en el monasterio de la Cava, cerca de Nápoles.
LOS CORDOBESES EN CRETA
NOVELA HISTÓRICA A GALOPE
Sr. D. Miguel Moya.
Mi distinguido amigo: Para El Liberal del domingo próximo me pide usted amablemente que escriba yo algo sobre las cosas que en las antiguas edades pasaron en la isla de Creta. Grande es mi deseo de complacer a usted, pero tropiezo con dos dificultades. En breves palabras y ciñéndome a lo consignado por mitólogos e historiadores, ¿qué podré yo decir que tenga alguna novedad, que no sea un extracto de lo que ellos dijeron, y que no esté mejor dicho en cualquier Diccionario enciclopédico? Y si acudo a mi imaginación y añado con ella algo a lo ya sabido, no tendrá consistencia ni se entenderá lo que yo añada, si lo ya sabido no se pone por base, lo cual no es posible que quepa en una o dos columnas del apreciable periódico que usted dirige. De aquí que ni de una suerte ni de otra pueda yo escribir con acierto para el fin que usted quiere. No es esto, sin embargo, lo que más me aflige. Lo que más me aflige es que, desde hace muchísimos años, desde antes que hubiese pensado yo en escribir novelas de costumbres del día, se me había ocurrido escribir una novela histórica sobre Creta, y hasta había forjado el plan, aunque confusa y vagamente. Hubiera sido mi novela un pasmoso tejido de extraordinarias aventuras, con un fundamento real del que la historia da testimonio, aunque conciso. Mi deseo de escribir esta novela no se ha disipado nunca. Lo que se ha disipado es mi esperanza. Para escribirla como yo me la figuraba era menester reunir y formar un inmenso aparato de erudición, y para esto me faltó siempre la paciencia. Hoy, por mi desgracia, además de la paciencia, me falta la vista. No puedo consultar la multitud de librotes, antiguos y modernos, y escritos en diferentes lenguas, de donde sacaría yo el color local y temporal que mi proyectada obra requiere. La obra, pues, tiene que quedarse en proyecto. Y ya que en proyecto se queda, para libertarme de su obsesión y para probarle a usted que si no puedo, quiero darle gusto, voy a poner aquí el proyecto en muy breve resumen.
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En el reinado de Alhakem I, por los años 218 de la Egira, había en Córdoba un rico mercader llamado Abu Hafáz el Goleith, natural del cercano lugar de Fohs Albolut. En su bazar, situado en una de las calles más céntricas, se veían reunidos los más preciosos objetos de la industria humana, así de lo que en nuestra Península se producía como de lo traído de remotas regiones; de Bagdad, de Damasco, de Bocara, de Samarcanda, de la Persia, de la India y del apenas conocido inmenso imperio del Catay. Abu Hafáz tenía naves propias, que iban a los puertos de Levante a proveerse de mercancías.
En una tarde de primavera entró en el bazar de Abu Hafáz una dama tapada, acompañada de su sirvienta. Aunque él no le vio la cara, admiró la gracia y gallardía de su andar, la esbeltez y elegancia de su talle, cierto inefable prestigio seductor que como nimbo luminoso la circundaba, y la aristocrática belleza de sus blancas, lindas y bien cuidadas manos.
La dama quiso ver cuanto de más rico en el bazar había. Abu Hafáz, lleno de complacencia, fue ofreciendo ante sus ojos, y poniendo sobre el mostrador, mil extraños primores en joyas y en telas. Ella no se saciaba de mirarlas. Era muy curiosa. El mercader le dijo:
—Aún no te he mostrado, sultana, lo más espléndido y peregrino que mi tienda atesora.
—¿Y para qué lo escondes y no me lo muestras?—dijo ella.
—Porque soy interesado y no quiero trabajar en balde. Muéstrame tú la cara y yo en pago te enseñaré mis mejores riquezas.
La dama no se hizo mucho de rogar. Apartó el rebozo, y dejó ver el más bello y agraciado semblante que el mercader había podido ver o soñar en toda su vida. Agradecido y entusiasmado, trajo entonces perlas de Ormúz, diamantes de Golconda y tejidos de seda, venidos del Catay y bordados con tal esmero y maestría, que no parecía labor de seres humanos sino de hadas y de genios.
