y cocheras, así como la de cocinas y comedor, fueron montadas sin omitir nada de lo que corresponde á una familia de príncipes. Y en diferentes servicios, la turbamulta de doncellas, lacayos y lacayitos, criados de escalera abajo y de escalera arriba, porteros, planchadoras, etc., componían, con las de las secciones antedichas, un ejército que habría bastado á defender una plaza fuerte en caso de apuro.
Tal superabundancia de criados era lo que principalmente le encendía la sangre al don Francisco, y si transigía con la compra de cuadros viejos y de armaduras roñosas, por el buen resultado que podrían traerle en día no lejano, no se avenía con la presencia de tanto gandul, polilla y destrucción de la casa, pues con lo que se comían diariamente había para mantener á medio mundo. Ved aquí la principal causa de lo torcido que andaba el hombre en aquellos días; pero se tragaba sus hieles, y si él sufría mucho, no había quien le sufriera. Á solas, ó con el bueno de Donoso, se desahogaba, protestando de la plétora de servicio y de que su casa era un fiel trasunto de las oficinas del Estado, llenas de pasmarotes, que no van allí más que á holgazanear. Bien comprendía él que no era cosa de vivir á lo pobre, como en casa de huéspedes de á tres pesetas, eso no. Pero nada de exageraciones, porque de lo sublime á lo ridículo no hay más que un paso. Y también es evidente que los Estados en que crece viciosa la planta de la empleomanía, corren al abismo. Si él gobernara la casa, seguiría un sistema diametralmente opuesto al de Cruz. Pocos criados, pero idóneos, y mucha vigilancia para que todo el mundo anduviera derecho y se gastara lo consignado, y nada más. Lo que decía en la Cámara á cuantos quisieran oirle, lo decía también á su familia:
—Quitemos ruedas inútiles á la máquina administrativa para que marche bien... Pero ésta mi cuñada, á quien parta un rayo, ¿qué hace? convertir mi domicilio en un centro ministerial, y volverme la cabeza del revés, pues día hay en que creo que ellos son los amos, y yo el último paria de toda esa patulea.
VII
Pocos amigos frecuentaban diariamente el palacio de Gravelinas. No hay para qué decir que Donoso era de los más fieles, y su amistad tan bien apreciada como antes, si bien, justo es declararlo, en el orden del cariño y admiración, había sido desbancado por el insigne misionero de Indias. Damas, no consta que visitaran asiduamente á la familia más que la de Taramundi, la de Morentín, las de Gibraleón, y la de Orozco, ésta con mayor intimidad que las anteriores. La antigua amistad de colegio entre Augusta y Fidela se había estrechado tanto en los últimos tiempos, que casi todo el día lo pasaban juntas, y cuando la Marquesa de San Eloy se vió retenida en casa por distintos padecimientos y alifafes, su amiga no se separaba de ella, y la entretenía con sus graciosas pláticas.
Sin necesidad de refrescar ahora memorias viejas, sabrán cuantos esto lean que la hija de Cisneros y esposa de Tomás Orozco, después de cierta tragedia lamentable, permaneció algunos años en obscuridad y apartamiento. Cuando la vemos reaparecer en la casa de San Eloy, el desvío social de Augusta no era ya tan absoluto. Había envejecido, si cuadra este término á un adelanto demasiado visible en la madurez vital, sin detrimento de la gracia y belleza. Jaspeaban su negro cabello prematuras canas, que no se cuidaba de disimular por arte de pinturas y afeites. La gallardía de su cuerpo era la misma de los tiempos felices, conservándose en un medio encantador, ni delgada ni gruesa, y extraordinariamente ágil y flexible. Y en lo restante de la filiación, únicamente puede apuntarse que sus hermosos ojos eran quizás más grandes, ó al menos lo parecían, y su boca... lo mismo. Fama tenía de tan grande como hechicera, con una dentadura, de cuya perfección no podrán dar cabal idea los marfiles, nácares y perlas que la retórica desde los albores de la poesía, viene gastando en el decorado interior de bocas bonitas. Con tener dos años menos que su amiga, y poquísimas, casi invisibles canas que peinar, Fidela representaba más edad que ella. Desmejorada y enflaquecida, su opalina tez era más transparente, y el caballete de la nariz se le había afilado tanto, que seguramente con él podría cortarse algo no muy duro. En sus mejillas veíanse granulaciones rosadas, y sus labios finísimos é incoloros dejaban ver, al sonreirse, parte demasiado extensa de las rojas encías. Era, por aquellos días, un tipo de distinción que podríamos llamar austríaca, porque recordaba á las hermanas de Carlos V, y á otras princesas ilustres que viven en efigie por esos museos de Dios, aristocráticamente narigudas. Resabio elegantísimo de la pintura gótica, tenía cierto parentesco de familia con los tipos de mujer de una de las mejores tablas de su soberbia colección, un Descendimiento de Quintín Massys.
