al otro extremo de la casa, pero yo conocía el camino y, a la luz de una espléndida luna de verano que entraba, aquí y allá, por las ventanas de los corredores, me orienté sin dificultades. Un fuerte olor de alcanfor y vinagre invadía los pasillos próximos al dormitorio de las enfermas.
Pasé junto a la puerta cautelosamente, para que la celadora que pasaba la noche en el dormitorio no me sintiese. Temía que me descubrieran y me hiciesen volver atrás. Y yo necesitaba ver a Helen. Quería abrazarla antes de morir, darle el último beso, cambiar con ella la última palabra.
Descendí una escalera, atravesé parte del piso bajo y abrí y cerré silenciosamente dos puertas. Subí otro tramo de escalera y me encontré ante la alcoba de Miss Temple.
Reinaba un silencio profundo. Se filtraba una suave luz por el agujero de la cerradura y bajo la puerta, que estaba entornada, sin duda para que la enferma pudiese respirar aire fresco. Impaciente y angustiada, empujé el batiente. Mis ojos buscaron, ansiosos, a Helen. Temía encontrarla muerta.
Contiguo al lecho de Miss Temple y medio tapada por sus cortinas blancas, había una camita. Divisé bajo las ropas de la cama una forma humana, pero la cara estaba cubierta por los tapices. La sirvienta a quien yo hablara en el jardín dormía, acomodada en una butaca. Una bujía a medio consumir ardía sobre la mesa. Miss Temple no estaba. Luego supe que había sido llamada para atender a una enferma que sufriera un acceso de delirio. Avancé; me detuve al lado de la cama. Mi mano tocó la cortina. Pero preferí hablar antes que mirar: me asustaba la posibilidad de encontrar un cadáver. —Helen-murmuré suavemente—: ¿Estás despierta? Ella se movió y separó las cortinas. Su rostro aparecía pálido y consumido, pero tranquilo como siempre. Me pareció tan poco cambiada, que mi temor se disipó instantáneamente.
—¿Es posible que seas tú, Jane? —me dijo con su amable voz de costumbre.
"No —pensé—: no es posible que vaya a morir. No moriría con esa serenidad ni hablaría como habla. Están equivocados".
Me incliné sobre mi amiga y la besé. Su frente estaba helada. Sus mejillas, sus manos, sus muñecas, estaban heladas también y parecían transparentes. Pero su sonrisa era la habitual.
—¿Cómo has venido, Jane? Son más de las once: las he oído dar hace algunos minutos.
—He venido a verte, Helen. Me han dicho que estabas mala y no he podido dormirme sin hablarte primero.
—Has llegado a tiempo de decirme adiós. Probablemente será el último.
—¿Es que te vas, Helen? ¿Te llevan a tu casa? —Sí, a mi casa; a mi última casa, a la definitiva. —No, no, Helen-murmuré, acongojada.
Y, mientras trataba de reprimir mis lágrimas, un golpe de tos acometió a mi amiga. No obstante, no despertó a la celadora. Cuando hubo pasado el acceso, me cuchicheó:
—Jane, tienes los pies desnudos. Tápatelos con mi colcha.
Lo hice así: ella me abrazó y permanecimos un rato juntas, muy apretadas. Ella dijo, luego, siempre en voz baja:
—Soy feliz, Jane. No creas que me he disgustado cuando he oído decir que iba a morir. Todos hemos de morir alguna vez. Además, esta enfermedad no es cruel: hace sufrir poco y no perturba los sentidos. No dejo quienes me lloren. Tengo padre, pero últimamente ha vuelto a casarse y no me echará gran cosa de menos. Muriendo joven, me evito muchos sufrimientos. Yo no tengo cualidades ni dotes para abrirme camino en el mundo y estaría siempre, si viviese, cometiendo errores.
—Pero ¿qué va a ser de ti, Helen? ¿Acaso sabes adónde vas a ir a parar?
—Sí, lo sé, porque tengo fe. Voy a reunirme con Dios, nuestro creador. Me entrego en sus manos y confío en su bondad. Cuento con impaciencia las horas que faltan para ese venturoso momento. Dios es mi padre y mi amigo: le amo y creo que Él me ama a mí.
