Miguel Cane

En viaje (1881-1882)


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Jamás se contempla sin emoción ese cuadro, y no se concibe cómo los hombres que viven constantemente con ese espectáculo al frente, no tengan el espíritu modelado para expresar en altas ideas todas las cosas grandes del cielo y de la tierra. Tal así, la naturaleza helénica, con sus montañas armoniosas y serenas, como la marcha de un astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosas de sus golfos, que revelan los secretos todos de su seno, arrojó en el alma de los griegos ese sentimiento inefable del ideal, esa concepción sin igual de la belleza, que respira en las estrofas de sus poetas y se estremece en las líneas de sus mármoles esculpidos. Pero el suelo de la Grecia está envuelto, como en un manto cariñoso, por una atmósfera templada y sana, que excita las fuerzas físicas y da actividad al cerebro. Sobre las costas que baña la bahía de Río de Janeiro, el sol cae a plomo en capas de fuego, el aire corre abrasado, los despojos de una vegetación lujuriosa fermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece en el organismo animal.

      Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles, toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití... Y bien, ¡quedáos siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y atmósfera de plomo!... Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es más grandiosa y los cuadros que se desenvuelven en la magnífica ascención no tienen igual en la Suiza o en los Pirineos. Pero prefiero aquel punto perdido en el declive de dos montañas que se recuestan perezosamente una en brazos de la otra, prefiero Tijuca con su silencio delicioso, sus brisas frescas, sus cascadas cantando entre los árboles y aquellos rápidos golpes de vista que de pronto surgen entre la solución de los cerros, en los que pasa rápidamente, como en un diorama gigantesco, la bahía entera con sus ondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribera izquierda, las islas verdes y elegantes, la ciudad entera, bellísima desde la altura. No llega allí ruido humano, y esa calma callada hace que el corazón busque instintivamente algo que allí falta: el espíritu simpático que goce a la par nuestra, la voz que acaricie el oído con su timbre delicado, la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugio contra la melancolía íntima de la soledad...

      ¡Proa al Norte, proa al Norte!

      Una que otra, bella noche de luna a la altura de los trópicos. El mar tranquilo arrastra con pereza sus olas pequeñas y numerosas; los horizontes se ensanchan bajo un cielo sereno. La soledad por todas partes y un silencio grande y solemne, que interrumpe sólo la eterna hélice o el fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los marineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan, sufren y recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojos en el espacio abierto, y siguiendo sin conciencia el arco maravilloso de un meteoro de incomparable brillo que, a lo lejos, parece sumergirse en las calladas aguas del Océano. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio y destemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugador de órdago, el ruido de botellas que se destapan, la vocería insípida de un juego de prendas. Sobre el puente, el joven oficial de guardia, inmóvil, recostado sobre la baranda, meciéndose en los infinitos sueños del marino y reposando en la calma segura de los vientos dormidos. De pronto, cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen seguidas de sus propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, lanas, géneros o aceites... El encanto está roto; en vano la luna los baña cariñosa, los envuelve en su encaje, como pidiéndoles decoro ante la simple majestad de su belleza. Hay que dar un adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en la infame prisión del camarote...

