tiende a hacerlos perpetuos.
El primer escollo ha sido para nosotros, no ya la forma de gobierno, que fue fatalmente determinada por la historia y las ideas predominantes de la revolución, sino la naturaleza del gobierno republicano, su aplicación práctica. La absurda concepción de la libertad en los primeros tiempos originó la constitución de gobiernos débiles, sin medios legales para defenderse contra las explosiones de pueblos sin educación política, habituados a ver la autoridad bajo el prisma exclusivo del gendarme. Esa debilidad produjo la anarquía, hasta que la reacción contra ideas falsas y disolventes, ayudada por el cansancio de las eternas luchas intestinas, trajo por consecuencia inmediata los gobiernos fuertes, esto es, las dictaduras. Y así han vivido la mayor parte de los pueblos americanos, de la dictadura a la anarquía, de la agitación incesante al marasmo sombrío. Es hoy tan sólo, cuando empieza a incrustarse en la conciencia popular la concepción exacta del gobierno, que se dota a los poderes organizados de todos los medios de hacer imposible la anarquía, conservando en manos del pueblo las garantías necesarias para alejar todo temor de dictadura. En ese sentido, la América ha dado ya pasos definitivos en una vía inmejorable, abandonando tanto el viejo gusto por los prestigios personales, como por las utopías generosas pero efímeras de una organización política basada en teorías seductoras al espíritu, pero en completa oposición con las exigencias positivas de la naturaleza humana. Sólo así podremos salvarnos y asegurar el progreso en el orden político. Soñar con la implantación de una edad de oro desconocida en la historia, consagrar en las instituciones el ideal de los poetas y de los filósofos publicistas de la escuela de Clarke, que escribía en su gabinete una constitución para un pueblo que no conocía, es simplemente pretender substraernos a la ley que determina la acción constante de nuestro organismo moral, idéntico en Europa y en América. Reformar, lentamente, evitar las sacudidas de las innovaciones bruscas e impremeditadas conservar todo lo que no sea incompatible con las exigencias del espíritu moderno; he ahí el único programa posible para, los americanos.
Puede hoy decirse con razón que el triste empleo de intendente de finanzas, en las viejas monarquías, se ha convertido en el primer cargo del gobierno en nuestras jóvenes sociedades. El estudio de las necesidades del comercio, la solicitud previsora que ayuda al desarrollo de la industria, la economía y la pureza administrativas, son hoy las fuentes vivas de la política de un país. «Hacedme buena política y yo os haré buenas finanzas», decía el barón Louis a Napoleón. En el mundo actual, una inversión de la frase debiera constituir el verdadero catecismo gubernamental.
En cuanto a la situación de la América en el momento en que escribo estas líneas, puede decirse en general que, salvo algunos países como la República Argentina y Méjico, que marchan abiertamente en la vía del progreso, está pasando por una crisis seria, cuyas consecuencias tendrán indiscutible influencia sobre sus destinos. Una guerra deplorable, por un lado, cuyo término no se entrevó aún, ha llevado la desolación a las costas del Pacífico hasta el Ecuador. La patria de Olmedo es hoy el teatro de una de esas interminables guerras civiles cuya responsabilidad solidaria arroja el espíritu europeo sobre la América entera.
La guerra del Pacífico fue el primero de los graves errores cometidos por Chile en los últimos cuatro años. No es este el momento, ni entra en mi propósito estudiar las causas que la originaron ni establecer las responsabilidades respectivas; pero no cabe duda que la influencia irresistible de Chile, la lenta invasión de su comercio y de su industria a lo largo de las costas del Océano, desde Antofagasta a Panamá, se habría ejercido de una manera fatal, dando por resultado la prosperidad chilena, más seguramente que por la victoria alcanzada. En 1879 el que estas líneas escribe visitó los países que habían iniciado ya la larga contienda. Recorriendo mis apuntes de esa época, algunos de los que han sido publicados, veo que los acontecimientos han justificado mis previsiones, cuando auguraba la victoria de Chile y no veía más medio de poner término a la lucha que la interposición amistosa de los países que se encontraban en situación de ser oídos por los beligerantes.