—¿Volveré a verte, Helen, después..., después de mi muerte?
—Sí, vendrás a la misma mansión de dicha y el mismo Padre de todos te recibirá, Jane.
Hubiera querido preguntarle dónde estaba aquella mansión y si existía, pero callé. Abracé otra vez a Helen y escondí mi cabeza en su pecho. Ella me dijo, con dulce tono:
—¡Qué a gusto me siento! El último golpe de tos me fatigó un poco y creo que ahora podría dormirme. Pero no es necesario que te vayas, Jane. Me encuentro muy bien a tu lado.
—Estaré contigo, Helen. No me iré de aquí. —¿Estás calientita?
—Sí.
—Entonces, que descanses, Jane.
Me besó, la besé, y ambas nos dormimos en seguida. Cuando me desperté era de día. Noté en torno mío un movimiento inusitado. Una celadora me llevaba en brazos al dormitorio a través de los corredores.
No me reprendieron por salir de mi habitación. Todos estaban demasiado ocupados para pensar en minucias. No se me dio explicación, ni contestación alguna a mis muchas preguntas. Pero un día o dos más tarde me enteré de que, al volver Miss Temple á su alcoba, me encontró tendida en la camita, con la cabeza sobre el hombro de Helen y mis brazos rodeando su cuello. Yo estaba dormida y Helen estaba... muerta..
Su tumba está en el cementerio de Brocklebridge. Durante quince años después de su muerte, sólo la cubrió un montón de tierra en el que crecía la hierba. Ahora, una lápida de mármol gris, con su nombre y la palabra "Resurgam" inscritos en ella, marca el lugar donde yace para siempre mi amiga.
X
Hasta ahora he consagrado varios capítulos a detallar todos los pormenores de mi insignificante existencia. Pero ésta no es una biografía propiamente dicha y, por tanto, puedo pasar en silencio el transcurso de mi vida durante ocho años a partir de los diez, no consagrándole más que algunas breves líneas.
Una vez que la fiebre tífica hubo cumplido su tarea de devastación en Lowood, desapareció por sí misma, pero no antes de que su virulencia hubiese llamado la atención pública. Hecha una investigación sobre el origen de la epidemia, la indignación general fue muy grande. Lo malsano del emplazamiento del colegio, la cantidad y calidad de la comida de las niñas, el agua infectada que se usaba en su preparación y la insuficiente limpieza, vestuario e instalación de las recogidas, produjeron un resultado muy mortificante para Mr. Brocklehurst, pero muy beneficioso para la institución.
Personas adineradas y bondadosas del condado suscribieron generosas aportaciones para la mejora del colegio, se establecieron nuevas reglas, y los fondos de la escuela se enviaron a una Comisión que debía administrarlos. Lo muy influyente que era Mr. Brocklehurst impidió que fuese destituido, pero se le relegó al cargo de tesorero y otras personas, más compasivas y mejores que él, asumieron parte de los deberes que antes ejerciera. La escuela, muy mejorada, se convirtió entonces en una verdadera institución de utilidad pública. Yo viví en ella ocho años desde su reorganización: seis como discípula y dos como profesora, y puedo atestiguar, en ambos sentidos, el saludable cambio operado en la casa.
Durante aquellos ocho años mi vida fue monótona, pero no infeliz, porque nunca estuve ociosa. Tenía a mi alcance las posibilidades de adquirir una sólida instrucción, era aplicada y deseaba sobresalir en todo y granjearme las simpatías de las profesoras. Cuando llegué a ser la primera discípula de la primera clase, fui promovida a profesora y desempeñé el cargo durante dos años, al cabo de los cuales mi vida se modificó.
Miss Temple, a través de todos los cambios, había conservado su cargo de inspectora. A ella debía yo casi todos mis conocimientos. Su trato y amistad eran mi mayor solaz: era para mí una madre, una maestra y una compañera. Al fin se casó con un sacerdote, un hombre tan excelente, que casi se merecía una mujer como ella, y se trasladó a otra parte a vivir. Perdí, pues, a aquella buena amiga.
Al irse me pareció que se iban también todos los sentimientos, todas las ideas que me hicieran considerar, en cierto modo, a Lowood como mi propia casa. Yo había