Giorgio Scerbanenco

La muñeca ciega


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parándose ahora en un banco, ahora en otro, se agruparon casi todos alrededor de él para verlo disparar. Matchy vigilaba atentamente a su jefe. Se había metido en un buen lío el señor Jelling. Golden disparó. El policía de cartón al final del banco permaneció recto, socarronamente. Con calma, repitió el disparo, con idéntico resultado.

      Había que acertar en el primer botón del uniforme para que la figura cayera. Al tercer disparo, la figura tembló un poco, pero seguía firmemente de pie.

      —¡Estás desentrenado, Doro! –le gritó la señora Golden con expresión casi satisfecha. Doro Golden se giró hacia ella con un gesto de irritación, pero no dijo nada y volvió a apuntar. Esta vez el policía cayó y lo sustituyeron enseguida por otro, un poco más pequeño. Otro disparo y la figura cayó. Una tercera figura, más pequeña que la anterior, la sustituyó y cayó inmediatamente después. Lo mismo con una cuarta y una quinta figura: esta última era como una muñeca. Acertarla suponía tener una verdadera habilidad. Alguno de los presentes gritó: «¡Bravo!».

      Jelling permaneció tímidamente impasible. Había llegado su turno. Eligió en silencio un revólver, esperó a que el mecanismo de cambio de las figuras pusiese de pie al policía y después apretó el gatillo. El policía cayó. Cayó también el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto.

      Matchy puso los ojos como platos: creía estar soñando. Nunca había sospechado que el correcto, el correctísimo Jelling tuviera esa capacidad tan diabólica. Dundley observaba con una sonrisa irónica. Quizá esperaba que el blanco se hiciera más pequeño para divertirse con los fallos de su adversario. Ahora, de hecho, tras cinco disparos, el policía de cartón tenía unos veinte centímetros de alto. Jelling miró más tiempo que con los anteriores, disparó, el blanco permaneció de pie.

      Se oyó un suspiro de alivio. Era de la señora Dundley, que ya había mostrado su brillante dentadura en una sonrisa muy amplia, cuando, tras otro disparo, el blanco cayó y lo reemplazaron por otro todavía más pequeño: algo que a cuatro metros de distancia se veía a duras penas.

      —Le queda todavía otro disparo –le dijo Isidoro Dundley–. ¿Cree que dará en el blanco otra vez?

      —Es difícil realmente –murmuró Jelling, concentrado como un niño en apuntar–. No creo que pueda.

      —Ya ha ganado aunque no dé en el blanco –dijo la señora Golden medio enfadada–. Mi marido ha dado cinco veces en el blanco y usted seis. De ocho, es un resultado muy bueno.

      Arthur Jelling disparó. Matchy miró la diana con la intensidad de un hipnotizador... Pero el muñeco no cayó y, prácticamente avergonzado, Jelling dejó el revólver con una tímida sonrisa.

      —¿Quiere apostarse veinte dólares conmigo? –escuchó que alguien decía a sus espaldas. Se giró y reconoció a Andrea Déravans, que había llegado poco antes, pero al que los presentes le habían informado de la habilidad de Jelling.

      —Yo no soy un tirador... –murmuró Jelling–. Ha sido fruto de la casualidad.

      —Una casualidad... –dijo con sarcasmo la señora Golden–. Un policía como usted nunca dispara por casualidad.

      Con su típico aspecto correcto y lejano, Andrea Déravans respondió:

      —No quiero obligarle si no quiere jugar... –dijo justo cuando se giraba como para buscar a otro competidor.

      —Si usted quiere... –respondió Jelling un poco acalorado por todo el gentío que se agolpaba alrededor de él–. Sólo que no sé si disfrutará mucho compitiendo con un principiante.

      —Yo también le daré la ventaja de disparar el último... –respondió Déravans, y, tras coger un revólver, apuntó.

      Sólo erró el primer tiro. Los otros siete, a pesar de la progresiva disminución del blanco, hicieron diana admirablemente. Déravans tenía el brazo derecho tenso, rígido, como si se lo hubieran escayolado. De él tampoco se habría dicho, después de verle la cara blanca, anémica, y ese aspecto solitario, casi altivo, que tuviera semejantes dotes de tirador.

