un sensible. Y, de repente, volví a ver sus manos: grandes, delgadas, delicadas, con la movilidad de las antenas de un insecto. Todo esto, repito, no lo vi en su momento, sino horas después, cuando volví a pensar en mi visita a la clínica Linden.
La tercera persona era una mujer, la doctora en química Lila Leland. El nombre me sorprendió. Era más adecuado para una estrellita de café concierto que para una doctora, y pensé que era falso. Pero lo que me sorprendió todavía más fue su belleza. No encuentro otra expresión que esta: una belleza angelical. Y sé que no es una definición justa. Al decir angelical se puede pensar en algo muy puro, pero también un poco frío. Sin embargo, la belleza de Lila Leland estaba llena de calor femenino. La mirada tenía una tranquilidad agradable de gacela, y todas las líneas de la cara seguían perfectas curvas, pero llenas de feminidad viva, nada estatuaria. Un maquillaje sutil daba el último toque a esa obra maestra humana, un toque ligeramente artificial que lo hacía irresistible.
Aquí llega el hecho que hará que se me perdonen un poco estas descripciones a la antigua. Miré a Jelling. Él acababa de hacerle una breve reverencia a la doctora Leland, pero su mirada no se había desviado todavía del rostro de ella. Ya se habían hecho las presentaciones y pasó un segundo, un larguísimo segundo lleno turbación. Todos esperaban que Jelling se alejara y dejara de mirar a Lila Leland. Augusto Linden sonrió de manera extraña con los ojos al observar la escena. Yo me sentía incómodo por un acontecimiento tan imprevisible. En apariencia no ocurrió nada, pero ese segundo, ese larguísimo segundo en que Jelling siguió mirando, ausente y ajeno al mundo, a la doctora Leland, influyó luego sobre el resto del caso. «¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! –me dijo un día Jelling cuando todo había acabado...–. Si hubiese podido preverlo, ese día que conocí a Lila...».
Por fin, Jelling pareció despertarse. Me imaginaba que cuando volviera en sí se pondría rojo y se abochornaría; en cambio, nada de eso. Él estaba tranquilo, sereno; es más, tenía los ojos más claros y vivos que antes, como si en su interior hubiese nacido algo feliz que le había hecho más fuerte.
—Este es mi laboratorio de análisis y de anatomía...
Linden rompió el silencio insoportable y comenzó a darnos una vuelta por la sala, explicándonos cosas. Luego, con su estilo maleducado, le dijo a Jelling:
—Por lo demás, no veo qué utilidad pueda tener todo esto para su investigación... Perdone, pero no tengo mucha confianza en la Policía. Estoy convencido de que, si consigo desbaratar los planes de ese imbécil que me ha amenazado con matarme, lo deberé sólo a mí y a este instrumento...
Se sacó del bolsillo un pequeño revólver y nos lo mostró.
—Claro, claro, tiene razón... –asintió Jelling poniéndose rojo. Vi que su mirada tenía la continua tentación de volverse hacia Lila Leland, que estaba a su lado, pero se controlaba.
Mientras, Linden se había dirigido a Alfredo Lamarck, que se afanaba con un microscopio.
—¿Ya está hecho el análisis de Déravans?
Sin quitar el ojo del instrumento, sin dejar de manejar la platina, Alfredo Lamarck respondió con frialdad (y decir frialdad es bastante poco):
—Lo estoy haciendo.
—Le había rogado que lo hiciera hace dos días. Operaremos a Déravans el 17 y hoy estamos a 14 –observó Linden con tranquilidad.
Alfredo Lamarck levantó el ojo del microscopio y miró un punto en la pared, no al profesor Linden:
—Hoy todavía estamos perfectamente a tiempo –dijo, con el mismo tono de antes, anodino y lejano.
—No estoy de acuerdo –respondió Linden con nerviosismo mal disimulado.
Lamarck volvió a su instrumento y murmuró entre dientes:
—Perdone.
Tras este otro incidente, Linden nos acompañó fuera, hasta la salida. Al despedirse de nosotros, Jelling, que había permanecido en silencio hasta entonces, le preguntó:
—Por supuesto, el señor Déravans no ha sido informado de que usted se ha visto amenazado de muerte si lo opera.
