamente y masticando entre salivazos palabras de ira. Por una escalera interior bajó al patio de las cuadras, y no encontrando allí á ninguno de los funcionarios de aquella sección, descargó toda la rociada sobre un pobre anciano, que disfrutaba un mezquino jornal temporero, y que á la sazón barría las basuras y cargaba de ellas una carretilla.
—¿Pero qué es esto, ñales? ¡El mejor día les pongo á todos en la calle, como me llamo Francisco! ¡Gandules, arrapiezos, dilapidadores de lo ajeno, canallas, sanguijuelas del Estado...! ¡Y ni tan siquiera avisásteis al veterinario para que vea la pata hinchada del Bobo (Boby, alazán, de silla) y el muermo de Marly (bayo normando, de tiro)! Que se me mueran, ¡cuerno! y el coste de ellos os los sacaré de las costillas. ¿Con que en misa? Vaya con las cosas que inventa esa para distraerme á toda la dependencia y apartar al personal de sus obligaciones. ¡Ñales, reñales!...
Metióse luego por el cuartón, que era como el punto de cita de toda la servidumbre, y no viendo á nadie, siguió hacia el interior de la ducal morada, renegando y tosiendo y carraspeando; dió dos ó tres vueltas por la galería de las estampas, y de los mapas de guerras y combates; por último, en la mitad de un terno que se le quedó atravesado entre los dientes, con parte de la grosería fuera, parte de ella dentro, pegada á la lengua espumarajosa, hallóse junto á la capilla, y oyó un sonoro tilín dos veces, tres.
—Ea, ya están alzando—dijo en un gruñido.—Yo no entro. ¿Ni á santo de qué había de entrar, malditas biblias?
Volvióse á su cuarto, donde acabó de vestirse, poniéndose levita, gabán y sombrero de copa, y empuñando en una mano los gruesos guantes de lana, en otra el bastón de puño de asta, que conservaba de sus tiempos de guerra, bajó de nuevo, á punto que terminaba el oficio divino, y los criados desfilaban presurosos, cada cual á su departamento. Las damas, dos caballeros graves, Taramundi Donoso y el señorito de San Salomó, que había ya ayudado la misa, subieron á ver á Fidela. Escabullóse D. Francisco para evitar saludos, pues aquella mañana no le daba el naipe por las finuras. Cuando vió despejado el terreno, metióse de rondón en la sacristía, donde se hallaba solo el oficiante, ya despojado de la casulla y alba, y atento á un tazón de café riquísimo con escolta de tostaditas de pan y manteca, que encima de la cajonera le había puesto, en bandeja de plata, un lacayín muy mono.
—Pues llegué tarde á la misa—díjole don Francisco bruscamente, sin más saludo ni preliminar de cortesía,—porque no me avisaron á tiempo. ¡Ya ve usted que casa ésta! Total, que no quise entrar por no interrumpir... Y créame usted... yo no estoy bueno, no señor, no estoy bueno... Debiera quedarme en la cama.
—¿Y quién le obliga á levantarse tan temprano?—dijo el clérigo, sin mirarle, tomando el primer sorbo de café.—¡Pobrecito, se levanta para ir en busca de un triste jornal, y traer un par de panecillos y media libra de carne al palacio de Gravelinas!
—No es eso, ña..., no es eso... Me levanto porque no duermo. Me lo puede creer, no he pegado los ojos en toda la noche, señor San Pedro.
—¿De veras? ¿Por qué?—preguntóle el clérigo con media rebanada entre los dientes y la otra en la mano.—Y entre paréntesis: ¿por qué me llama usted á mí San Pedro?
—¿No se lo dije?... Ya, ya le contaré. Es una historia de mis buenos tiempos. Llamo buenos tiempos aquellos en que tenía menos conquibus que ahora, en que sudaba hiel y vinagre para ganarlo, los tiempos en que perdí á mi único hijo, único no; quiero decir... pues... en que no conocía estas grandezas fantasiosas de ahora, ni había tenido que lamentar tanta y tanta vicisitud... Terrible fué la vicisitud de morírseme el chico; pero con ella y todo, vivía más tranquilo, más en mi elemento. Allí penaba también; pero tenía ratos de estar conmigo en mí, vamos, que descansaba en un oasis..., un oasis... oasis.
Encantado de la palabra, la repitió tres veces.
—Y dígame ahora, ¿por qué no durmió anoche? ¿Acaso...?
—Sí, sí; no pude dormir por lo que me dijo usted al retirarse de mi cuarto, como cifra y recopilación de aquel gran palique que echamos á solas. Velay.
III
—¡Bueno,