      Esta vez, los curiosos que asistían a la partida aplaudieron, y alguno miró a Jelling con ironía, como si le dijera: «Vamos a ver cómo te las arreglas ahora».

      —Me declaro vencido –dijo Jelling, con la cara roja, desconcertado e intimidado por todas aquellas personas–. Para superarle, debería acertar ocho tiros de ocho intentos.

      —Dispare, dispare, me parece muy capaz –dijo la señora Dundley sonriendo maliciosamente.

      Jelling apuntó. A pesar de ser un hombre hecho y derecho, le apasionaba la competición como si fuera un niño. No le gustaba perder en absoluto.

      Por eso, al apuntar, puso todo de su parte. Si su pobre madre lo estuviera viendo, le habría parecido que todo era igual que cuando tenía once años y desmontaba un acorazado, concentrado en el juguete, completamente volcado en ese trabajo.

      Igual que en ese momento. Los primeros cuatro disparos dieron en el blanco; el quinto y el sexto fallaron. El séptimo y el octavo también dieron en el blanco. No había ganado, pero había competido con dignidad. También lo aplaudieron, lo que le avergonzó todavía más, y Andrea Déravans lo completó:

      —No creía, señor Jelling, que se fuera a defender de esa manera. Cuando quiera una revancha, siempre estaré a su disposición...

      Pero Jelling no quería una revancha. Sólo quería salir. Se ahogaba.

      3

      Dos mujeres y un ciego

      Aunque hacía frío, Arthur Jelling y Matchy, esa mañana del 15 de enero, se encontraban en el parque Clobt, exactamente en el mismo punto donde el desconocido había amenazado al profesor Augusto Linden.

      —Reconstruyamos exactamente cómo se desarrolló la escena –dijo amablemente Jelling–. No servirá de nada, pero el capitán Sunder dice que debo seguir también los antiguos sistemas policiales. Me gustaría ver si descubrimos algún dato nuevo...

      Matchy llevaba unos enormes guantes que parecían de boxeo, pero con todo y con eso se daba palmadas para calentarse las manos. La nariz de Jelling, que no era minúscula, resaltaba sobre todo por el color rojo violáceo que el frío le provocaba.

      —Fíjese, este es el punto en que el profesor Linden declaró que lo habían amenazado. Ahí está el árbol donde se pararon, y el bulevar por el que el desconocido llegó y por el que luego desapareció... Yo haré de profesor Linden, y avanzaré por este otro bulevar. Usted cúbrase la cara con mi bufanda, aparezca por el bulevar, venga a mi encuentro y dígame las palabras que ya le he enseñado... Tenga cuidado, Matchy: pronúncielas bien, sin añadir nada, justo como si me quisiera amenazar. Quiero saber cuánto dura exactamente esta escena.

      Matchy cogió la bufanda y se la enrolló por la cara con cierto aire de suficiencia. Es posible que esos métodos policiales tampoco le hicieran gracia a él.

      —Un poco más, Matchy –le rogó Jelling–. El profesor Linden declaró que le fue del todo imposible reconocer a la persona que lo amenazó porque la bufanda le cubría literalmente la cara como una máscara, y apenas dejaba libres los ojos.

      —Vale, vale –dijo Matchy, y se la enrolló aún más en la cara, casi como las mujeres orientales que llevan velo.

      —Empecemos –dijo Jelling–. Son exactamente las diez y cuatro minutos.

      Matchy fue a ocultarse en el bulevar. Jelling empezó a avanzar por el suyo. De repente, Matchy salió del escondite y se paró delante de Jelling.

      —¿Es usted el profesor Linden? –dijo con voz amenazadora.

      Jelling hizo una pausa, miró sospechosamente a Matchy y respondió:

      —Soy yo. ¿Qué quiere de mí?

      —¿Es usted quién va a operar a Alberto Déravans?

      —¿Por qué? –dijo Jelling un tanto arisco. Se metía realmente en el