Giorgio Scerbanenco

La muñeca ciega


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      Era alrededor de mediodía. Mi criado, Giovanni, ya empezaba a pasearse delante de mi despacho, temiendo que me quedase a trabajar más allá de las doce.

      Nunca he intentado trabajar como asalariado, con un jefe y un horario que cumplir, pero creo que la vigilancia de Giovanni a mis horarios de trabajo tiene que ser algo parecido, si no peor. A mediodía y a las siete en punto de la tarde, comienza a pasearse delante de mi despacho de manera intolerable. Por mucha urgencia que tenga el trabajo al que me dedico, prefiero parar antes que ver su insoportable cara de pocos amigos asomarse por la puerta y escuchar su voz murmurar con falsa cortesía:

      —Es tarde, señor.

      El día que Jelling vino a verme, estaba terminando precisamente un informe para el Círculo Jurídico de Boston, y ya escuchaba los pasos de Giovanni por el pasillo cuando oí el timbre; poco después mi criado entraba en el estudio y anunciaba:

      —El señor Arthur Jelling.

      —Hola, Jelling –dije, a la vez que me levantaba de la butaca.

      Siguieron las formalidades, que con Jelling son más bien largas, y luego lo invité a almorzar.

      —Sabía que no era lo más adecuado venir a la hora del almuerzo –respondió Jelling–. Es como imponer una invitación...

      Tenía un rostro realmente afligido.

      Conseguí convencerlo de que no se sintiera tan apenado, que podía venir a verme cuando quisiera, y ya a la mesa, tras un primer plato más bien mediocre, me enteré del motivo de la visita de Jelling: la denuncia de Augusto Linden.

      —En el fondo –decía Jelling–, esta historia tiene toda la pinta de un asunto sin importancia. Hace dos días, el profesor Augusto Linden, que tiene una clínica oftalmológica en Rivery Street, se personó en la Central de Policía y presentó la siguiente denuncia: a las nueve de la mañana, mientras cruzaba el Parque Clobt para ir a la clínica, lo paró un desconocido que le empezó a hablar de la siguiente manera: «Usted va a operar, el día 17, al señor Alberto Déravans. Tras la operación, el señor Déravans, que se quedó ciego en un accidente de tráfico hace dos años, recuperará la visión. Pues bien, si hace esa operación, si Alberto Déravans recupera la visión, yo lo mataré a usted». Dicho esto, el desconocido desapareció. El profesor Augusto Linden se había personado de inmediato en la Central de Policía y había presentado la denuncia. No podía proporcionar ningún dato sobre el desconocido aparte de que iba vestido de marrón, llevaba una gorra y la cara se la cubría casi por completo una bufanda azul. Después de la denuncia, el profesor pretendía que dos agentes le hicieran guardia hasta el día de la operación y nada más. Eso es todo.

      —¿Cree de verdad –pregunté a Jelling– que tras ese chantaje, que a mí me parece bastante común, se puede esconder algo interesante? Quizá sepa usted mejor que yo que en una ciudad como Boston se producen tres o cuatro chantajes al día...

      Jelling terminó de servirse carne estofada que Giovanni le ofrecía de una fuente con estilo impecable, y después respondió:

      —... Yo tampoco lo sé, señor Berra. En apariencia se trata de un chantaje como muchos otros. Pero, si se reflexiona un poco, las cosas se complican. No me gustaría tener una opinión demasiado contraria a la suya, pero le diré cómo he razonado. –Jelling hizo una pausa, cogió tres vasos que tenía delante, los colocó de cierta manera y dijo–: Nosotros tenemos un triángulo –me percaté en ese momento de que los vasos estaban dispuestos en triángulo–. El primer vértice es Alberto Déravans, el ciego. El segundo vértice está representado por el profesor Augusto Linden y por su clínica. El tercer... –y aquí Jelling tocó el último vaso, de cristal verdoso, todavía lleno de un vino blanco seco de Italia–... el tercer vértice es un fuerza oscura, el hombre que ha chantajeado al profesor Linden... En Geometría, los vértices de un triángulo están unidos entre ellos por tres líneas rectas. En nuestro caso, ¿qué los une? Entre Déravans, el ciego, y el profesor Linden, el cirujano, la línea de unión es clara: el primero debe operarse para recuperar la visión, el segundo debe operarlo; esta es línea recta que une los dos vértices. Pero es la única que conocemos. No sabemos cuál es la línea que une al profesor Linden con la fuerza oscura y cuál la que une a la fuerza oscura con Alberto Déravans... En definitiva, lo que quiero decir es que hay dos problemas que resolver: descubrir quién es el enemigo de Alberto Déravans y descubrir por qué este enemigo no quiere que recupere la visión...

