Giorgio Scerbanenco

La muñeca ciega


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señores Dundley están encantados de tenernos a su mesa –dijo burlándose.

      Tras presentarse y sentarse, Jelling y Matchy permanecieron un poco en silencio frente a los Dundley, que los observaban.

      —Es una verdadera sorpresa –dijo Isidoro Dundley rompiendo el silencio– poder pasar la velada con dos funcionarios de la Policía. Una sorpresa agradable.

      Era ceremonioso e irónico, pero sin maldad. Dora Dundley sonreía y mostraba una bellísima dentadura.

      —¿Y han encontrado al hombre que amenazó al profesor? –preguntó con un tono medio frívolo poco adecuado a la seriedad del tema–. Es que leo muchos libros policiacos y estas cosas me interesan bastante.

      —Todavía no, señora –respondió Jelling–. Pero hacemos todo lo posible para encontrarlo.

      —¿No pensará que es mi marido? –rio Dora Dundley, dejando ver aún más, a través de las arrugas, las innumerables pecas que le cubrían el rostro–. ¿Se puede creer que en cuanto han venido a nuestra mesa he pensado eso mismo?

      —¡Cállate, Dora! –interrumpió el marido, entre divertido y enfadado–. Se trata de una cosa seria y tú te la tomas a broma.

      —Bromeo, bromeo... –respondió Dora Dundley–. Ya sabes cómo es la Policía. Sospechan de todos. No sería la primera vez que arrestan a un inocente.

      —Pero yo no he venido para arrestarles... –protestó Jelling sincera e ingenuamente–. Sólo estoy haciendo un examen general de la situación y quiero conocer a todas las personas implicadas de alguna manera en este caso.

      —No le haga caso a mi mujer –dijo Isidoro Dundley, guiñando un ojo–. Las mujeres siempre tienen mucha imaginación. Haga las preguntas que considere necesario. Le aseguro que no me molesta, todo lo contrario.

      Arthur Jelling preguntó tímidamente algo sobre los Déravans, sobre la relación entre los dos hermanos, sobre Evelina Soldier, pero no consiguió saber nada que ya no supiese. Dundley respondía con una amabilidad cordial y la mujer escuchaba como si estuviese leyendo las interesantes últimas páginas de una novela policiaca. Matchy, mientras, bebía. Les habían servido un brebaje extraño, no se podía definir mejor, una crema verde en la que navegaban grandes pelotas negras, podían ser aceitunas o quién sabe qué. Al beberla, era tan fuerte como el licor más fuerte.

      —... Se lo diré –decía Isidoro Dundley tranquilamente–. Yo soy el menos indicado para hablar de los hermanos Déravans. Como usted sabe, y no me avergüenzo de confesarlo, ellos me mantienen íntegramente... Que sí, Dora, estate quieta, es algo que saben todos... Desde el traje que llevo puesto hasta los cien dólares que llevo en la cartera, todo es de ellos. Comprenderá que en estas condiciones no es muy fácil tener una opinión objetiva.

      —Comprendo perfectamente –dijo Jelling un poco incómodo por la excesiva franqueza.

      —... Por lo que yo sé –continuó Isidoro Dundley con tranquilidad–, entre los dos hermanos no hay muy buena relación. Entendámonos bien: yo no acuso a ninguno. Sólo digo que, como el menor, Andrea, está obligado a depender en todo del mayor, el ciego, es lógico que haya ideas divergentes.

      —¡Pero eso significa inculpar a Andrea de querer matar al profesor Linden! –exclamó divertida y aterrorizada la señora Dundley–. Es lo que siempre pasa en las novelas policiacas. Hay una serie de sospechas sobre todos los personajes, cada uno acusa al otro, no se comprende nada y al final...

      Arthur Jelling, contrariamente a lo que acostumbraba, interrumpió la conversación.

      —... Y al final el culpable es de quien menos se sospecha...

      Después de esta interrupción hubo un momento de silencio más bien serio. No uno de esos silencios en los que no se sabe qué decir. Un silencio, en cambio, en el que se piensa lo que no se debe decir. Por suerte, la luz se apagó de nuevo y salvó la situación.