      He aquí las costas de África, Goroa, con su vulgar aspecto europeo; Dakar, con sus arenales de un brillo insoportable, sus palmas raquíticas, su aire de miseria y tristeza infinita, sus negrillos en sus piraguas primitivas o nadando alrededor del buque como cetáceos. La falange de a bordo se aumenta; todos esos «pioneers» del África vienen quebrantados, macilentos, exhaustos. Las mujeres transparentes, deshechas, y aun las más jóvenes, con el sello de la muerte prematura. Así subió en 1874 aquella dulce y triste criatura, aquella hermana de caridad de 20 años, que volvía a Francia después de haber cumplido su tiempo en los hospitales del Senegal. Silenciosa y tímida, quiso marchar sola al pisar la cubierta; sus fuerzas flaquearon, vaciló y todas las señoras que a bordo se encontraban, corrieron a sostenerla. Todos los días era conducida al puente, para respirar y absorber el aire vivificante del Océano: los niños la rodeaban, se echaban a sus pies y permanecían quietecitos, mientras ella les hablaba con voz débil como un soplo e impregnada de ese eco íntimo y profundo que anuncia ya la liberación. ¡Jamás mujer alguna me ha inspirado un sentimiento más complejo que esa joven desgraciada; mezcla de lástima, respeto, cariño, irritación por los que la lanzaron a esa vía de dolor, indignación contra ese destino miserable! Parecía confundida por los cuidados que le prodigaban; hablaba, con los ojos húmedos, de los seres queridos que iba a volver a ver, si Dios lo permitía... A la caída de una tarde serena se abrió ante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la Gironde, rodeado de encantos por las sensaciones de la llegada. La alegría reinaba a bordo; se cambiaban apretones de manos, había sonrisas hasta para los indiferentes. Cuando salvamos la barra y aparecieron las risueñas riberas de Paulliac, con sus castillos bañados por el último rayo de sol, sus viñedos trepando alegres colinas... la hermana de caridad llevaba sus dos manos al pecho, oprimía la cruz y levantando los ojos al cielo, rendía la vida en una suprema y muda oración... Cuando la noticia, que corrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendo todas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón oprimido, y mis ojos cayeron sobre estas palabras de un libro de Dickens, que, por una coincidencia admirable, acababa de leer en ese mismo instante: «No es sobre el suelo donde concluye la justicia del cielo. Pensad en lo que es la tierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angelical acaba de remontar su vuelo prematuro, y decidme, si os fuere posible, por el ardor de un voto solemne, pronunciado sobre ese cadáver, llamarlo de nuevo a la vida, decidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo oír»...

      ¡Salud al Tajo mezzo-cuale! ¡Qué orillas encantadas! Es una perspectiva como la de esos juguetes de Nuremberg, con sus campos verdes y cultivados, sus casillas caprichosas en las cimas y los millares de molinos de viento que, agitando sus brazos ingenuos, dan movimiento y vida al paisaje. He ahí la torre de Belén, que saludo por quinta vez. ¿Cómo es posible filigranar la piedra a la par del oro y la plata? ¿De dónde sacaban los algarbes el ideal de esa arquitectura esbelta, transparente, impalpable? Hemos perdido el secreto; el espíritu moderno va a la utilidad y la obra maestra es hoy el cubo macizo y pesado de Regent's Street o de la Avenida de la Opera. Un albañil árabe ideaba y construía un corredor de la Alhambra o del Generalife, con sus pilares invisibles, sus arcos calados; todos los ingenieros de Francia se reúnen en concurso, y el triunfador, el representante del arte moderno, construye el teatro de la Opera, esto es, ¡un aerolito pesado, informe, dorado en todas las costuras!

      El ancla cae; una lancha se aproxima, dentro de la cual hay dos o tres hombres éticos y sórdidos; se les alargan unos papeles en la punta de una tenaza. Apruebo la tenaza, que garantiza la salud de a bordo, probablemente comprometida con el contacto de aquellos caballeros. Estamos en cuarentena. Los viajeros flamantes se irritan y blasfeman; los veteranos nos limitamos a citarles el caso de aquel barco de vela salido de San Francisco de California con patente limpia y llegado a Lisboa, habiendo doblado el Cabo Hornos y después de nueve meses de navegación, sin hacer una sola escala y que fue puesto gravemente en cuarentena, a causa de haber arribado en mala estación. Porque es necesario saber que en Lisboa la cuarentena se impone durante los primeros nueve meses del año y se abre el puerto en los últimos tres, haya o no epidemias en los puntos de donde vinieron los buques que arriban a esa rada hospitalaria. Esta suspensión de hostilidades tiene por objeto sacar a licitación la empresa del lazareto, fuente principal de las rentas de Portugal. ¿Estamos?

      Bajan veinte personas; cada una pagará en el lazareto dos pesos fuertes diarios, es decir, todas, en diez días, dos mil francos. Venimos a bordo más de 300 pasajeros, que descenderíamos todos si no hubiese cuarentena, pasaríamos medio día