Шарлотта Бронте

Jane Eyre


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abril sucedió mayo: un mayo luminoso, sereno. Los días eran de sol y de cielo azul y soplaban suaves brisas del Sur y el Oeste. La vegetación crecía lujuriante. El jardín de Lowood estaba verde, florecía por doquier. Olmos, fresnos y robles, antes secos, estaban ya cubiertos de hojas. Brotaban, espléndidas, infinitas plantas silvestres. Mil variedades de musgo cubrían el suelo.

      Más allá de las tapias del jardín se elevaban, frondosas, las colinas a la sazón deslumbrantes de verdor, dominando el recinto del colegio.

      Pero si el lugar tenía ahora un encantador aspecto, sus condiciones sanitarias no eran tan encantadoras.

      El profundo bosque en que Lowood estaba situado era, con sus aguas estancadas y su humedad, un foco de infecciones, cuando empezó la primavera, el tifus penetró en los dormitorios y en los cuartos de estudio donde nos apiñábamos; y, en mayo, el colegio estaba convertido en un hospital.

      La casi extenuación física originada por la escasez de alimentos, los fríos sufridos, el descuido, la escasa higiene, habían predispuesto a todas a la infección y cincuenta de las ochenta alumnas tuvieron que guardar cama. Las clases se suspendieron, la disciplina se relajó. Las pocas que no enfermamos gozábamos de libertad casi ilimitada. Los médicos habían prescrito ejercicio al aire libre para conservar la salud, y aun sin tal prescripción hubiéramos estado en libertad por falta de personal suficiente para vigilarnos. Miss Temple pasaba el día en el dormitorio de las enfermas y sólo lo abandonaba por la noche para descansar algunas horas. Las profesoras estaban ocupadas con los preparativos de la marcha de las afortunadas muchachas que tenían parientes que podían sacarlas de allí para evitar el contagio. Muchas, casi todas, sólo salieron del colegio para ir a morir a sus casas; otras fallecieron en Lowood y fueron enterradas rápidamente y sin aparato. La naturaleza de la epidemia no consentía dilaciones.

      Mientras la desgracia se había convertido en huésped permanente de Lowood y la muerte en su frecuente visitante, mientras entre sus muros todo era sombrío y terrible, mientras los cuartos y los pasillos hedían a hospital, y drogas y medicamentos luchaban en vano contra la oleada de mortalidad, mayo, fuera, brillaba más bellamente que nunca en las colinas y en los bosques que nos rodeaban. Crecían en el jardín las plantas de malva altas como árboles; se abrían las lilas; rosas y tulipanes estaban en capullo y se multiplicaban las margaritas. Pero toda aquella riqueza de color y perfume no aliviaba la suerte de las pupilas de Lowood: sólo servía para engalanar las tapas de sus ataúdes.

      Yo y las demás que no estábamos enfermas gozábamos a nuestro placer de las bellezas que nos rodeaban. Nos dejaban correr por el bosque, como gitanillas, de la mañana a la noche, y vivíamos como queríamos. También en los demás aspectos estábamos ciertamente mucho mejor. Mr. Blocklehurst y su familia no se acercaban ahora nunca a Lowood, el ama de llaves se había marchado por miedo a la infección, y su sucesora, antigua matrona en el dispensario de Lowton, era más tolerante y más compasiva. Además, éramos menos a comer, ya que las enfermas tomaban muy poco alimento, y nuestros platos estaban siempre más llenos que antes. Cuando no había tiempo de preparar una comida en regla, lo que ocurría a menudo por entonces, se nos daba un trozo de pastel frío o un pedazo de pan y queso, y nos íbamos a comerlo al bosque a nuestras anchas.

      Mi lugar favorito era una piedra ancha y lisa a la que se llegaba atravesando un arroyo del bosque, operación que yo realizaba después de descalzarme. La piedra era lo bastante amplia para permitir que se instalara en ella conmigo otra niña: Mary Ann Wilson, algunos años mayor que yo, y a la que eligiera por camarada porque su trato me complacía mucho. Como conocía la vida mejor que yo, me contaba muchas cosas que me encantaban. Mi curiosidad, a su lado, quedaba bien satisfecha. Me perdonaba fácilmente mis defectos y no trataba de imponer su criterio sobre mis opiniones. Tenía un turno para hablar y yo otro para preguntar. Así, solíamos andar siempre juntas, experimentando mucho placer, si no mucha ventaja, en nuestra relación.

