Benito Perez Galdos

Torquemada y San Pedro


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la dama, clavando sus ojos en los ojos del evangelista, y, si así puede decirse, bebiéndole las miradas ó asimilándose por ellas el pensamiento antes que la boca lo formulara.

      —Pues usted lo dice, así será—manifestó la señora sintiendo oprimido el pecho.—Comprendo que la domesticación de este buen señor es obra difícil. Yo no puedo intentarla, mi hermana tampoco; ni piensa en ella, ni le importa nada que su marido sea un bárbaro que nos pone en ridículo á cada instante... Usted, que se nos ha venido acá tan oportunamente, como bajado del Cielo, es el único que podrá...

      —¡Sí quiero hacerlo! Las empresas difíciles son las que á mí me tientan, y me seducen, y me arrastran. ¿Cosas fáciles? Quítate allá. ¡Tengo yo un temperamento militar y guerrero...! Sí, mujer, ¿qué te crees tú?... Óyeme.

      Excitada su imaginación y enardecido su amor propio, se levantó para expresar con más desahogo lo que tenía que decir.

      —Mi carácter, mi temperamento, mi sér todo son como de encargo para la lucha, para el trabajo, para las dificultades que parecen insuperables. Mis compañeros de Congregación dicen... vas á reirte..., que cuando Su Divina Majestad dispuso que yo viniese á este mundo, en el momento de lanzarme á la vida estuvo dudando si destinarme á la milicia ó á la Iglesia... porque desde el nacer traemos impresa en el alma nuestra aptitud culminante... Esta vacilación del Supremo Autor de todas las cosas, dicen que quedó estampada en mi sér, bastando para ello el breve momento que estuve en los soberanos dedos. Pero al fin decidióse nuestro Padre por la Iglesia. En un divino tris estuvo que yo fuese un gran guerrero, debelador de ciudades, conquistador de pueblos y naciones. Salí para misionero, que en cierto modo es oficio semejante al de la guerra, y heme aquí que he ganado para mi Dios, con la bandera de la Fe, porciones de tierra y de humanidad tan grandes como España.

      IV

       Índice

      —Aunque la dificultad de este empeño en que la buena de Croissette quiere meterme ahora, me arredra un poquitín—prosiguió después de dejar, en una pausa, tiempo á la admiración efusiva de la dama,—yo no me acobardo, empuño mi gloriosa bandera, y me voy derecho hacia tu salvaje.

      —Y le vencerá..., segura estoy de ello.

      —Le amansare por lo menos, de eso respondo. Anoche le tire algunos flechazos, y el hombre me ha demostrado hoy que le llegaron á lo vivo.

      —¡Oh! Le tiene á usted en mucho; le mira como á un ser superior, un ángel ó un apóstol, y todas las fierezas y arrogancias que gasta con nosotras, delante de usted se truecan en blanduras.

      —Temor ó respeto, ello es que se impresiona con las verdades que me oye. Y no le digo más que la verdad, la verdad monda y lironda, con toda la dureza intransigente que me impone mi misión evangélica. Yo no transijo, desprecio las componendas elásticas en cuando se refiere á la moral católica. Ataco el mal con brío, desplegando contra él todos los rigores de la doctrina. El Sr. Torquemada me ha de oir muy buenas cosas, y temblará y mirará para dentro de sí, echando también alguna miradita hacia la zona de allá, para él toda misterios, hacia la eternidad en donde chicos y grandes hemos de parar. Déjale, déjale de mi cuenta.

      Dió varias vueltas por la estancia, y en una de ellas, sin hacer caso de las exclamaciones admirativas de su noble interlocutora, se paró ante ella, y le impuso silencio con un movimiento pausado de ambas manos extendidas, movimiento que lo mismo podría ser de predicador que de director de orquesta; todo ello para decirle:

      —Pausa, pausa... y no te entusiasmes tan pronto, hija mía, que á tí también, á tí también ha de tocarte alguna china, pues no es suya toda la culpa, no lo es, que también la tenéis vosotras, tú más que tu hermana...

      —No me creo exenta de culpa—dijo Cruz con humildad,—ni en este ni en otros casos de la vida.

      —Tu despotismo, que despotismo es, aunque de los más ilustrados, tu afán de gobernar autocráticamente, contrariándole en sus gustos, en sus hábitos y hasta en sus malas mañas, imponiéndole grandezas que repugna, y dispendios que le fríen la sangre, han puesto al salvaje en un grado tal de ferocidad que nos ha de costar trabajillo desbravarle.