Chile, por la gravedad de sus exigencias, perdió dos ocasiones admirables de arribar a la paz: después de la toma de Arica y después de la ocupación de Lima. La victoria no había podido ser más completa; Bolivia, en el hecho, se había retirado de la lucha, y el Perú estaba exánime a sus pies, desquiciado, sin formas orgánicas, sin gobierno. La desmembración exigida, el vilipendio de un vasallaje disfrazado, la dura actitud del vencedor, hicieron imposible la formación de un gobierno capaz de aceptar tales imposiciones. Actitudes semejantes traen obligaciones gravísimas; se necesita, para hacerlas fecundas, una rapidez de acción y una cantidad de elementos de que Chile no podía disponer. Después de Chorrillos, era necesario marchar, sobre Arequipa, ocupar firmemente el Perú entero, esto es, proceder a la prusiana. Chile se ha estrellado contra esa imposibilidad material; sólo es dueño de la tierra que pisan sus soldados, pero sus soldados no son numerosos y en cada encuentro, aunque la victoria le quede fiel, sus filas clarean y no es ya posible reemplazar las bajas. Si se piensa que Chile no tiene inmigración que trabaje, mientras sus hijos se baten, se comprenderá la penosa situación de la agricultura y de la minería, los dos principales ramos de la industria chilena. Luego, la creación de un elemento militar, cuyos males están aún sin conocerse por Chile, el desenvolvimiento de una inmensa burocracia por las necesidades de la ocupación, los gastos enormes que ésta importa, la corrupción, que es una consecuencia fatal de tales situaciones, el decaimiento del comercio, son razones más que suficientes para preocupar a los chilenos que aman a su país y miran al porvenir.
Chile, inspirado por un orgullo nacional mal entendido, ha dificultado la acción de los gobiernos que en nombre de sentimientos de humanidad y alta política hubieran deseado ofrecer sus buenos oficios para preparar una solución. Fue un error cuyas consecuencias sufre en este momento.
En cuanto al Perú, su situación es tan deplorable, que no se concibe que la prolongación de la lucha pueda empeorarla. Rara vez se ha visto en la historia la desaparición más completa de un país, en sus formas ostensibles. Pero esta larga y terrible crisis ha puesto de manifiesto la profunda debilidad de su organización y los vicios que la minaban. Cuando la paz se haga, y algún día se hará, el Perú saldrá lentamente de su tumba, pensando en hacer vida nueva, en la paz, en el orden y el trabajo. Maldecirá los raudales de oro del guano y el salitre, y sólo se ocupará de cultivar su suelo admirable. La lección ha sido sangrienta; pero la vida de los pueblos no es de un día, y pronto las amargas horas pasadas aparecerán a los peruanos como el punto de partida de una época de prosperidad.
En las páginas que van a leerse, dedicadas en su mayor parte a Colombia y Venezuela, se verá cuál es la situación de ambos países. He sido relativamente parco en mi apreciación de la actualidad de Venezuela, porque se encuentra en un momento de plena evolución. El hombre que hoy la gobierna, el general Guzmán Blanco, representa sin duda un régimen al que los argentinos tenemos el derecho histórico de negar nuestras simpatías. Pero sería una torpeza confundirlo con los vulgares dictadores que han ensangrentado el suelo de la América. El progreso material de Venezuela bajo su gobierno es indiscutible, y la paz, que ha sabido conservar en un país donde la guerra hasta ahora diez años era el estado normal, le será contada como uno de sus mejores títulos por el juicio de la posteridad. Pero, lo repito, no es este el momento de formular una opinión sobre Venezuela; ensaya sus nuevas instituciones, tantea la adaptación de nuevas industrias a su suelo maravilloso y pasarán algunos años antes que su reciente organización tome caracteres definitivos.
Los países americanos situados sobre el Atlántico han sentido más rápida e intensamente la acción de la Europa, fuente indudable de todo progreso, y han conseguido emanciparse más pronto de la rémora colonial. Es con legítimo orgullo cómo un argentino puede hablar hoy de su país, porque no hay espectáculo que levante y consuele más el corazón de un hombre, que el de un pueblo laborioso, inteligente y ávido de desenvolvimiento, marchando con firmeza, al amparo del orden y de la libertad, en el camino de sus grandes destinos. El ejemplo de prudencia admirable que en sus relaciones internacionales ha dado la República Argentina, no será infecundo para la América. Con tradiciones guerreras, con un pueblo habituado a la lucha constante, para el que los combates, como para los viejos germanos, tienen atractivos irresistibles, sosteniendo causas consagradas por un derecho palmario, hemos sabido acallar los enérgicos ímpetus