Giorgio Scerbanenco

La muñeca ciega


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voy a estar un rato con Alberto –continuó Evelina Soldier–. ¿Le importaría esperarme un momento? Necesito hablar con usted.

      —Por supuesto, señorita.

      Arthur Jelling hizo un breve gesto con la cabeza y salió al pasillo.

      Era el pasillo más triste de este mundo, y ahí tuvo que esperar más de un cuarto de hora. Totalmente vacío, fatal iluminado por los grandes ventanales, ese ambiente provocaba poco a poco tal malhumor, que Jelling, con toda su mansedumbre, terminó por sentirse nervioso.

      Al final, Evelina Soldier apareció.

      —Perdóneme –dijo con delicadeza. Parecía más tranquila. Llevaba el vestido que Jelling ya conocía y no se había puesto nada de maquillaje.

      —Hablemos un poco dentro del coche, si le parece bien.

      En la calle esperaba el lujoso coche de los Déravans. Evelina Soldier y Jelling se montaron.

      —¿Dónde quiere que le deje? –le preguntó.

      —Donde le parezca, señorita. No tengo ningún destino en concreto.

      —Vayamos al Parque Clobt... Ignazio, dé una vuelta por el parque.

      El coche se movió. Hubo un breve silencio, y luego Evelina Soldier estalló:

      —Linden ha pedido treinta mil dólares más para realizar la operación a Alberto. Dice que su vida corre peligro con la amenaza que le hicieron y que no quiere correr ningún riesgo...

      Jadeaba, y miraba fijamente a Jelling, como si esperara de sus labios una palabra salvadora.

      La noticia impactó a Jelling, que durante un momento miró incrédulo a Evelina Soldier, y luego murmuró:

      —¡Treinta mil dólares!...

      —Treinta mil dólares. Si no, se niega a hacer la operación, y Alberto se quedaría ciego toda la vida...

      Evelina Soldier había hablado con bastante desprecio, pero a veces en su mirada se dejaba ver el sentimiento de miedo y de angustia que tenía antes.

      Jelling miró el retrovisor interior y distinguió la mirada de Ignazio concentrada en la calle, conduciendo tranquilamente por entre los bulevares desiertos del Parque Clobt.

      —¿Piensan acceder? –preguntó Jelling.

      —Su hermano no quería. Quería denunciar a Linden a la policía. Sospecha que Linden está fingiendo que lo han amenazado de muerte precisamente para obtener los treinta mil dólares...

      —¿Y lo ha denunciado?

      —... ¡Oh, no! Le he suplicado que acepte. Cuando Alberto vuelva a ver, lo podremos discutir, pero ahora no...

      —Es cierto –admitió Jelling–. Ahora no se puede discutir.

      —¡Pero es terrible! Hemos tenido que darle enseguida un cheque de quince mil dólares, y un pagaré por los otros quince, que habrá que entregárselos en cuanto esté hecha la operación... Yo ya no resisto hasta el 17, el día que operan a Alberto...

      —Lo entiendo –murmuró Jelling angustiado.

      —... Y sobre todo –dijo Evelina Soldier– porque no puedo pensar que Alberto esté en peligro, que ya no pueda ver nunca la luz a causa de estas horribles maniobras...

      Arthur Jelling no era un insensible. Lo comprendía perfectamente. La mirada que le dedicó a Evelina Soldier le decía lo cercano que se sentía de ella.

      —No debe angustiarse de esa manera... Ya verá como conseguimos que operen al señor Déravans y alejar cualquier peligro. De momento, le confieso que todavía estamos como al principio y que no hemos descubierto nada...

      —¿No hay nuevos indicios?

      —Nada. Si hubieran amenazado de muerte al señor Déravans sería más comprensible. Es un hombre rico y lo quieren chantajear... Pero no: quieren que no se le opere... Es muy extraño todo esto, muy extraño y complejo. Se esconde algo terriblemente más complicado de lo que se podría creer... Es gente dispuesta a todo, a todo... Pero, perdóneme, señorita, no quería asustarla...

