Giorgio Scerbanenco

La muñeca ciega


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nada más verlo hizo un gesto de nerviosismo poco cortés.

      —Si no me equivoco, es la segunda vez que viene esta mañana.

      Arthur Jelling se quitó un momento el sombrero y saludó:

      —Buenos días, profesor.

      —Muy bien. Buenos días. Evidentemente, mi clínica es muy sospechosa.

      —Siento que usted vea las cosas de esa manera –protestó con sinceridad Jelling, sin querer notar el tono grosero–. En el fondo, estamos buscando al hombre que lo amenazó y que quizá le cause algún perjuicio.

      —Gracias, pero dudo que lo encuentren. Como poco, aquí no lo encontrará, escondido en mi clínica. –Hizo una pausa muy breve y prosiguió con cierta ironía–. Aquí, como mucho, puede encontrar a mis ayudantes.

      Jelling acusó el golpe; le fue imposible no ponerse rojo, pero gracias a su extremada franqueza pudo responder con dignidad:

      —Venía precisamente para hablar con la doctora Leland.

      Contra esa sinceridad, el profesor Linden no pudo hacer nada.

      —Haga lo que crea conveniente. Es asunto suyo.

      Hizo un gesto que pretendía ser una despedida y se giró para irse, pero volvió enseguida sobre sus pasos.

      —Ah, me olvidaba. Alguien cercano a los Déravans le habrá advertido de que he pedido treinta mil dólares más por la operación, ¿no es así?

      Jelling, asombrado, asintió.

      —Me lo imaginaba. No sé cómo le habrán presentado el asunto, pero no me interesa. Están podridos de dinero, pero cuando tienen que gastarse algo para recuperar la visión ponen muchos reparos. En cualquier caso, como si no hubiera dicho nada. No me interesa lo que ellos piensen de mí ni lo que piense usted, que es policía. Puede pensar perfectamente que la amenaza que me han hecho ha sido un engaño que me he inventado para sacarle dinero a los Déravans. Piénselo.

      Y miraba a Jelling sin desafiar, pero con fría indiferencia. Sus ojos grises acuosos no tenían más que una terrible expresión de egoísmo.

      Manteniendo la educación y la amabilidad, Jelling fue al encuentro de su adversario:

      —No es suficiente con que la Policía piense una cosa. Hay que probarla.

      —Gracias. Es un investigador muy amable y se merece otra información.

      Se produjo una pausa. Estaban solos en el desolado patio de la clínica. La tierra brillaba con el hielo, el sol en el cielo parecía inmerso en un lago helado.

      —Le diré que no me quiero limitar a esos treinta mil dólares. Tengo la intención de pedir otros treinta mil el día antes de la operación. Después de todo, arriesgo mi pellejo por ellos.

      —¿Tiene tanto miedo de que lo maten? –preguntó Jelling.

      —No tengo miedo. Tengo la certeza de que arriesgo el pellejo. Intentaré estar atento y salvarme, pero no es seguro que lo consiga. Eso es todo.

      Repitió el gesto de antes y se fue, sin decir nada más.

      —Profesor Linden... –lo llamó Jelling. Pero, como de costumbre, llamó muy bajo, y Linden no lo oyó, o pudo fingir que no lo había oído.

      Preocupado, Jelling se quedó un rato en medio del patio, y luego entró en el vestíbulo de la clínica y preguntó por la doctora Leland. Esta bajó poco después por la escalinata de mármol blanco y fue a su encuentro cordialmente.

      Jelling la saludó con formalidad, como si no la hubiera visto en dos semanas, y no había pasado ni una hora; luego explicó el motivo de su visita.

      —Querría hablar fuera de aquí. Me juzgará indiscreto, pero creo que es realmente necesario...

      El rostro angélico de Lila Leland asumió cierta expresión de maravilla y de turbación.

      —Perdone si le parezco tonta –dijo–, pero ¿se trata de temas oficiales, es decir, referentes a la investigación que está llevando a cabo?...

