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Juan Valera
De varios colores
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664121073
Índice
EL SAN VICENTE FERRER DE TALLA
PRÓLOGO
Dos son los principales motivos que me llevan a escribir algunas palabras al frente de esta colección de cuentos que doy al público ahora.
No todas las flores son frescas y bonitas; también las hay mustias y feas. No se me culpe, pues, de presumido, si valiéndome de una figura retórica llamo flores de mi pobre y agostado ingenio a los cuentos que siguen. Y suponiendo ya que son flores, añadiré que carecen de relación entre sí y que yo las reúno caprichosamente para formar con ellas un ramillete o manojo. Sea este breve prólogo la cinta o el lazo que las ate, para que cada una de las flores no se vaya por su lado.
No soy yo quien debe elogiarlas. El benigno lector decidirá si valen algo o si nada valen. Yo diré sólo para procurarme la indulgencia hasta de los más severos, que mi propósito al escribir y al reunir los cuentos es tan modesto como inocente. No me propongo enseñar nada, ni moralizar, ni probar tesis, ni resolver problemas, ni censurar vicios y costumbres. Lo único que me propuse al escribir los tales cuentos es distraerme o divertirme en el casi forzoso retiro a que mi vejez y mis achaques me condenan.
No he de negar yo que me he divertido escribiendo los cuentos, pero me guardo bien de inferir de ahí y de dar por seguro que se divertirá también quien los lea. Los cuentos, sin embargo, no aspiran más que a divertir. Si no divierten, la crítica no puede ni debe ir más allá que hasta el extremo de calificarlos de fastidiosos, y en cambio, si divierten o entretienen algo, su fin y su objeto están cumplidos. No son ni quiero yo que sean sino una obra de mero pasatiempo, con cuya lectura, sin la menor ofensa de Dios ni del prójimo, logren los desocupados entretenerse durante algunas horas. Los que quieran aprender algo, de sobra tienen libros a que acudir. Para saber de religión lean los Nombres de Cristo, para saber de moral, lean la Guía de pecadores, y para saber de filosofía, la que está publicando el Padre Urraburu en muchos y muy gruesos tomos.
Este librejo no pretende tampoco conmover hondamente el corazón de los lectores. La musa que me le ha inspirado (suponiendo también que ha habido musa) no ha sido melancólica, ni trágica, sino regocijada y alegre, según convenía para consolarme de mis penas reales y no para agravar su peso con otras penas imaginarias. Por lo demás, yo creo y siempre he creído que toda producción artística o literaria implica buen humor y no desabrimiento ni aflicciones. Hasta cuando un poeta o un novelista toma por asunto los sucesos más lastimosos, importa que la lástima y el pesar se hayan disipado ya casi del todo, a fin de que el asunto, que estaba en el sujeto y que atormentaba al sujeto, salga fuera de él, y él le contemple serenamente y sea el objeto o la primera materia con que él compone o construye su obra, cincelándola y puliéndola.
Cada cual tiene su modo de hacer las cosas. Yo no he de dar reglas ni he de disputar sobre esto. Diré sólo que no comprendo al que embargado de un profundo dolor se pone a cantar o a escribir sobre el dolor que le embarga. La muerte de un ser querido, las desventuras de la patria, las tremendas luchas y los espantosos infortunios que suelen afligir al linaje humano, todo esto, cuando llega a convertirse en materia para nuestras creaciones literarias es cuando ya menos nos duele, porque si nos doliera, no escribiríamos, sino trataríamos de remediar el mal por medios prácticos, o le lloraríamos, informe e inefablemente y sin literatura, si no acertásemos a remediarle.
Acaso parezca sofisma; pero, si no lo fuese, y si no temiese yo hacerme pesado, llegaría a demostrar por este camino que a fuerza de ser sentimental cuando no escribo, soy poco sentimental en lo que escribo. No gusto de afligirme ni de llorar, ni gusto de afligir ni de hacer llorar a los otros. El que busque, pues, emociones terribles y profundas que no lea ni compre este librejo. Si yo logro que el librejo no aburra, cómprele y léale el que anhele deshechar u olvidar las terribles y profundas emociones, por virtud de otras superficiales, amenas y gratas.
EL CABALLERO DEL AZOR
I
Hará ya mucho más de rail afios, habla en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.
Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres Estadillos nacientes, donde entre breñas y riscos se guarecían los cristianos.
En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable