sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su flauta para que infundiese en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo para que me tomara en sus brazos! ¡Oh agua perversa, que á él sólo haces hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no salváis á la doncella que se crió con vosotras? ¿Quién os coronará de flores después de mi muerte? ¿Quién tendrá cuidado de los pobrecitos corderos? ¿Á quién encomendaré mi parlera cigarra, que cogí con tanta fatiga y que solía cantar en la gruta para que yo durmiese la siesta? En vano canta ahora, pues yo velo, gracias á Dafnis.» Así padecía, así se lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor.
Entre tanto, Dorcón, el boyero que sacó del hoyo á Dafnis y al macho, mozuelo ya con barbas y harto sabido en cosas de Amor, se había prendado de Cloe desde el primer día; y como mientras más la trataba más se abrasaba su alma, resolvió valerse ó de regalos ó de violencia para lograr sus fines. Fueron sus primeros presentes, para Dafnis, una zampoña, que tenía nueve cañutos ligados con latón, y no con cera, y para Cloe la piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes.
Así creyó haberse ganado la voluntad de ambos, y pronto desatendió á Dafnis; pero á Cloe la obsequiaba de diario, ya con blandos quesos, ya con guirnaldas de flores, ya con frutas sazonadas. Y hasta hubo ocasiones en que le trajo un becerro montaraz, un vaso sobredorado y pajarillos cazados en el nido. Ignorante ella del artificio y malicia de los amadores, tomaba los regalos y se alegraba; y se alegraba más aún porque con ellos podía regalar á Dafnis.
No tardó éste en conocer también las obras de Amor. Entre él y Dorcón sobrevino contienda acerca de la hermosura. Cloe había de sentenciar. Premio del vencedor, un beso de Cloe. Dorcón habló primero de esta manera:
«Yo, zagala, soy más alto que Dafnis, y valgo más de boyero que él de cabrero, porque los bueyes valen más que las cabras. Soy blanco como la leche y rubio como la mies cuando la siegan. No me crió una bestia, sino mi madre. Éste es chiquitín, lampiño como las mujeres y negro como un lobezno. Vive entre chotos, y su olor ha de ser atroz, y es tan pobre, que no tiene para mantener un perro.
Se cuenta que una cabra le dió leche, y á la verdad que parece cabrito.»
Así dijo Dorcón. Luego contestó Dafnis: «Me crió una cabra como á Júpiter, y son mejores que tus vacas las cabras que yo apaciento. Y no huelo como ellas, como no huele Pan, que casi es macho cabrío. Bastan para mi sustento queso, blanco vino y pan bazo, manjares campesinos, no de gente rica. Soy lampiño como Baco, y como los jacintos moreno; pero más vale Baco que los sátiros, y más el jacinto que la azucena. Éste es bermejo como los zorros, barbudo como los chivos, y como las cortesanas blanco. Y mira bien á quién besas, pues á mí me besarás la boca, y á él las cerdas que se la cubren. Recuerda, por último, ¡oh zagala, que á tí también te crió una oveja, y eres, no obstante, linda!»
Cloe no supo ya contenerse, y movida de la alabanza, y más aún del largo anhelo que por besar á Dafnis sentía, se levantó y le besó; beso inocente y sin arte, pero harto poderoso para encenderle el alma.
Dorcón huyó afligido en busca de nuevos medios de lograr su amor. Dafnis no parecía haber sido besado, sino mordido: de repente se le puso la cara triste; suspiraba con frecuencia, no reprimía la agitación de su pecho, miraba á Cloe, y al mirarla se ponía rojo como la grana. Entonces se maravilló por primera vez de los cabellos de ella, que eran rubios, y de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las becerras, y de su rostro, más blanco que leche de cabra. Diríase que á deshora se le abrieron los ojos y que antes estaba ciego. Ya no tomaba alimento sino para gustarle, ni bebida sino para humedecerse la boca. Estaba taciturno, cuando antes era más picotero que las cigarras; yacía inmóvil, cuando antes brincaba más que los chivos; no se curaba del ganado; había tirado la flauta lejos de sí, y tenía pálido el rostro como agostada hierba. Únicamente con Cloe ó pensando en Cloe volvía á ser parlero. Á veces, á solas, se lamentaba de esta suerte:
«¿Qué me hizo el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas, su boca más dulce que un panal, y su beso más punzante que el aguijón de las abejas. No pocas veces he besado los chivos; no pocas veces he besado los recentales de ella y el becerro que le regaló Dorcón; pero este beso de ahora es muy diferente. Me falta el aliento, el corazón me palpita, se me derrite el alma, y á pesar de todo, quiero más besos. ¡Oh extraña victoria! ¡Oh dolencia nueva, cuyo nombre ignoro! ¿Habría Cloe tomado veneno antes de besarme? ¿Cómo no ha muerto entonces? Los ruiseñores cantan, y mi zampoña enmudece; brincan los cabritillos, y yo estoy sentado; abundan las flores, y yo no tejo guirnaldas. Jacintos y violetas florecen, y Dafnis se marchita. ¿Llegará Dorcón á ser más lindo que yo?»