—Por supuesto... –respondió Linden, abriendo la puerta que daba al vestíbulo.
—En cualquier caso, habrá advertido a algún familiar, ¿no?
—Claro.
—¿A quién?
—A su hermano, Andrea Déravans, y a su novia, Evelina Soldier.
Jelling dio un paso adelante, pero antes de salir volvió a preguntar:
—Perdóneme la indiscreción, quizá mis preguntas le cansan... Pero necesito saber si, aparte de usted, hay alguien más capaz de operar al señor Alberto Déravans...
Linden sonrió con los ojos, como antes.
—Mis ayudantes conocen la teoría de la operación. Ignoro si conseguirían ponerla en práctica.
—Gracias.
Salimos, cruzamos el vestíbulo y nos encontramos de nuevo en la calle. Un sol blanco, frío, nos inundó de luz, de esa luz clara y viva que faltaba en la clínica Linden. Me sentía mejor, para ser sinceros. Jelling estaba callado, y se mantuvo así un buen trecho del camino. Los árboles de la avenida por la que íbamos estaban secos, desnudos; trizas de hielo crujían bajo nuestros zapatos. Tenía la cabeza llena de pensamientos confusos que no conseguía coordinar.
—¿Qué le pasa, Jelling? –dije, más que nada por romper el silencio.
Al final, Arthur Jelling dejó de mirar fijamente hacia adelante y consiguió verme a mí también.
—¡Oh..., perdone! Tiene razón... –y se puso rojo como un muchacho–. Pienso en mí, siempre en mí, y, en cambio, debería pensar en el profesor Linden.
2
Diez dólares por acertar en el blanco
Déravans era un hombre poderoso en la alta sociedad de Boston. La riqueza de la familia no venía de antiguo, y el hecho de haberla acumulado jugando a la bolsa no suponía, claramente, a ojos de los nobles bostonianos un mérito honroso, pero era de tales proporciones que hasta los aristócratas más quisquillosos habían terminado por quedar subyugados. En Boston, en vez de decir Pierpont Morgan se decía Déravans, y en vez de decir «llevar leña al monte», expresión que en América sólo conocen los profesores de lengua, se decía «Dejar dinero a los Déravans».
Los Déravans, padre y madre, habían muerto dos años atrás. La señora Lisetta Déravans, de un problema de corazón (tenía una enfermedad cardiaca desde joven), y Antonio Déravans, tras una operación por unos cálculos renales. Los dos hijos, Alberto y Andrea, habían quedado como dueños de un patrimonio enorme cuyo valor sólo conocía el fisco. Habían renunciado a las operaciones bursátiles en las que su padre se había especializado y se dedicaron a vivir de las rentas, apartándose del mundo de los negocios. Alberto, el mayor, hacía deporte, natación, automovilismo, boxeo; Andrea, el otro, no hacía literalmente nada, y parecía muy contento con ello. Por mucho que tuvieran montones de dinero y estuviesen libres de toda tutela, nunca habían llevado una vida disoluta. En el fondo, no tenían vicios, no les iban los juegos de azar y no se dejaban engañar por las mujeres. A las típicas profesionales, cazadoras de ricos herederos, las mantenían amablemente alejadas con pequeñísimos cheques. Hasta se murmuraba que eran avaros; por lo menos, que el mayor, Alberto, mantenía a raya al otro, que quizá tenía tendencia a despilfarrar. A quien le hablara de hacer negocios, de comerciar, de crear industrias para que les rentara el patrimonio, Alberto Déravans respondía: «Tenemos tanto dinero que harían falta tres generaciones de Déravans para gastarlo todo. ¿Por qué deberíamos preocuparnos de ganar más?». Los dos jovencitos (Alberto tenía treinta y dos años y Andrea, veintiocho) vivían en su chalé en las afueras de Boston, un chalé modesto en el fondo, con un jardín pequeño y una piscina, como tantos otros de las afueras de Boston. Esta modestia también creaba un halo de simpática notoriedad