Bueno. El día siguiente al de la misa, primer eslabón cronológico de la cadena de este relato, entró Augusta poco antes de la hora del almuerzo. En una de las salas bajas encontróse á Cruz, haciendo los honores de la casa á un sujeto de campanillas, académico y gran inteligente, que examinaba las pinturas. En la rotonda había instalado su caballete un pintor de fama, á quien se permitió copiar el Paris Bordone, y más allá un tercer entusiasta del arte reproducía al blanco y negro un cartón de Tiépolo. Día de gran mareo fué aquel para la primogénita, porque su dignidad señoril le imponía la obligación de atender y agasajar á los admiradores de su museo cuidando de que nada les faltase. En cuanto al académico, era hombre de un entusiasmo fácilmente inflamable y cuando se extasiaba en la contemplación de los pormenores de una pintura, había que soltarle una bomba para que volviese en sí. Ya llevaba Cruz dos horas de arrobamiento artístico, con paseos mentales por los museos de Italia, y volteretas por el ciclo pre-rafaelista, y empezaba á cansarse. Aún le faltaban dos tercios de la colección por examinar. Para mayor desdicha tenía otro sabio en el archivo, un bibliófilo de más paciencia que Job, que había ido á compulsar los papeles de Sicilia para poner en claro un grave punto histórico. No había más remedio que atenderle también, y ver si el archivero le facilitaba sin restricción alguna todo el material papiráceo que guardaban aquellos rancios depósitos.
Después de invitar al académico á almorzar, Cruz delegó un momento sus funciones en Augusta, y mientras ésta las desempeñaba interinamente con gran acierto, pues al dedillo conocía las colecciones que habían sido de su padre, D. Carlos de Cisneros, fué la otra á dar una vuelta al sabio del archivo, á quien encontró buceando en un mar de papeles. Convidóle también á participar del almuerzo, y al volver á los salones donde había quedado su amiga, pudo cuchichear un instante con ésta, mientras el académico y el pintor se agarraban en artística disputa sobre si era Mantegna ó no era Mantegna una tablita en que ambos pusieron los ojos y el alma toda.
—Mira tú, si Fidela almuerza en su cuarto, yo la acompañaré. La sociedad de tanto sabio no es de mi gusto.
—Yo pensaba que bajase hoy Fidela; pero si tú quieres, arriba se os servirá á las dos. Yo voy perdiendo. Estaré sola entre los convidados y mi salvaje D. Francisco; necesitaré Dios y ayuda para atender á la conversación que salte, y atenuar las gansadas de mi cuñadito. Es atroz, y desde que estamos reñidos, suele arrojar la máscara de la finura, y dejando al descubierto su grosería, me pone á veces en gran compromiso.
—Arréglate como puedas, que yo me voy arriba. Adiós. Que te diviertas.
Subió tan campante, alegre y ágil como una chiquilla, y en la primera estancia del piso alto se encontró á Valentinico arrastrándose á cuatro patas sobre la alfombra. La niñera, que era una mocetona serrana, guapa y limpia, le sostenía con andadores de bridas, tirando de él cuando se esparranclaba demasiado, y guiándole si seguía una dirección inconveniente. Berreaba el chico, movía sus cuatro remos con animal deleite, echando babas de su boca, y queriendo abrazarse al suelo y hociquear en él.
—Bruto—le dijo Augusta con desabrimiento,—ponte en dos pies.
—Si no quiere, señorita—indicó tímidamente la niñera.—Hoy está incapaz. En cuanto le aúpo, se encalabrina, y no hay quien lo aguante.
Valentín clavó en Augusta sus ojuelos, sin abandonar la posición de tortuga.
—¿No te da vergüenza de andar á cuatro patas como