      La cantante de antes volvió al escenario. Su voz, soterradamente excitante, provocó que Matchy girara de nuevo la cabeza y se ausentara completamente de la conversación. Durante cinco largos minutos, la mesa de los dos Golden, de Matchy y de Jelling pareció concentrada exclusivamente en seguir a la cantante por el pequeño escenario. En realidad, Jelling miraba las manos de Isidoro Dundley.

      Eran unas manos realmente extrañas. Para un hombre de su estatura, muy pequeño, le irían bien unas manos pequeñas, rollizas, afiladas. En cambio, tenía manos largas, de pianista, para hacernos una idea; pero no exactamente así: los nudillos gordos y con mucha piel, como la gente acostumbrada a los trabajos manuales, quitaban la idea de las manos del pianista.

      La canción de aquella Circe bostoniana terminó finalmente. Matchy, con los ojos ligeramente enrojecidos, retomó el contacto con el mundo, bajó a la tierra y, cuando iba a beber de su brebaje verde, exclamó:

      —Jefe, están disparando.

      Isidoro Dundley sonrió:

      —Tenemos una sala de tiro al blanco aquí, en el Círculo. Las historias de gánsteres han puesto de moda el manejo de la pistola y del fusil ametrallador. Los hijos de los ricos se entrenan aquí con las Helter de ocho balas.

      Y vaya si disparaban. Por mucho que estuvieran amortiguados, los disparos se oían con claridad. Jelling dijo:

      —Pero ¿disparan simplemente como si fuera un juego, para aprender a tirar?

      —En absoluto –aclaró con amabilidad Isidoro Dundley, mientras Dora Dundley se empolvaba abundantemente la cara sudorosa–. Los jóvenes señores apuestan con normalidad. Un policía de uniforme hace de diana. Estos Dillinger acomodados los disparan y apuestan entre ellos a ver quién lo hace caer más veces: porque, cada vez que se impacta en el centro del policía de cartón, cae.

      Matchy, que tenía aprecio a su uniforme aunque en ese momento no lo llevara puesto, no pudo ocultar un gesto de descontento. Jelling le golpeó un pie para que se estuviera callado.

      —¡Oh, pues es muy interesante! –dijo luego, con un tono lleno de ingenua hipocresía–. Hace tanto que no tiro al blanco... No estaría nada mal pegar algunos tiros.

      —Si es por eso, enseguida satisfago sus deseos –respondió Isidoro Dundley–. Pero le advierto que soy un tirador excepcional; así que no apueste mucho.

      La señora Golden, al levantarse para seguirlos a la sala de tiro al blanco, le puso a Jelling una sonrisa de estúpida astucia.

      —Usted le está tendiendo una trampa a mi marido... –le dijo–. Conozco sus sistemas... De la forma más inocente del mundo preparan las trampas en las que caerá el culpable.

      —... Señora –murmuró terriblemente molesto Arthur Jelling–. Le... juro que sólo quiero conocer el ambiente de los Déravans... Y que no osaría en absoluto sospechar de nadie...

      —¡Vaya, vaya! ¡No tenga reparos! –dijo la señora Golden riendo socarronamente–. Ustedes, los policías, sospechan de todos por principio... Y si ha venido usted aquí es porque están estudiando algo contra mi marido.

      Por suerte, ya habían llegado a la sala de tiro al blanco, con lo que el ridículo diálogo terminó. Isidoro Dundley cogió del brazo a Jelling y lo condujo hasta un banco largo vacío, en cuyo final, a una distancia de unos cuatro metros, estaba clavado un cartón con la figura de un policía. Una chica, también vestida de policía, les sonrió mientras les ofrecía el caballete en el que estaban colocadas seis pistolas grandes.

      —Mire, señor Jelling –dijo Isidoro Dundley–. Elija arma y dispare en primer lugar.

      —No, no, se lo ruego –objetó Jelling con educación–, deme al menos la ventaja de disparar después de usted.

      —De acuerdo. Pero ¿qué apuesta?

      —Pues lo que usted crea...

      —Diez dólares, ¿le parece?

      Era bastante para Jelling... Pero tampoco era