      Aunque el razonamiento de Jelling fuera, como de costumbre, bastante confuso, ya empezaba a comprender.

      —¿Quiere decir –pregunté– que el enemigo de Déravans podría tener muchos medios para perjudicarlo y que no comprende por qué ha elegido precisamente el de prohibirle que recupere la visión?

      —Eso, quería decir eso mismo –dijo Jelling–. He estudiado con atención el expediente y la denuncia del profesor. Pero no entiendo qué interés pueda haber en que Déravans siga siendo ciego... Así es como están las cosas. Hace dos años, Alberto Déravans conduce su coche y choca con el que conduce la señorita Evelina Soldier. Como consecuencia del impacto, Déravans pierde la visión y los mejores especialistas de los Estados Unidos declaran su impotencia. Mientras, entre la señorita Soldier y el señor Déravans nace el idilio. Déravans quiere casarse con ella, pero Evelina Soldier no quiere. Antes de casarse con él quiere agotar todas las posibilidades de curar a Déravans y devolverle la visión. Van a Europa, pero también los cirujanos europeos declaran que no hay nada que hacer. Vuelven a América. Déravans insiste en casarse con la señorita Soldier, pero ella no ha perdido la esperanza y antes busca de nuevo el medio de devolverle la visión. Al final, un día, el profesor Augusto Linden se les presenta a los dos. Visita a Alberto Déravans y le dice que lo operará y que gracias a esta operación Déravans recuperará la visión. Estamos a 2 de enero. Llevan a Déravans a la clínica del profesor Linden. Llega el 12 de enero. El profesor Linden cruza el Parque Clobt para ir a la clínica. Es una mañana muy fría –le ruego que se fije en este detalle–, el profesor Linden cruza el Parque Clobt vacío. De repente, una figura se le para delante. Es un hombre vestido de marrón, con gorra y la cara cubierta casi por completo con una bufanda azul. Este hombre amenaza al profesor Linden con matarlo si le devuelve la visión a Alberto Déravans y, antes de que el profesor Linden pueda replicar, saca un pequeño revólver y se aleja por entre las callejuelas. Sin perder la sangre fría, el profesor Linden se dirige enseguida a la Central de Policía, denuncia el hecho y pide la protección de dos agentes que lo vigilen día y noche para evitar que las amenazas del desconocido se cumplan... Hoy es 14 de enero. Dentro de tres días operarán a Alberto Déravans y, según las afirmaciones del profesor Linden, recuperará sin duda la visión... O el profesor será asesinado antes de que pueda llevar a cabo la operación.

      Nos levantamos de la mesa y fuimos a sentarnos delante de la chimenea, donde ardían dos grandes leños. Giovanni nos sirvió el licor de costumbre y, mientras servía a Jelling, tuvo tiempo de murmurar:

      —O el profesor Linden no hará la operación por miedo de que lo mate el desconocido.

      Giovanni, por supuesto, había escuchado nuestra conversación, y ahora, a pesar de las recriminaciones que siempre le hacía, intervenía en nuestras discusiones.

      Jelling pareció encantado con esa intervención. Sonrió cordialmente a Giovanni y le dijo:

      —He pensado bastante en esa hipótesis, pero le diré la impresión que me causó el profesor Linden. Me pareció una persona muy apegada al dinero. Y Déravans se ha comprometido a pagarle veinte mil dólares por la operación. El profesor no me parece un tipo dispuesto a renunciar a veinte mil dólares por una simple amenaza. Tomará todas las precauciones del mundo, pero intentará llevar a cabo la operación a cualquier precio...

      Indiferente a mis miradas de reproche, Giovanni continuó:

      —Todo lo contrario, si es así, aprovechará la amenaza que lleva sobre sus espaldas para encarecer el precio de la operación. ¿O me equivoco, señor?...

      Con una reverencia obsequiosa e hipócrita, Giovanni se llevó la botella y la bandeja, evitando de esa manera mi