      Evelina Soldier se había quedado pálida, pero intentaba dominarse.

      —Tranquilo, no pasa nada –dijo–. Pero también es extraña otra cosa... La Dirección de Policía parece que no le da importancia... Y, en cambio, usted dice que se trata de gente dispuesta a todo... ¿Cómo ha llegado a esa deducción?

      Ignazio seguía dando vueltas con el coche por los bulevares del Parque, lentamente. Jelling saltó de repente, como si se estuviera entusiasmando:

      —¿Cómo he llegado a esa deducción?... Estamos aquí, en el Parque Clobt, ¿no? Aquí amenazaron al profesor Linden, ¿no? ¡A plena luz del día!... Pues bien, para mí, eso es terrible. Existen mil maneras de amenazar al profesor Linden sin estar tan expuesto. Una llamada de teléfono, una emboscada nocturna... No. Al estilo gánster: el amenazador viene aquí de día y, por mucho que el parque esté desierto, enseña el revólver a plena luz, chantajea, con el rostro medio tapado con una bufanda... Es un estilo que me hace temer lo peor, es un estilo que me asusta...

      —Por favor, se lo ruego... –imploró Evelina Soldier–, se lo ruego...

      De vuelta a la realidad, Jelling se puso rojo, completamente abochornado.

      —Soy el hombre más torpe del mundo –dijo angustiado–. Perdóneme.

      Evelina Soldier sonrió con tristeza.

      —No se preocupe... Su sinceridad me hace daño, pero la prefiero a las ilusiones... Ahora sé lo que me espera...

      Hizo un gesto al conductor y el coche se paró.

      —Vuelvo a casa a pie. Necesito tomar el aire. Dígale a Ignazio que le deje donde usted quiera...

      Sonrió con dulzura, no permitió que Jelling se bajara del coche para despedirse de ella y se alejó por el bulevar más amplio del Parque Clobt, haciendo crujir el hielo bajo sus zapatitos.

      —Lléveme a la clínica Linden, por favor –dijo Jelling a Ignazio.

      —De acuerdo, señor.

      Durante el trayecto, Arthur Jelling no hacía otra cosa que pensar en la historia de los treinta mil dólares.

      Sin embargo, ese nuevo elemento, por mucho que fuera imprevisto, no arrojaba ninguna luz. Sólo creaba nuevas sospechas, pero nada concreto. Y el espíritu de Jelling, sutilmente minucioso, odiaba las simples sospechas, las suposiciones, las apariencias: sólo sabía razonar con datos precisos, aunque fueran limitados.

      —Se llama Ignazio Hastings, ¿no es así? –preguntó al conductor cuando estaban a punto de llegar a la clínica.

      —Sí, señor.

      —Perdone, no se trata de un interrogatorio oficial, sólo querría saber si últimamente sus jefes han recibido a gente nueva o se han relacionado con nuevos conocidos.

      Ignazio Hastings, con un tono casi orgulloso por el papel de testigo que estaba interpretando, respondió:

      —No, señor. Los señores Déravans no tienen muchos conocidos, nunca hacen fiestas, sólo acuden al Círculo de la Abeja Verde y a algún teatro.

      —¿Y los señores Dundley? –preguntó Jelling, que se había convertido en un valeroso interrogador.

      —Pues –dijo Ignazio Hastings casi abochornado–. A los señores Dundley les gustaría tener visitas y hasta organizar alguna fiesta, pero los señores Déravans nunca se lo permitieron...

      —¿Por qué?, ¿quizá no son dignos los amigos de los señores Dundley?

      —Yo no puedo juzgar, como comprenderá. Sólo sé que los señores Déravans no quieren que los señores Dundley reciban visitas.

      —Muchas gracias, ha sido muy amable.

      Habían