      —Cierto que soy un poquitín despótica. Pero bien sabe ese bruto que sin mi gobierno no habría llegado á las alturas en que ahora está, y en las cuales, créame usted, se encuentra muy á gusto cuando no le tocan á su avaricia. ¿Por quién es senador, por quién es marqués, y hombre de pro, considerado de grandes y chicos?... Pero quizás me diga usted que estas son vanidades, y que yo las he fomentado sin provecho alguno para las almas. Si esto me dice, me callaré. Reconozco mi error, y abdico, sí señor, abdico el gobierno de estos reinos, y me retiraré... á la vida privada.

      —Calma, que para todo se necesita criterio y oportunidad, y principalmente para las abdicaciones. Sigue en tu gobierno, hasta ver... Cualquier perturbación en el orden establecido sería muy nociva. Yo pondré mis paralelas, atento sólo al problema moral. En lo demás no me meto, y cuanto de cerca ó de lejos se relacione con los bienes de este mundo, es para mí como si no existiera... Por de pronto, lo único que ordeno es que seas dulce y cariñosa con tu hermano, pues hermano tuyo lo ha hecho la Iglesia; que no seas...

      No pudiendo reprimir Cruz su natural imperante y discutidor, interrumpió al clérigo en esta forma:

      —¡Pero si es él, él quien hace escarnio de la fraternidad! Ya van cuatro meses que no nos hablamos, y si algo le digo, suelta un mugido y me vuelve la espalda. Hoy por hoy, es más grosero cuando habla que cuando calla. Y ha de saber usted que, fuera de casa, no me nombra nunca sin hablar horrores de mí.

      —Horrores..., dicharachos—dijo Gamborena un tanto distraído ya del asunto, y agarrando su sombrero con una decisión que indicaba propósito de salir.—Hay una clase de maledicencia que no es más que hábito de palabrería insubstancial. Cosa mala; pero no pésima; efervescencia del conceptismo grosero, que á veces no lleva más intención que la de hacer gracia. En muchos casos, este vicio maldito no tiene su raiz en el corazón. Yo estudiaré á nuestro salvaje bajo ese aspecto, como él dice, y le enseñaré el uso del bozal, prenda utilísima, á la que no todos se acostumbran... pero vencida su molestia... ¡ah! concluye por traer grandes beneficios, no sólo á la lengua, sino al alma... Adiós, hija mía... No, no me detengo más. Tengo que hacer... Que no, que no almuerzo, ea. Si puedo, vendré esta tarde á daros un poco de tertulia. Si no, hasta mañana. Adiós.

      Inútiles fueron las carantoñas de la dama ilustre para retenerle. Quedóse esta un instante en la sacristía, cual si los pensamientos que el venerable Gamborena expresara en la anterior conversación la tuvieran allí sujeta, gravitando sobre ella con melancólica pesadumbre. Desde la muerte lastimosa de Rafael, la tristeza era como huésped pegajoso en la familia del Águila; la instalación de ésta en el palacio de Gravelinas, tan lleno de mundanas y artísticas bellezas, fué como una entrada en el reino sombrío del aburrimiento y la discordia. Felizmente, Dios misericordioso deparó á la gobernadora de aquel cotarro, el consuelo de un amigo incomparable, que á la amenidad del trato reunía la maestría apostólica para todo lo concerniente á las cosas espirituales, un ángel, un alma pura, una conciencia inflexible, y un entendimiento luminoso para el cual no tenían secretos la vida humana ni el organismo social. Como á enviado del Cielo le recibió la primogénita del Águila cuando le vió entrar en su palacio dos meses antes de lo descrito, procedente de no se qué islas de la Polinesia, de Fidji, ó del quinto infierno... léase del quinto cielo. Se agarró á él como á tabla de salvación, pretendiendo aposentarle en la casa; y no siendo esto posible atrájole con mil reclamos delicadísimos para tenerle allí á horas de almuerzo y comida, para pedirle consejo en todo, y recrearse en su hermosa doctrina, y embelesarse, en fin, con el relato de sus maravillosas proezas evangélicas.

      El primer dato que del padre Luis de Gamborena se encuentra, al indagar su historia, se remonta al año 53, época en la cual su edad no pasaba de los veinticinco, y era familiar del Obispo de Córdoba. De su juventud nada