      ¿Qué se había hecho de Helen Burns? ¿Por qué yo no compartía con ella mis días de dulce libertad? ¿Me había cansado de su compañía? Mary Ann era, de cierto, muy inferior a mi primera amiga: sólo podía contarme algún cuento divertido, mientras Helen me hubiera ofrecido con su conversación puntos de vista más vastos.

      Pese a todos mis defectos, no me había cansado de Helen, ni dejado de abrigar hacia ella un sentimiento tan devoto, profundo y tierno como nunca experimentara mi corazón. ¿Y cómo podía ser de otro modo si Helen no dejaba jamás de manifestarme una amistad leal y serena, jamás interrumpida por disgustos ni malos humores?

      Pero Helen se encontraba entonces enferma y yo había dejado de verla hacía varias semanas. No estaba en la zona del edificio destinada a las demás pacientes, porque su enfermedad no era tifus, sino tuberculosis, dolencia que yo, en mi ignorancia, creía susceptible de curarse con tiempo y cuidados.

      Me confirmaba esta idea el hecho de que, una o dos veces, cuando las tardes eran muy buenas y calurosas, Miss Temple solía sacar a Helen al jardín. Mas yo no le podía hablar, porque ella, sentada en la galería, estaba a mucha distancia de mí, que me hallaba en el bosque.

      Una tarde, a principios de junio, estuve en el bosque con Mary Ann hasta muy tarde. Como de costumbre, nos habíamos separado de las demás y nos alejamos tanto que nos extraviamos. Para orientarnos tuvimos que preguntar en una cabaña solitaria. Al regresar, ya había salido la luna. A la puerta del jardín estaba una jaca, que reconocimos como la del médico. Mary Ann sugirió que alguna debía hallarse muy mal cuando llamaban a Mr. Bates tan tarde.

      Ella penetró en la casa. Yo me quedé unos minutos plantando en mi parcela del jardín unas raíces que había recogido en el bosque y que temía que se secasen si las dejaba para la mañana siguiente.

      Terminada mi tarea, permanecí allí un breve rato aún. Olían suavemente las flores, caía el rocío, la noche era apacible, cálida y majestuosa. La brisa del Oeste prometía un día siguiente tan bueno como el que acababa de terminar. La luna se levantaba lentamente en el cielo.

      Yo contemplaba aquel espectáculo gozando de él tanto como puede gozar un niño. Y en mi mente se elevó un pensamiento nuevo en mí hasta entonces:

      "¡Qué triste es estar enfermo, en peligro de muerte! El mundo es hermoso. ¡Qué terrible debe de ser que le arrebaten a uno de él para ir a parar Dios sabe dónde!"

      Mi cerebro hizo entonces su primer esfuerzo para comprender cuanto en él se había imbuido respecto al cielo y al infierno. Por primera vez me sentí conturbada y horrorizada. Y por primera vez también, mirando en torno mío, me sentí rodeada por un abismo impenetrable. Sólo existía un punto firme: el mundo en que me apoyaba, y todo en torno, eran nubes imprecisas y profundidades vacías. Me estremecí ante el pensamiento de verme alguna vez precipitada en aquel caos. Mientras meditaba estas ideas, oí abrirse la puerta. Mr. Bates salía y una celadora iba con él. Cuando el médico hubo montado y partido, corrí hacia la mujer.

      —¿Cómo está Helen Burns? —Muy mal —me contestó. —¿Es ella a quien Mr. Bates ha visitado? —Sí.

      —¿Y qué dice?

      —Que no estará aquí mucho tiempo.

      De haber oído tal frase el día anterior, yo hubiera deducido que mi amiga iba a ser trasladada a Northumberland, a su propia casa. No habría sospechado que aquello significaba que Helen iba a morir.

      Pero en aquel momento lo comprendí inmediatamente. Me pareció evidente que los días de Helen en este mundo estaban contados y que iba a pasar a la región de los espíritus. Me sentí horrorizada y disgustada y a la vez experimenté la imperiosa necesidad de verla. Pregunté, pues, en qué cuarto se hallaba.

      —En la habitación de Miss Temple —contestó la celadora.

      —¿Puedo ir a verla?

      —No, niña, no. No es posible. Anda, entra. Esta hora es mala para estar aquí fuera. Te expones a coger la fiebre.

      La mujer cerró la puerta y me dirigí al salón de estudio. Ya era el momento. El reloj daba las nueve y Miss Miller comenzaba a llamar a las discípulas para ir al dormitorio.

      No