De la mejor y más estupenda de aquellas telas bordadas se prendó la dama incógnita, quiso comprarla, y pidió el precio.
—Es tan cara—dijo el mercader—que acaso no quieras o no puedas pagarla; pero si tienes buena voluntad, la tela te saldrá baratísima.
—Acaba. Di lo que me costará la tela.
—Pues un beso de tu boca—replicó el mercader.
Enojada la dama de aquella irrespetuosa osadía, se cubrió el rostro, volvió las espaldas a Abu Hafáz y salió del bazar seguida de su sierva.
Quiso el mercader seguirla para averiguar dónde moraba y quién era; pero la dama había desaparecido en el laberinto de las estrechas calles.
Pintaría luego la novela el furioso enamoramiento de Abu Hafáz y su desesperación durante cinco o seis días, a pesar de mil cuidados y misteriosos asuntos que le preocupaban y ocupaban.
Al cabo la sierva viene al bazar y le dice que su señora no puede dormir ni sosegar, pensando siempre en la tela y anhelando poseerla; que cede, por lo tanto, y que al día siguiente, al anochecer, vendrá al bazar con mucho recato y dará por la tela el precio que se le pide.
La dama acude en efecto a la cita. El mercader averigua entonces que ella está en el harén del sultán, de donde ha salido a hurtadillas, mientras el sultán está en la sierra cazando jabalíes. Ella se llama Gláfira. Es natural de una pequeña aldea situada en la falda del monte Ida. Aunque su familia era pobre, presumía de alta y antigua nobleza. Su estirpe se remontaba a las edades míticas. Contaba entre sus antepasados curetes y dáctilos ideos, de los que tejiendo danzas guerreras al son de los clarines y al estruendo de sus broqueles heridos por el pomo de las espadas, rodearon a Zeus, cuando niño, e impidieron que Cronos le oyera y le devorara.
En su agreste retiro, la familia de Gláfira se había resistido a hacerse cristiana y guardaba vivos y frescos, por tradición, los recuerdos del paganismo. Hasta se jactaba de poseer virtudes mágicas y prendas sobrenaturales, adquiridas por iniciación en venerandos y primitivos misterios. Afirmaba Gláfira que uno de sus progenitores había sido Epiménides, sabio, legislador, poeta y profeta, diestro en el arte de suspender la vida, permaneciendo aletargado en profundas cavernas, para conocer por experiencia el sesgo y tortuoso curso que llevan al través de los siglos los sucesos humanos.
Gláfira había perdido el secreto de las artes mágicas, pero tenía no pocas habilidades. Cantaba o recitaba mil antiguas leyendas en verso de las edades divinas, de héroes y semidioses: de la venida de Europa a su isla, del furor amoroso de Pasifae y del triunfo y de la perfidia de Teseo. Y bailaba aún, según ella aseguraba, la misma ingeniosa danza que Dédalo compuso para la princesa Ariadna de las trenzas de oro.
Acusado de hechicero y de gentil, y huyendo de la intolerante persecución religiosa, el padre de Gláfira salió de Creta con su hija. Anduvo errante por varios países y al fin murió dejándola abandonada. Vagando como Io, Gláfira llegó a Hesperia, sin Argos que la vigilase, pero también sin tábano o estro que la picase. No tenía más estro que su voluntad ambiciosa.
Alhakem, encantado y seducido por su talento y por su hermosura, la había hospedado en su alcázar. Ella soñaba con ser la favorita y la reina en el imperio de los Omniadas.
El irresistible capricho de poseer la tela y cierto anhelo casi inconsciente, que le había infundido el joven mercader, atrajeron a Gláfira y la impulsaron a dar el precio que se le pedía.
Llama más ardiente y más dominadora encendió el beso en el corazón de Abu Hafáz en vez de aquietarle. El era atrevido y capaz de arriesgarlo y de aventurarlo todo, confiado en la pujanza de su ánimo y juzgándose con bríos para allanar montes de dificultades. Resolvió, pues, guardar a Gláfira en su casa como prenda suya, sin soltar la esclava para que no descubriese