      Tenía el cabello de un castaño rojizo que Jelling había visto sólo en un cuadro famoso, pero del que no recordaba el título. Pensaba precisamente en ese cuadro, mirando más allá de Lila Leland, cuando respondió:

      —Sí, es para la investigación –dijo con tranquilidad, pero ligeramente dolorido–. Es para la investigación...

      Lila Leland se dio cuenta de que lo había ofendido y respondió con dulzura:

      —Sólo tengo libre la hora del desayuno o de la comida. Como usted prefiera.

      Era una invitación implícita, pero Jelling, aunque lo comprendió, no quiso aceptar.

      —Gracias. Dígame dónde desayuna y la recojo cuando haya terminado...

      —Pero entonces tendremos poco tiempo para hablar –objetó Lila Leland decidida–. ¿No cree?

      Arthur Jelling tragó un poco de saliva y por fin se decidió:

      —Si usted no tiene nada en contra, podría desayunar con usted...

      —Pues claro, señor Jelling. Voy a comer al Burday, en Jefferson Street. Puede esperarme allí. Yo salgo dentro de media hora.

      Con satisfacción y tranquilizado del todo, Jelling le dio las gracias y se despidió de ella. Al salir de la clínica, fue corriendo a la Central de Policía.

      —¿Ha visto a Matchy? –preguntó metiendo la cabeza en el cuchitril del Cuerpo de Guardia.

      —Estoy aquí, Jefe –se oyó, y Matchy apareció con desgana de la parte de atrás de una descomunal estufa de cerámica que presidía el Cuerpo de Guardia, calentándolo hasta la combustión.

      —Escuche, Matchy, ¿ha registrado la casa de Lila Leland?

      —¿Le parece que, si no, estaría aquí calentándome? –respondió Matchy con su expresión siempre amable y risueña–. La he registrado. Nada sospechoso. Sólo he encontrado cartas antiguas, he leído alguna, pero se trata de conocidos sin importancia... Y luego encontré esto, que puede ser interesante.

      Y le enseñó uno de esos cilindros de aluminio que contienen rollos de película para máquinas fotográficas.

      Jelling cogió el cilindro y lo abrió. Contenía una película ya revelada.

      —Mire, mire, es interesante –dijo Matchy.

      Jelling desenrolló la película y la examinó a contraluz. Los negativos estaban un poco claros: evidentemente, quien la hubiera hecho se había equivocado con la cantidad de luz, o las fotografías estaban tomadas en un ambiente oscuro. En cualquier caso, se distinguía a la perfección lo que había en ellas. Toda la serie de fotogramas, unos cuarenta, se trataba de la imagen de un hombre apoyado en el respaldo de un sillón. Lo que le rodeaba no se veía. Pero lo que caracterizaba a las fotografías era que el hombre tenía los ojos tapados con una venda blanca, es decir, negra en el positivo.

      —Este es Alberto Déravans –exclamó Jelling.

      —El mismo –dijo Matchy–. Fotografiado treinta y siete veces por la señorita Leland. Las he contado: treinta y siete.

      Jelling se metió en el bolsillo el pequeño cilindro, se despidió y se fue. Jefferson Street no estaba muy lejos y fue a pie. Cuando llego frente al Burday eran las doce y diez. Debería esperar todavía unos diez minutos. Aguardó, dando vueltas en el bolsillo el rollo con las fotos y pensando. La mañana había sido movida, llena de novedades y de pequeños golpes de efecto, pero ya era 15 de enero y aún no se había encontrado nada. Una ligera angustia empezó a invadirlo por la responsabilidad que se había impuesto. Siempre caía en la trampa de hacer de investigador cuando hacer de investigador no era en absoluto su trabajo. De repente, dio palmas con las manos, desesperado realmente. ¡Qué había hecho! Se había olvidado de llamar a casa y advertir a su mujer que comía fuera. Corrió