Así se quejaba el bueno de Dafnis, probando los tormentos de Amor por vez primera.
Dorcón, entre tanto, el boyero enamorado de Cloe, se fué á buscar á Dryas, que plantaba estacas para sostener una parra, y le llevó de regalo muy ricos quesos. Y como era su antiguo amigo, porque habían ido juntos á apacentar el ganado, trabó conversación con él, y acabó por hablarle del casamiento de Cloe. Díjole que él deseaba tomarla por mujer, y le prometió grandes dones como rico boyero que era: una yunta de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero de buey para suelas, y cada año un becerro que podría ya destetarse. Halagado por las promesas Dryas estuvo á punto de consentir en la boda; pero recapacitando después que la doncella merecía mejor novio, y temiendo ser acusado algún día de ocasionar irremediables males, desechó la proposición de boda y se disculpó como pudo; sin aceptar lo prometido en alboroque.
Viéndose Dorcón defraudado por segunda vez en su esperanza y perdidos sin fruto sus excelentes quesos, resolvió apelar á las manos no bien hallase sola á Cloe. Y como había notado que Cloe y Dafnis traían alternativamente á beber el ganado, él un día y ella otro, se valió de una treta propia de zagal: tomó la piel de un gran lobo, que un toro había muerto con sus astas, defendiendo la vacada, y se cubrió con dicha piel puesta en los hombros, de modo que las patas de delante le cubrían los brazos, las patas traseras se extendían desde los muslos á los talones, y el hocico le tapaba la cabeza como casco de guerrero. Disfrazado así en fiera lo menos mal que pudo, se fué á la fuente donde bebían cabras y ovejas después de pacer. Estaba la fuente en un barranco, y en torno de ella formaban matorral tantos espinos, zarzas, cardos y enebros rastreros, que fácilmente se hubiera ocultado allí un lobo de veras. Allí se escondió Dorcón, espiando el momento de venir á beber el ganado, y con grande esperanza de asustar á Cloe con su disfraz y de apoderarse de ella.
Á poco llegó Cloe á la fuente con el ganado, mientras Dafnis cortaba verdes tallos y renuevos para que los cabritillos se regalasen después del pasto. Los perros que guardaban el rebaño seguían á Cloe, y como tenían buena nariz, sintieron á Dorcón, que ya se disponía á caer sobre Cloe; se pusieron á ladrar, se echaron sobre él como si fuera lobo, le rodearon, y antes de que volviese del susto le mordieron. Al principio, con vergüenza de ser descubierto, y recatándose aún con la piel de lobo, Dorcón yacía silencioso en el matorral. Cloe, entre tanto, llena de terror, había llamado á Dafnis para que la socorriese. Y los perros, destrozada ya la piel del lobo, mordían sin piedad el cuerpo de Dorcón, el cual á grandes voces acabó por suplicar que le amparasen á Cloe y á Dafnis, que ya había llegado. Estos mitigaron pronto el furor de los perros con las voces que tenían de costumbre. Después llevaron á la fuente á Dorcón, que había sido herido en los muslos y en las espaldas. Le lavaron las mordeduras, donde se veía la impresión de los dientes, y pusieron encima corteza mascada y verde de olmo. La ignorancia de ambos en punto á atrevimientos amorosos les hizo considerar la empresa de Dorcón como broma y niñería pastoril, y en vez de enojarse contra él, le consolaron con buenas palabras, y le llevaron un poco de la mano hasta que le despidieron.
Él, salvo de tan grave peligro, y no, como se dice, de la boca del lobo, sino de la del perro,